Ciento nueve

Cristina y Mattia brindan levantando dos copas de champán mientras se miran a los ojos. En la pequeña taberna del centro a la que han ido apenas hay gente, a fin de cuentas es un día de diario. Comen con apetito, ríen, hablan de todo y se cuentan el uno al otro sus historias. Mattia es divertido, avispado, un hombre que transmite seguridad. Cristina se siente bien en su compañía. Lo mira. Lo escucha. Le parece simpático. Las horas pasan volando. Se sorprende un poco de sí misma. De sentirse tan a gusto. De tener ganas de coquetear.

– ¿Sabes que eres estupenda? -le dice Mattia con una amplia sonrisa.

– No me digas…, seguro que eso se lo dirás a todas…

– ¿Todas? ¿Quiénes? -Mattia mira alrededor con aire intrigado-Aquí no veo a ninguna otra que merezca esas palabras. Y tampoco fuera de este local. Que sepas que no soy ningún ligón, ¿eh?

– ¿Ah, no?

– ¡No! El hecho de que sea profesor de fitness no implica que vaya siempre por ahí haciendo el idiota. ¡Yo también tengo mis gustos! Y tú los satisfaces plenamente… -Le acaricia una mano.

Al principio Cristina la retira, pero luego se relaja y acepta el gesto.

Mattia le sonríe.

– ¿Quieres algo más? ¿Tal vez un postre?

– Si tienen crema catalana, sí… ¿Y tú?

– No, por Dios… Te habrás dado cuenta de que sólo he pedido un filete y una ensalada. Sigo una buena dieta para estar en forma. Disociada. Jamás como hidratos de carbono para cenar. ¡En cambio, veo que tú tienes un buen saque!

Cristina lo mira.

– Sí, me gusta comer bien.

– Te lo puedes permitir, tienes una figura perfecta. Además, a las mujeres que les gusta comer también les gusta gozar… -la mira con aire malicioso.

Cristina, azorada, busca al camarero con la mirada para salir del apuro y lo llama.

– Perdone…

– Sí…

– ¿Tienen crema catalana?

– Por desgracia no, pero tenemos sorbete, tarta de almendras, tartufo de chocolate blanco, tiramisú y profiteroles…

– Mmm…, en ese caso, no, nada de dulces. Dos cafés, por favor.

– Perfecto. -El camarero se aleja y desaparece detrás de la barra del bar.

– ¿Te ha decepcionado el que no haya crema?

– Un poco… La crema catalana me encanta…

– Bueno, trataré de remediarlo -le aprieta aún más fuerte la mano.

Cristina hace una mueca cómica. No me lo puedo creer. ¿Lo estoy haciendo de verdad? Estoy aquí con un chico estupendo que incluso me cae bien, que me dice cosas preciosas y al que le gusto. Y estamos a punto de salir de este restaurante y quizá…

El camarero les lleva los cafés. Cristina y Mattia se lo beben de un sorbo. Después él se levanta y va a pagar la cuenta. Varios minutos después se encuentran en el coche.

– ¿Te apetece que antes de llevarte a casa te enseñe la mía? No queda lejos de aquí, está en la zona de Campitelli. Es un piso que me dejó mi abuela, vivo en él desde hace dos años. Me gustaría ofrecerte algo de postre… -dice Mattia, y se echa a reír.

Cristina parece un poco perpleja.

– Lo digo en serio, ¿eh? Tengo una tarta de crema en la nevera. Sólo me he comido un pedazo.

Cristina sonríe.

– Está bien, de acuerdo…, con tal de que no se nos haga demasiado tarde.

– Te lo prometo. Mira, doblamos aquí y ya casi hemos llegado.

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