Primera hora de la tarde. Susanna acaba de recoger la cocina después de comer. En la alfombra azul hay varios juguetes desperdigados. Lorenzo coge un paquete de Gormiti y saca las cartas una a una. Comprueba cuidadosamente cuáles son las que le faltan. Después se levanta, va a por su móvil, que está en un rincón de la gran alfombra persa, lo abre y teclea un mensaje. Pasados unos segundos llega la respuesta. Lorenzo la lee satisfecho.
– ¡Qué guay, Tommaso tiene repetida la que me falta! Le diré que me la traiga mañana al colegio… Pero ¿cuál le doy yo a cambio? -Sigue pasando las cartas, buscando también una repetida de la que librarse que pueda interesarle a su amigo.
Carolina, en cambio, está inmersa en un combate de boxeo con la Nintendo Wii. Se encuentra de pie en medio de la sala delante de la gran pantalla de plasma que está colgada de la pared. Ha elegido el personaje que, en su opinión, más se le parece: una cara redonda y sonriente con pecas y el pelo oscuro recogido en una coleta. Se ha dibujado las cejas altas para darse un aire de malvada. Pulsa el botón que hay en la parte posterior del mando ergonómico y comienza el combate. Lucha contra la consola, que tiene la apariencia de un hombretón robusto y peludo, aunque con cara de buena persona. Lo ha elegido ella. Empieza. Se arrodilla y boxea manteniendo los puños en alto y apretados junto a la cara. Y, de vez en cuando, dispara en línea recta cortando el aire. Su personaje reproduce las acciones en la pantalla moviéndose como ella quiere, si bien un poco más lento. Carolina golpea una y otra vez.
– ¡Sí! ¡Guay, lo he tirado al suelo! ¡KO!
Lorenzo alza la cabeza y ve en el televisor al hombretón tumbado en el suelo y al personaje de Carolina de pie y jadeando en el ring. El público lo alienta.
– ¡Sí, vale, pero ése no es el más fuerte! Dame… -Se levanta. Coge el mando de la Wii de las manos de Carolina y se coloca en posición.
– Pero si no he acabado de jugar… ¡Mamá!
– ¡Vamos, llevas un montón de rato jugando!
– ¡Entonces luchemos uno contra otro, ve a coger el otro mando!
– ¡No, mamááá…! ¡Quiero jugar contra el ordenador!
Susanna sale de la cocina.
– Venga ya…, ¿queréis parar? A fin de cuentas son ya las tres. ¡Cada uno a su habitación a hacer los deberes!
– Pero, mamá…, si yo casi no tengo, puedo hacerlos después -protesta Carolina resoplando.
– No. Ya has jugado bastante. Los haces ahora sin rechistar. No admito peros. Tú también, Lorenzo. Venga, mete los juegos y las cartas en la cesta y vete a tu cuarto.
Los niños obedecen a regañadientes a Susanna. Carolina apaga la consola y Lorenzo lo arroja todo a la cesta, exceptuando las cartas, que recoge cuidadosamente antes de meterlas una a una en su sobre. Después se dirigen a su cuarto dándose algún que otro empujón.
Susanna los ve desaparecer en el pasillo. Se sienta en el sofá y coloca mejor el almohadón que tiene a la espalda para ponerse cómoda. Después mira alrededor. La casa. Su casa. La casa de ellos. Los cuadros que cuelgan de la pared. El de Schifano, Paisaje anémico, que es, ni más ni menos, como se siente ella ahora. Luego esos marcos de fotografías. Momentos familiares compartidos. Los niños pequeños. Un retrato de ella realizado por un fotógrafo en el que aparece con un gran sombrero de ala blanco. Pietro vestido con el equipo de futbito en una y en otra con un bonito traje durante la boda de un amigo. Recuerdos. Él. Pietro. Cuánto te he querido. Cuánto me gustabas en el instituto, cuando hacías reír a todos. Cuando te pasabas de listo y salías siempre airoso de cualquier aprieto. Y luego nos hicimos novios. Gracias a ti me sentía guapísima, una reina, la mejor de todas. Cuántos regalos. Cuántas atenciones. Las cenas. Las joyas. Las vacaciones. Luego vino la universidad, el diploma, el trabajo y el despacho. Sí, la verdad es que siempre te las has arreglado. Cuánto me has tomado el pelo. Cuánto te he creído. Te consideraba un mito. Una persona digna de toda admiración. Una persona que en todo momento me hacía sentir que yo era el centro de atención. ¿Por qué me has hecho esto? Me has traicionado. A saber cuántas veces. Has tocado, amado y apreciado a otras mujeres en mi lugar. Las has admirado, te has excitado y me has hecho a un lado. Qué rabia. Qué humillación. Imaginarte con ellas, en la cama o en el coche, haciéndoles reír, bromeando, procurando que se sintieran importantes. ¿Qué les decías a ellas que no me has dicho a mí? No lo sé. Jamás lo sabré. Me duele demasiado. No puedo aceptarlo. Los ojos de Susanna se empañan. Rabia. Desilusión. Debilidad. Me siento sola. Estoy sola. Lo único que me queda son los hijos. Y tendré que volver a empezar de alguna forma. De repente se levanta y se dirige a la ventana. Mira afuera. Sí, el mundo no se da cuenta de que estoy mal. El mundo sigue adelante. Debo hacer algo por mí misma. Debo renovarme. Soy una mujer hermosa. Soy madre. Soy una persona. Tengo que animarme. Acto seguido regresa a la sala. Sobre una mesita hay un folleto en medio de las cartas y de otros prospectos. Lo abre. «Gimnasio Wellfit. ¡Entrénate gratis durante una semana! Prueba los nuevos cursos de kickboxing con Davide Greco y Mattia Giòrdani… ¡Una disciplina adecuada para todos! ¡Pruébala!» Ve varios números de teléfono y una dirección de correo electrónico a la que se puede escribir para pedir información. Kickboxing. ¿Será duro? Nunca me han gustado los gimnasios, los ejercicios de tonificación, bodybuilding, pilates, spinning, fitness en general. Pero una disciplina de lucha y defensa es otra cosa…, podría resultar interesante. Además, necesito moverme, tonificarme. Pensar en otra cosa.
Susanna coge el móvil. Vuelve a leer el número en el folleto y lo marca. No cuesta nada probar.