– ¡No! ¡Lo sabía! ¡No lo hemos conseguido!
La moto de Guido se detiene en el ponte Matteotti justo a tiempo de ver cómo la barcaza que navega por el centro del río aumenta la velocidad y alcanza en breve el puente de más abajo.
– ¡Ése es el local de mis amigos, del que te hablaba antes! ¡Te habría gustado un montón!
Niki se encoge de hombros.
– ¡Vaya, qué lástima! Otra vez será.
– ¡Qué fastidio! Es culpa tuya que hayamos llegado tarde: no me has dejado correr.
– ¡De eso nada! Tampoco tenía que ser obligatoriamente esta noche, ¿no?
Niki no sabe hasta qué punto habría cambiado su vida de nuevo si hubiese llegado a tiempo.
– Sí, tienes razón…
Aun así, Guido no puede por menos que pensar en la atmósfera que se habría creado en el río con las luces tenues, la música de jazz de sus amigos…, todo ello le habría echado una mano.
– Sé de otro sitio tan encantador como ése…, vamos.
La barcaza navega por el Tíber. Una cantante francesa que entona a la perfección y que posee una voz cálida y agradable sigue el ritmo de dos chicos que redondean agradablemente las notas con su bajo y su saxofón. Alex escucha la amena conversación de Raffaella.
– He estado en Berlín. Allí todo es más barato, incluso las casas. Esa ciudad ofrece un sinfín de posibilidades. Además, es muy bonita, llena de arte y de cultura, creo que de allí se podrían sacar un montón de ideas… ¿Por qué no vamos alguna vez, Alex?
Él da un sorbo al magnífico vino blanco que está tomando. Viajar a Berlín con otra mujer. Con Raffaella, además. Con esa mujer tan hermosa.
– ¿Qué me dices? Por trabajo, claro…
«Por trabajo, claro…». Es aún peor oír cómo pronuncia esa frase con una maliciosa sonrisa mientras sorbe por la pajita.
– Este daiquiri está delicioso. Lo preparan muy bien. Bueno, ¿qué me dices? ¿Vamos?
Alex se sirve de nuevo de beber.
– ¿Por qué no?
Raffaella apenas puede dar crédito a lo que acaba de oír.
– ¿Me trae otro, por favor? -le pide a un camarero que pasa, como si quisiera celebrar esa inesperada victoria.
Alex que cede un poco. Le sonríe. Poco después llega el nuevo daiquiri.
– Son rapidísimos -dice Raffaella, y le da un sorbo de inmediato.
La música prosigue y las canciones francesas interpretadas en clave de jazz resultan preciosas. El barco recorre silencioso el río, luces de casas a lo lejos, reflejos de faros sobre el agua, la luna que se asoma tímida en el cielo y la cena deliciosa. Raffaella sonríe; está un poco borracha y resulta aún más fascinante.
– Me alegro de que estemos aquí.
– Ya. -Alex guarda un momento de silencio y esboza una sonrisa cortés-. Yo también.
Pero no añade nada más. Raffaella se pone de nuevo a comer, un último bocado. Aún queda mucho para llegar a Ostia. En todos los sentidos. Y ella lo sabe. Alex la mira por última vez, ella le sonríe y él baja la mirada. Esa canción: «Le sonrío, bajo los ojos y pienso en ti. No sé con quién estás ahora…»
– Entonces, ¿te ha gustado?
– Es muy guay, y hemos comido realmente bien.
– Piensa que es un piso de verdad, Niki. Es como si te invitaran a cenar a casa de alguien, por eso el restaurante se llama El Apartamento. Cocinan de maravilla.
– Por eso los platos son estilo casero, ¿no?
– Pues sí, lo hacen a propósito. Si lo buscas en la guía, en las páginas amarillas o en Internet, no lo encontrarás.
– El único que conoce esa clase de sitios eres tú…
– Sí, no sabes cuánto lamento lo de la barcaza, ¡te habría gustado aún más!
– Da igual, éste también me ha gustado.
– Mira si son listos mis amigos que, desde Ostia, vuelven a traer a la gente a Roma en autobús. Volver a subir por el río les llevaría demasiado tiempo.
– Ah…, es una buena idea, sí.
Guido le pasa el casco.
– Quizá podríamos ir con los demás, con Luca, Barbara, Marco y Sara.
– Basta con que no venga Giulia.
– Vale -Guido se pone el casco a su vez y arranca la moto.