Ciento treinta y tres

Varios días más tarde. Un cielo azul sin nubes. Un tráfico lento y sin bocinas que intenten acelerar el ritmo de la ciudad. Alex acaba de cerrar el coche. Se dirige apresurado hacia el patio y entra en el edificio.

– Buenos días, señor Belli, arriba lo están esperando.

– Bien, gracias.

¿Me están esperando? Pero ¿quién? ¿Y por qué? ¿Qué habrá pasado? Mientras entra en el ascensor lo asalta una idea extraña, un recuerdo del pasado se asoma dolorosamente a su mente. Aquel día, al teléfono…

– Hola… Tu secretaria no me ha dejado hablar contigo.

– Lo siento, pero ¿dónde estás?

– Fuera de tu despacho.

Alex sale corriendo de él y la ve allí, sentada en la sala de espera, en un sofá de colores, con su chaqueta azul y las zapatillas Adidas de media caña, y sus piernas, y la carpeta con los dibujos de la campaña de LaLuna… En un instante tiene la impresión de haber vuelto atrás en el tiempo y le parece imposible que Niki ya no forme parte de su vida. Lo nota particularmente cuando se detiene delante del sofá. ¿Dónde estás, Niki? ¿Qué ha sido de nuestra vida? ¿Por qué? Siente una especie de vértigo al pensar en lo absurdo que es todo lo ocurrido. Pero justo en ese momento se abre la puerta de la sala de reuniones.

– Alex, te estábamos esperando. ¡Ven! -Leonardo le sale al encuentro corriendo y lo coge del brazo. Después, casi a rastras, compone la mejor de sus sonrisas-. ¡Aquí está mi número uno: Alessandro Belli! -y lo hace entrar.

En la sala de reuniones lo recibe un grupo alegre de publicistas, redactores, creativos, productores, contables, el presidente e incluso el administrador de la empresa.

– «¡Felicidades!» «¡Muy bueno!» «¡Excelente!»…

Lo reciben con esos adjetivos para celebrar su éxito. Alex los mira aturdido, gira lentamente la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Los conoce a todos de sus numerosos años de trabajo, desde sus inicios en el nivel más bajo, su porvenir hecho de cargas, de mejoras, de tenacidad, de aplicación, de ingenio, de pequeñas metas, de enormes esfuerzos, de infinitas carreras, de horas interminables y de grandes éxitos. Y, sin embargo, cambiaría de buena gana todo eso y a toda esa gente por una sola persona. ¿Dónde estás, Niki? ¿Qué supone un éxito cuando no tienes a tu lado a una persona con quien compartirlo, la única que amas?

– ¡Ha tenido un éxito increíble en Estados Unidos! -Leonardo le rodea los hombros con el brazo devolviéndolo a la realidad-. Habéis acertado en todo… Les ha gustado hasta el eslogan.

Al volverse ve a Raffaella, tan guapa como siempre, más aún, elegante, circunspecta, silenciosa, perfecta tanto en las maneras como en el sentido de la oportunidad, que le sonríe desde lejos y le guiña un ojo con simpatía, sin malicia, y a continuación lo señala como diciendo: «Eres tú, todo esto te lo debemos a ti, este momento de gloria es cosa tuya.» Y Alex esboza una sonrisa, aturdido por todas esas palabras.

– Ponlo en marcha, venga.

En la sala reina un silencio casi reliGiòso cuando la pantalla motorizada desciende desde lo alto. Alex apenas puede detenerse, ya que en un instante lo envuelven las imágenes de su película. Animales corriendo, un león, un guepardo, una pantera, un antílope que salta, una gacela capturada al vuelo por las garras de un jaguar y, al fondo, unas manos oscuras que aporrean continuamente un tambor de piel. Tum-tum-tum. Tum-tum-tum. Las imágenes prosiguen y poco a poco se difuminan. Después aparece la palabra «Instinto», que emerge del fondo con una música cada vez más fuerte. Un primer plano de la boca de una pantera que se abre liberando un rugido. Después, «Amor»: un león y una leona copulando salvajemente mientras se muerden en el cuello, poco menos que despedazándose de pasión. Y de nuevo varios antflopes cada vez más veloces, centenares, que escapan, corren, saltan y casi atraviesan la pantalla: es el momento de la palabra «Motor», que va de inmediato seguida de un coche negro que aparece como un rayo en primerísimo plano y a continuación dobla una curva y se detiene. Una pantera pasa por su lado, lo mira, restriega su costado contra él y luego se aleja mientras aparece el nombre del coche y su eslogan: «Instinto, amor, motor.» Cuando se encienden las luces, todos aplauden entusiasmados. Alex está sorprendido, se diría que desconcertado.

– ¡Genial, muy bien!

Todos siguen aplaudiéndolo, de vez en cuando le dan unas palmaditas en la espalda.

– ¡Buenísimo! ¡Felicidades, la campaña es magnífica, la mejor que he visto en mi vida sobre un coche!

Alex sonríe sin acabar de creérselo. ¿Cómo puedo haber hecho todo eso? He usado el eslogan de mi vida, de mi filosofía, mi corriente de pensamiento, para un coche, para un pedazo de hierro que, algún día, me sobrevivirá fríamente, que no piensa, que no razona, que no sufre ni se alegra. «Amor… motor.» ¿Hasta ese punto he llegado? No es posible. Sonriente, saluda todavía a varias personas, después abandona la sala y corre hacia su despacho. Se encierra en él y empieza a rebuscar entre los folios, entre las carpetas, bajo los diseños, bajo los diferentes tipos de letras que ha considerado, elegido, valorado. Hasta que la encuentra. «Amor… motor.» Es su caligrafía. ¡Lo he hecho yo! Un poco más abajo encuentra otro folio lleno de signos de interrogación, otro con un corazón y varias letras escritas, siempre las mismas: A y N. Eso es. Debía de estar borracho, debía de haber bebido, ¿cuándo fue? Cuando estuve mal. Hace ya semanas que estoy mal. Me he sumergido en el trabajo y también en él he organizado un buen lío. Se lleva las manos a la cabeza… Pero ¿cómo es posible? Justo en ese momento llaman a la puerta. Alex alza la mirada.

– ¡Adelante!

Es Raffaella.

– ¡Hola! ¿Cómo va? ¿Has visto qué éxito?

– No… ¡Lo que he visto ha sido otra cosa! -Alex le muestra furioso las palabras «amor, motor»-. ¿Esto lo elegiste tú?

– No, Alex. Jamás me habría permitido hacer una cosa semejante. Lo dejaste sobre la mesa. Después, la noche en que debíamos ultimar la película te fuiste a casa porque… No estabas, lo que se dice, demasiado bien…

Él la mira y recuerda. Se refiere al día en que él se emborrachó y ella lo acompañó a casa en taxi. Lo ayudó a entrar y luego se marchó… Fue muy amable porque, sobre todo, en los días sucesivos no se lo recordó, hizo como si nada, y no le dijo una palabra a nadie. Alex baja el folio. Raffaella le sonríe. Se da cuenta de que él acaba de hacer memoria.

– Después Leonardo me dijo que te había llamado a casa y que tú mismo le habías dictado la frase del eslogan: «¡Instinto…, amor, motor!» -Raffaella vuelve a sonreír-. Es preciosa. Puede que no te des cuenta, pero tú sólo sabes hacer cosas preciosas -y tras decir esas palabras con voz trémula, sale de la habitación.

Alex sacude la cabeza y da un puñetazo sobre la mesa, después se arrellana en el sillón. Sólo me faltaba esto. La he humillado. Lo ha hecho todo ella, la película, la elección de la música…, el montaje, el ritmo, las escenas de animales del National Geographic, el primer plano de la pantera e incluso el del coche. Instinto y yo…, yo encontré el eslogan. ¡Pero qué digo, no lo encontré! Usé uno que ya existía. ¡Incluso he copiado! De mí mismo…, ¡pero he copiado! Y encima me he enfadado. Soy un desastre… Bueno, de una manera u otra tendré que resarcirla, en el fondo el éxito es más suyo que mío y todos me han felicitado a mí… En ese momento oye un bip en su móvil. Un sms. Saca el teléfono del bolsillo casi sin pensar. ¿Quién será ahora? ¿Otro agradecimiento? ¿Uno de sus colegas, un publicista, un redactor, Leonardo que quiere invitarme a comer…? Esperemos que no. Hoy no tengo hambre. Cuando abre el mensaje y ve el nombre, la habitación empieza a darle vueltas, el techo parece caer, las paredes tiemblan, la tierra tiembla, un remolino repentino, un terremoto emotivo.

Niki. Vuelve a mirar bien el mensaje. Aleja el aparato de su cara. Sí. Niki. Es ella. Y se queda paralizado, en vilo, al borde de un precipicio, de una sima, frente al abismo de un volcán en erupción…, ¿o tal vez está a orillas de un paraíso? ¿Qué habrá escrito en ese mensaje? ¿Será de nuevo feliz o ya no tiene derecho a esperar eso? De inmediato, un sinfín de suposiciones, de frases que Alex imagina que encontrará al abrir el mensaje.

«Perdona, pero estoy con otro.» No, te lo ruego, no me digas que es eso. Otra, en cierto modo, aún más dolorosa: «Perdona, pero ya no te quiero.» Otra, aún peor: «Perdona, pero nunca te he querido.» A continuación, una leve mejora: «Perdona, pero pienso en ti.» «Perdona, pero todavía estoy indecisa.» «Perdona, pero he reflexionado.» Todavía mejor: «Perdona, pero me gustaría que volviéramos.» «Perdona, pero… quiero casarme contigo.» Sí. Quizá. Mira fijamente por unos minutos el sobre cerrado. Sólo ella sabe lo que contiene. Ella, que lo ha escrito. Sigue escrutando ese mensaje. Antes de abrirlo puedo imaginar cualquier cosa, después sólo tendré la certeza de lo que encuentre. Podría borrarlo sin leerlo, pasar el resto de mi vida imaginando lo que podría haber encontrado. Pero luego comprende que no puede ser, que la vida hay que vivirla hasta el fondo. En una ocasión, uno de sus amigos, ahora no consigue recordar quién, le dijo: «Hay que apurar la copa cuando es amarga, sólo entonces puedes sobreponerte.» Cierra los ojos por unos instantes, respira profundamente, vuelve a abrirlos y pulsa la tecla para leerlo.

Contempla las palabras en silencio. Las relee varias veces. Después decide responder. Pero precisamente en ese momento llaman de nuevo a la puerta.

– ¿Se puede? -Leonardo entra sin aguardar respuesta-. ¡Te he traído un café y un cruasán! Para celebrar con dulzura tu éxito personal…

No le da tiempo a acabar la frase. Alex se levanta del sillón, coge la chaqueta, a continuación la bolsa y abandona el despacho a toda velocidad.

– No… Perdona…

– Alex… Pero tu éxito…, en un día como éste todos quieren hablar contigo…

Alex entra en el ascensor. Sin responderle aprieta el botón del «0». Las puertas se cierran delante de él. Leonardo todavía dice algo, pero Alex no lo ve, no lo oye. Para él sólo cuentan las palabras de ese mensaje: «Alex, me gustaría hablar contigo. Estoy en Villa Glori. ¿Te apetece pasar por aquí?» Su respuesta ha sido muy clara: «Sí.»

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