Siete

El sol cae en picado sobre las rampas del Pincio. Algún turista vestido con ropa multicolor observa admirado la piazza del Popolo, señala con el dedo algún detalle, un escorzo, o quizá una nueva meta que alcanzar. Una pareja de japoneses manejan una minúscula cámara digital estudiando los diferentes encuadres y sueltan una risita chillona cuando por fin dan con el mejor.

– Cuidado, vas a pasar por delante de ellos.

– Y a mí qué me importa, oye.

Diletta camina de improviso un poco más altiva y, con una sonrisa socarrona, se interpone entre el objetivo y el blanco destinado a ser inmortalizado. El japonés se detiene, risueño. Espera. Diletta pasa y le sonríe a su vez. El japonés vuelve a intentarlo pero se ve obligado a detenerse de nuevo.

– Diletta…

– Oh, vamos, yo no tengo la culpa de que se me haya olvidado decirte una cosa -y regresa exactamente al punto de partida, en tanto que el japonés empieza a ponerse nervioso-. Quería decirte que… -Le planta un beso en la boca.

Filippo se echa a reír.

– Qué idiota eres… ¿No podías esperar?

– No. Ya sabes lo que dicen: no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

– ¡Estoy con un genio! ¡Una redactora publicitaria! -Filippo le da unos pellizcos en las mejillas.

– ¡Ay! ¡No, el talento para la publicidad es de otro! A propósito, tengo que confirmar la cita con Niki… -y saca el móvil del bolsillo de la cazadora. Lo abre y empieza a teclear un sms a toda velocidad.

– ¿Qué confirmas?

– Pues la cena. Ya te he dicho que esta noche voy a casa de Niki… ¡Es más, luego hemos quedado para hacer la compra!

– ¡Vaya! ¿Y quién cocina?

– Qué más te da, a ti no te han invitado…

– ¡No, pero no quiero que envenenen a mi amor! Aún recuerdo la última vez, ¡el dolor de tripa te duró todo el día!

– ¡Me enfrié!

– ¡Eso, tú siempre defendiendo a tus Olas!

– Por supuesto, quisiste hundirlas para ocupar su puesto en mi corazón… Pero tú ocupas ya todo el espacio… ¿Acaso pretendes convertirte en un tirano cruel y despiadado?

Filippo se ríe e intenta morderle.

– Sí, quiero comerte entera. Toda mía, sólo mía.

Y siguen bromeando mientras caminan por la hierba y observan a los transeúntes. Alguna madre lee una revista mientras sus hijos juegan junto al banco donde ella está sentada o un poco apartados, lo suficiente para eludir su control y poder, quizá, ensuciarse los pantalones cuando se lanzan sobre la hierba para detener el balón. Una pareja de ancianos pasea por su lado conversando. Ella sonríe, él la abraza ligeramente.

Diletta se vuelve de golpe.

– Espero que no me dejes cuando sea así…

– Depende.

– ¿De qué, perdona?

– ¡De que tú no me hayas dejado antes!

El móvil de Diletta vibra emitiendo un leve sonido semejante al tintineo de las monedas.

– ¡Oh, se te está cayendo el dinero!

– ¡De eso nada! Es el sonido de los mensajes; parece el ruido que hacen los céntimos al caer, es genial, la gente se lo traga siempre. ¡Incluso tú! -Diletta abre el móvil y lee de prisa-. Perfecto. Confirmado.

Dentro de una hora en la piazza dei Giuochi Istmici… ¿Sabes qué voy a hacer? Llevaré ese helado tan rico de San Crispino… Nunca lo han probado, todavía se pirran por el chocolate que venden en el Alaska… ¿Qué me dices?

Filippo empieza a canturrear sin apenas escucharla.

– Helado de chocolate con tomate, tú, helado de chocolate… -y hace un amago de morder a Diletta, que se echa a reír.

Abandonan el Pincio abrazados, serenos, ignorando el nuevo e increíble cambio que está a punto de producirse en sus vidas.

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