Ciento treinta

El coche familiar azul avanza a toda velocidad por los senderos campestres. Niki abre la ventanilla para que le dé un poco el aire.

– Mira, quiero enseñarte una cosa…

Guido apaga los faros y prosiguen su camino a oscuras, únicamente iluminados por la luz de la luna, que ahora parece más intensa.

– Qué bonito, ¿no? Estamos bajando solos por esta pendiente… -Guido levanta el pie del acelerador y quita la marcha.

El coche vuela silencioso en la noche bajo un cielo oscuro, entre el verde de los bosques. Ni siquiera se oye el ruido del motor, da la impresión de que están sobre una extraña tabla de surf, el viento entra por las ventanillas y perciben calor por debajo de las piernas. Al cabo de un momento vislumbran algo raro en la espesura.

– Mira, Guido…

Él sonríe, acto seguido mete de nuevo la marcha y vuelve a encender los faros.

– ¿Sabes qué son esas lucecitas?

– No, ¿qué?

– Luciérnagas. -Acelera un poco y desaparece detrás de la colina. Conduce seguro, curvas largas, lentas, atravesando grandes prados verdes y trigales, definitivamente solos ya en medio de la campiña toscana-. Aquí es, hemos llegado.

Niki se levanta en el asiento, curiosa, divertida, de nuevo niña. Sí. Tras doblar una curva, el vehículo desciende por una cuesta inconexa, salta hasta que por fin se detiene en un pequeño claro. Guido apaga el motor. Delante de ellos, un humo claro y ligero asciende lentamente hacia el cielo y se pierde en él. Están en las termas de Saturnia. En la penumbra, y como si se encontraran en un pequeño infierno natural, varios hombres y mujeres están sumergidos en unas pequeñas piscinas de agua sulfurosa; parece un alegre círculo dantesco, natural y agradable, sin particulares penas aunque quizá sí con algún que otro culpable… Procedente de la oscuridad del bosque, una gran cascada de agua caliente salta desde una roca y cae de lleno en el centro de la gran piscina. Se vislumbran varias personas que se mueven lentamente en el interior de ese extraño borboteo, que aparecen y desaparecen de vez en cuando entre los efluvios de azufre.

Guido observa a Niki. Esa imagen infernal la fascina y la arrebata.

– ¿Y bien? ¿Lista para sumergirte? Será maravilloso.

Niki lo mira y sonríe.

– Me parece una idea fantástica.

En un abrir y cerrar de ojos se apea del coche, da unos pasos descalza sobre la roca fría y porosa que rodea la piscina y después entra en el agua poco a poco vestida con su traje de hacer surf. Se sumerge.

– ¿Qué me dices? No te he decepcionado, ¿verdad? Este sitio es estupendo… ¿Habías estado ya aquí?

– No. -Guarda silencio y a continuación, metida hasta la barbilla en el agua caliente, reconoce-: Es precioso, de verdad, es muy relajante…

Guido le sonríe.

– Y no sabes cómo deja la piel… -Luego se corrige-: Aunque la tuya es ya de por sí maravillosa.

Niki evita su mirada y se hunde aún más, el agua le llega ahora casi bajo el labio. Tiene la impresión de estar en una bañera, le recuerda cuando se preparaba un baño en casa. Hace ya mucho tiempo. Es de verdad relajante.

– Lo extraño de estas piscinas es que en cuanto te alejas del centro el agua se enfría…

Guido asiente con la cabeza.

– Ajá… -Luego se le ocurre una idea-: ¡Sígueme!

Le coge la mano y la hace salir.

– ¡Pero tengo frío!

– Ven, verás que todavía podemos estar mejor.

Como buenos surfistas, trepan por el borde de la cascada hasta llegar a la piscina superior. Aquí hay otra cascada más alta todavía y donde no hay nadie.

– ¡Ven!

Guido es el primero en entrar. Niki lo sigue.

– Está calentísima, es estupendo…

– Sí, metámonos debajo.

– ¿Cómo?

– Así. -Guido nada hacia el centro y se mete debajo de la cascada que, caliente, cae desde unos dos metros de altura y rompe en sus hombros, en su cabeza y en su espalda haciéndole un vigoroso masaje-. ¡Ven, Niki! ¡Es genial! ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?

– ¡Yo no tengo miedo de nada! -replica, y en un abrir y cerrar de ojos se planta a su lado, bajo el agua que casi la arrastra.

Niki resiste, mueve los hombros bajo el potente chorro, sus músculos se desentumecen y ella se siente cada vez más relajada y serena. Hacía meses que no estaba tan bien. Cierra los ojos bajo el agua caliente y se deja llevar por esa idea, exhala un hondo suspiro, cada vez más largo, y se abandona por completo. Ah… Qué maravilla, cuánto lo necesitaba. De repente nota que un brazo la aferra. Abre los ojos y se aparta del chorro de agua. Es Guido. Tira de ella hacia sí, entre la cascada y las rocas, escondidos de todo y de todos, y la lleva hasta una pequeña cueva donde el agua que cae desde lo alto por delante de ellos parece una cortina. A través de ella se vislumbra la luna flanqueada por la oscuridad del bosque.

– ¿Qué dices, Niki? ¿Te gusta?

– Muchísimo… Este sitio me devuelve al mundo, en serio. Te hace recuperar todas las energías, ahora podría hacer surf durante horas.

Guido, que no ha soltado su mano en ningún momento, la mira a los ojos.

– «¿Adónde van mis palabras, adónde huyen?… ¿Tienen quizá miedo de decir que te quiero?»

Niki se queda boquiabierta, no se lo puede creer.

– Pero si es mi frase, ¡la que metí en la botella!

Él le sonríe.

– Después de acompañarte a casa corrí durante toda la noche por la orilla del río. No podía permitir que otro la encontrase en mi lugar… -Vuelve a sonreír y después aproxima lentamente a ella sus labios bajo la cascada.

Niki ve su preciosa sonrisa cada vez más cerca. Esas palabras, además… «Corrí durante toda la noche por la orilla del río.» Aún más cerca… «No podía permitir…» Cada vez más… «Que otro la encontrase en mi lugar…» Niki cierra los ojos y ya no ve nada, ni con la mente ni con el corazón, ni ese faro lejano, otros días, otras épocas, esa Isla Azul, el mar, los recuerdos. Nada más. Se lanza por fin, salta y cae entre sus brazos, y se pierde en ese dulce beso compuesto de unos labios cálidos y olvidados, de confusión humana, de culpa y de perdón al mismo tiempo. Ella, una niña arrastrada por un tonto y estúpido deseo: volver a ser libre. Instantes después se encuentran bajo esa cascada, casi liberatoria, se separan y se buscan, se ríen avergonzados y divertidos de haber dado ese extraño paso, tan ligero, tan hermoso, tan límpido… Y no sólo por el agua. Niki flota. Echa la cabeza hacia atrás. Tiene los oídos tapados y los ruidos llegan a ella lejanos, extraños ecos marinos en esa piscina sulfurosa. Su pelo cae hacia abajo, al igual que sus brazos, abandonados sobre sus costados. Bajo el agua roza con los dedos algunos guijarros que el azufre ha redondeado. Los vapores de la piscina y todo lo que ha sucedido hacen que se sienta perdida. ¿Quién soy? ¿Dónde he acabado? ¿Qué será de mí? ¿Y mi amor? Mi amor fuerte, sólido, firme, casi rabioso, determinado y decidido a pesar del mundo, que se oponía a nuestra diferencia de edad. Alex… ¿Por qué me has abandonado? Mejor dicho. ¿Por qué te he abandonado yo? Aunque, ¿acaso la culpa no es siempre de dos? Permanece inmóvil en el agua, apabullada por esa infinidad de preguntas sin respuesta. Silencio. Necesito silencio. No me preguntes nada, corazón, deja que me vaya, mente. Sólo una lágrima cae entonces de sus ojos, resbala por su mejilla al amparo de todo y de todos, furtiva, escondida, como una pequeña ladronzuela que acaba de sisar algo en el mercado y se escabulle así, perdiéndose entre la gente, de la misma manera que esa lágrima acaba en el agua poniendo fin a su breve recorrido y a todos los porqués que la habían generado. Niki permanece un poco más de tiempo en el agua. Después se levanta y le sonríe a Guido. Él la mira curioso, casi preocupado, quizá ligeramente arrepentido.

– ¿He cometido algún error?

Niki se echa a reír.

– Si alguien ha cometido un error soy yo… Pero lo sabía… Y, además…

Guido la mira esperando el final de la frase.

– ¿Y además, qué?

– Nada…

– No, te lo ruego, dímelo… -Le coge de nuevo la mano, las dos, mejor dicho, temeroso por unos instantes, casi prudente, dudando si rebasar de nuevo el límite o no-. ¿Y, además…?

Niki le sonríe.

– Y, además…, tenía ganas de darme un baño.

Sale de la piscina. Guido la mira. Por primera vez en ese traje de surf pintado por la luna, enmarcada en el verde de ese bosque oscuro, ve a una mujer. Ve su cuerpo dibujado, decidido, femenino, suave y redondeado. Y por primera vez no se trata de un simple juego. Ahora es auténtico deseo. Siente un escalofrío fuerte, intenso, que le recorre la espalda, que le encoge el estómago, que no le concede una tregua en ese instante que parece eterno. Niki se vuelve y lo ve en la piscina, sumergido en el agua y rodeado de los vapores que emanan de ella. Ve sus ojos en la oscuridad, sus labios carnosos, la evidencia de deseo bajo esa luz nocturna.

– ¿Qué haces? ¿Vienes?

Guido sale en silencio. Sin pronunciar palabra entran de nuevo en el coche. Poco después se encuentran al otro lado de las colinas, en la Aurelia y, por fin, de nuevo en la ciudad. Se paran delante de la casa de Niki. Ha sido un viaje silencioso. Guido la mira. Ella conserva todavía la campiña en la mirada y no tiene ningunas ganas de enfrentarse de nuevo a la realidad. Se vuelve hacia él.

– Gracias, ha sido una velada preciosa -y tras darle un ligero beso

en los labios escapa. Es tan ligero que casi parece que no se lo ha dado, que todavía deja mil interrogantes a sus espaldas.

¿Qué somos? ¿Amigos? ¿Amantes? ¿Enamorados? ¿Novios? ¿Nada? Y con esta última pregunta, Guido la ve desaparecer en el portal.

Niki no llama el ascensor. Sube a pie intentando hacer el menor ruido posible. No me lo puedo creer, son las cuatro y media. ¿Cuánto tiempo hacía que no llegaba tan tarde? Una vida… Una vez delante de la puerta de casa, introduce la llave en la cerradura y la hace girar lentamente. Clac. Por suerte no han echado el pestillo. Entra y cierra la puerta con las dos manos, acercándola con cautela para no hacer saltar la cerradura. A continuación se descalza y se dirige a su habitación de puntillas. Cuando pasa por delante del dormitorio de sus padres mira bajo la puerta. El resquicio está oscuro. Han apagado la luz. Menos mal. Niki no sabe que, en cambio, Simona está otra vez despierta. Le ha bastado el ligerísimo ruido de la puerta de entrada para hacerle abrir los ojos, o quizá haya sido otra cosa, a saber. El hecho es que sigue los pasos de su hija como si pudiese verla y, como cualquier madre, ha comprendido. No se sabe bien hasta qué punto…, pero ha comprendido. Cuando oye que la puerta del dormitorio de Niki se cierra, exhala un hondo suspiro y trata de volver a conciliar el sueño. Da vueltas en la cama. ¿Debo hacer algo? ¿Tengo derecho a intervenir en la vida de mi hija? ¿Quién soy yo para decirle nada? Su madre. Sí, es cierto. Pero ¿puedo estar al corriente de su amor? ¿Cómo puedo interpretar, decidir, traducir sus sentimientos, lo que experimenta, lo que siente, lo que sueña…? Si ahora está feliz, triste o asustada… ¿Lo estará pensando mejor? Está sopesando qué hacer. Niki es joven, en ocasiones madura, demasiado adulta para su edad. De manera que ahora es justo que viva su vida, sin importar que ésta sea una fábula o la cruda realidad, que se caiga y vuelva a levantarse, que avance con facilidad o a duras penas, que viva a tres metros sobre el cielo o bajo tierra. El papel de una madre consiste precisamente en eso, en permanecer en todo momento al lado de su hija sin decir nada, lista para acogerla y para animarla cuando sea necesario, en dejarle la máxima libertad de elección y en estar de acuerdo con sus decisiones esperando que éstas la hagan feliz. Soy un fastidio. Vaya una madre pesada. Sus cavilaciones la hacen sonreír. ¿Sabes qué pienso hacer, Niki? No te daré la lata. Aceptaré todas tus decisiones esperando que éstas te hagan feliz. Eso es… Luego mira a Roberto, que duerme junto a ella, y que incluso ronca ligeramente. ¿Será posible? Debería hacer como él. Duerme a pierna suelta, todo le importa un comino, ¡sobre todo lo que ocurre en casa! ¡Y, por si fuera poco, ronca! De modo que, al menos por ese motivo, le da una patada rotunda y seca en la pierna. Roberto se sobresalta, pero acto seguido empieza a respirar de nuevo aún más profundamente de lo habitual. Mueve un poco los labios como si tuviera hambre, como si buscara algo en el aire, y acto seguido se vuelve hacia el otro lado y sigue durmiendo como si nada. ¡No me lo puedo creer! No es posible. Duerme como un angelito, él duerme mientras yo me devano los sesos con mi dilema…, que, a decir verdad, ¡debería ser nuestro! Roberto se da media vuelta de nuevo. No puede ser, piensa Simona, y se siente aún más desconsolada. ¡Ronca otra vez! ¿Será posible?

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