Un viento ligero agita las hojas de los grandes árboles. Otras, las que se han caído ya, convierten ese gran prado verde en una abigarrada alfombra. Algunas personas suben la cuesta que lleva a la cruz de los caídos. Otros, menos holgazanes, corren por el camino que rodea las atracciones y las estructuras arquitectónicas que un fantasioso escultor puso en su día allí.
Alex camina de prisa. Desde que ha salido del despacho sólo ha pensado en ese mensaje. «¿Te apetece pasar por aquí?» Como si fuese algo normal, como si entre ellos no hubiera ocurrido nada, como si uno de los dos hubiera estado de vacaciones durante un breve período de tiempo, o trabajando en el extranjero… Y, sin embargo, la llamó en alguna ocasión, le mandó varios mensajes en los que le decía que tenía ganas de verla, de entender, de hablar, de aclarar las cosas, de charlar un poco para poder mirarla a los ojos. Para poder enfrentarse a su mirada. Alex estaba seguro de que así podría comprender. Le habría bastado un silencio, un tiempo lo suficientemente largo, para descubrir la verdad en sus ojos. Si los hubiera bajado, si hubiera mirado hacia otra parte, si se hubieran mostrado huidizos o nerviosos, habría despejado todas sus dudas. Habría sabido que se había acabado. De manera que ahora camina cuesta arriba, por ese lugar donde se han visto mil veces, donde se han reído y bromeado, por donde han paseado cogidos de la mano. Hasta han hecho jogging juntos. Alex sonríe. Cuando corrían tenía que frenar el paso para no dejarla atrás, para oír cómo resoplaba de vez en cuando como si estuviera dándose ánimos a sí misma. La ayudó, le enseñó a hacer estiramientos, a correr sobre la punta de los pies, a subir de espaldas una cuesta escarpada para trabajar al máximo las nalgas, por las que tanto se preocupaban las mujeres, y por otros motivos, también los hombres. ¿Y ahora? Alex camina jadeando, nervioso y con una sonrisa tensa en los labios. También el parque ha cambiado. Casi parece cosa de otros tiempos. De un momento diferente de mi vida. Algo que en apariencia sucedió hace muchos años, que ya no existe, que se ha perdido lejos, en el tiempo del que se ocupa con celo un extraño, y ya, obtuso recuerdo, además de confuso. Alex llega a la explanada y empieza a dar la vuelta al recorrido. Mira a derecha e izquierda los campos que rodean el camino. Aquí y allá, varias personas pasean con las manos metidas en los bolsillos y un cigarrillo en la boca, mientras un perro suelto corretea por todas partes a la espera de que aparezca un animal cualquiera. Algunos chicos adelantan a Alex, quizá con el objetivo de batir un récord personal. Dos chicas pasan por su lado. También ellas están haciendo jogging. La primera, la rubia, tiene unos grandes senos que se balancean y rebotan al ritmo de su paso; la otra, más delgada y bajita, tiene el pecho más pequeño y su cabellera oscura salta sobre sus hombros. Charlan mientras corren, respiran como es debido y mantienen un buen ritmo. Cuando pasan junto a Alex las dos se vuelven para mirarlo por un instante. Después, nada más alejarse un poco, la rubia dice algo y la morena se vuelve de nuevo para mirarlo. A continuación asiente con la cabeza y le contesta a su amiga. Las dos se echan a reír y, alegres y deportivas, desaparecen al doblar la curva. Pera, como suele sucederles a los que sufren por amor, Alex no se percata de nada de todo eso. Busca a lo lejos, entre los árboles, por las pequeñas explanadas, en los breves espacios verdes que hay entre una estructura y otra, hasta que la ve. Ahí está. Camina con un abrigo azul oscuro, moderno, un poco vintage, un abrigo militar. ¿Dónde se lo compró? Ah, sí. En el Governo Vecchio, poco antes de llegar a la piazza Navona, en una pequeña tienda de segunda mano. Lo compraron juntos una noche que paseaban por esa zona. Niki casi hizo enloquecer al propietario de la tienda. Se lo probó todo, y cada prenda fue una ocasión para desfilar cómicamente en su honor. Alex lo recuerda como si fuese ayer. Estaba sentado en un viejo sillón de piel admirando a su modelo preferida, la protagonista de la campaña publicitaria de su vida. Amor motor. La misma que a diario le daba fuerzas para ser feliz, para sonreír a la lluvia, para celebrar el sol y todo cuanto sucedía sobre la tierra… A saber lo que dirá Niki cuando vea ese eslogan, que, prácticamente, ha sido acuñado a partir de nuestra historia. Alex enfila un atajo y se dirige hacia ella. Niki camina con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros, pateando de vez en cuando alguna cosa. Mira el suelo con la cabeza gacha y a veces la sacude como si no estuviera de acuerdo con alguien, como si estuviera discutiendo por teléfono… De hecho, ahora que está más cerca, Alex ve que tiene un auricular pegado a la oreja. ¿Con quién estará hablando? Lo invaden unos celos absurdos. ¿Qué estará diciendo? ¿Se reirá? ¿Pronunciará palabras de amor, tiernas, ocurrentes, pasionales, frases románticas? Ese repentino alud de sentimientos lo confunde hasta tal punto que siente deseos de echar a correr, de marcharse y de escapar lo más lejos posible. Después la mira mejor y se da cuenta de que en la otra oreja también lleva un auricular. Uf… Exhala un suspiro de alivio. Por eso mueve la cabeza, está bailando al ritmo de una canción. Niki debe de haber advertido su presencia, sin verlo, porque alza la cabeza. Su mirada es delicada. Alex reconoce de inmediato esos ojos. Han llorado mucho. Han sufrido. Están cansados, agotados, y necesitan hablar. Nota un retortijón en el estómago. Niki… Te lo ruego, no digas nada. Ella esboza una sonrisa leve, empañada, débil, y se quita los auriculares.
– Hola… Estaba escuchando a James Morrison. ¿Cómo estás?
¿Que cómo estoy?, piensa Alex. ¿Cómo se supone que debería estar? Como un hombre acabado, destruido, sin una razón para vivir, sin motivos… Pero decide no mostrarle ese estado de ánimo, facilitarle la vida, ayudarla a dar un paso, en caso de que quiera, y animarla a hablar.
– Bien… -Alex sonríe-. Ahora estoy bien, mejor…
Tenía que decir algo, de otra forma no habría resultado creíble. Habría sospechado algo, no le habría permitido decir serenamente lo que piensa a un hombre maduro en lugar de a un chico frágil, afligido, hecho trizas, despedazado por el amor, por los celos, por las dudas, por las inseguridades, por las películas que uno se monta en la cabeza cuando no sabe, cuando ya no lo resiste más, cuando, exhausto, dejando a un lado el orgullo y coge el teléfono, llama a su amada y encuentra su móvil apagado a una hora en que no debería ser así y durante demasiado tiempo. Pero Alex sonríe y en un instante es como si se hubiesen cancelado todos esos minutos, esos días y esas semanas de los que ya ha perdido la cuenta. Ánimo, tengo que mantener el ánimo, se repite una y otra vez en su fuero interno. Aprieta los dientes, Venga, disimula, adelante, que se vea la rabia, la voluntad y la resistencia. Y a continuación la frase más dolorosa, más estúpida e inútil, pero a la vez tan necesaria para poder entablar una conversación:
– ¿Qué me cuentas?
Niki baja de inmediato los ojos tratando de hacer acopio de todas sus fuerzas para decírselo todo, para contárselo todo con detalle, sin dejarse nada en el tintero.
– ¿Sabes? Creo que nos precipitamos… Quizá todavía no había llegado el momento, tal vez aún necesitaba vivir mi libertad… -A medida que va hablando se da cuenta de que no le está contando toda la verdad, de que en parte le está mintiendo, porque no lo menciona a él-. Además, tus hermanas…, tener que elegir todas esas cosas…
En ese momento sus miradas se cruzan. Sigue un silencio demasiado largo. Después ambos desvían la vista hacia otro lado y la bajan. Alex siente que el corazón le da un vuelco y lo comprende de inmediato. Es como había imaginado. Le gustaría escapar muy lejos, solo, volver a ese faro rodeado por el mar, envuelto en el silencio. Solo. Solo. En cambio, permanece allí y siguen hablando de sus cosas, de todo y de nada, imaginando cómo sería con una mayor libertad.
– Pospongamos la boda; quizá podamos casarnos más adelante… O tal vez nunca.
– ¿Qué?
Niki parece casi sorprendida, desconcertada de oírlo hablar así, pero de repente se da cuenta. Alex está cansado, tenso, agotado. Es uno de esos momentos en los que uno haría de todo por amor, incluso más, en los que uno se arrastraría por el suelo, unos momentos que nunca se olvidan cuando los has vivido, y que cuando al cabo del tiempo te vienen a la mente te hacen avergonzarte de haberte humillado hasta ese punto. Esos momentos no se confiesan a nadie, ni siquiera a los mejores amigos. Te pertenecen en exclusiva, y al recordarlos te das cuenta de hasta qué punto has llegado a amar.
– Sólo sé que no me siento preparada.
Niki no añade nada más. No quiere decir nada más. En parte porque no sabe qué decir. Después de haber oído hablar a Alex vuelve a sentirse confundida. Ha acudido a la cita para contarle que está saliendo con un chico y, sin embargo, no le ha dicho ni una palabra. Nada. Quizá es importante que Alex lo sepa, podría ayudarlo a superar ese momento. Es ella la que admite la presencia de otra persona en su vida. Pero ¿existe de verdad esa presencia? En realidad no ha vuelto a suceder nada porque ella todavía no está segura, está asustada, está mal, llora a menudo, le gustaría ser muy feliz y, en cambio, no lo consigue. No es justo. No es posible. ¿Por qué me tiene que ocurrir esto precisamente a mí? Niki se desespera. En silencio, se debate en su dolor.
Alex se da cuenta.
– Niki, ¿qué pasa? ¿Puedo hacer algo por ti? Te lo ruego, dímelo, me encantaría poder ayudarte, me siento culpable del estado en que te veo, de lo que estás experimentando… Tengo la impresión de que todo es por mi culpa, porque yo, con mis veinte años de diferencia, te he obligado a quemar etapas, es como si tú te hubieras visto forzada de repente a dar un salto hacia adelante, a hacer a un lado todo lo que, justamente, debes vivir…
Niki exhala un suspiro. Le encantaría poder explicarle lo que siente, decirle que no es culpa suya o, al menos, no sólo suya, que ella es una tonta, una niña, una insensible que no ha sabido vivir por su cuenta, reflexionar, esperar y decidir antes de dar un paso como ése. Y ahora sólo se siente confundida y cansada. Alex vuelve a ver esa mirada algo triste, remota, como ofuscada. Todo lo que Niki no era antes. De manera que, sufriendo por esa sonrisa que ya no encuentra, intenta distraerla.
– No me has dicho nada… Te mandé un DVD con un vídeo que hice para ti…, contigo… ¿Lo viste?
Niki recuerda esa maravillosa película, aunque, sobre todo, el momento en que la vio. La noche en que besó a Guido. Alex sigue hablando:
– ¿Sabes? Quise poner She is the One porque la considero nuestra canción… Cuando chocamos…
Cuando la mira a los ojos, sin embargo, se percata de que ella está llorando. En silencio, lentamente, las lágrimas caen una detrás de otra sin detenerse. Y Alex no entiende, no sabe qué decir, está completamente desconcertado.
– Amor mío…, ¿qué pasa?… ¿Es por la película? No debería haberla mandado, pero ya lo había hecho cuando recibí tu carta, no lo hice para reconquistarte; tírala si no te gusta, no es tan importante…
Alex se acerca a ella e intenta abrazarla, le gustaría estrecharla entre sus brazos, transmitirle todo el amor que siente por ella, hacerle sonreír, hacerle sentirse de nuevo feliz, como siempre, más que nunca, ella, su Niki.
Pero Niki lo rechaza, se aparta.
– No, Alex… -Sigue llorando y sólo consigue decir-: Perdóname, no debería haberte buscado.
Y a continuación se aleja corriendo, escapa por el prado, el mismo lugar donde se amaron tanto, donde se abrazaron rodando entre las flores en un día de sol, cubriéndose de besos en una tarde primaveral. Y, en cambio, ahora escapa sin decir nada más, así, sin una verdadera razón, y a Alex le viene a la mente una canción de Battisti. Sin una razón, sin pies ni cabeza, asile parece su vida. ¿Cómo eran esas palabras? «Una sonrisa y he visto mi final en tu cara, nuestro amor evaporándose en el viento… Recuerdo. Morí en un instante.» Alex sigue mirando en esa dirección. Niki ya no está. Allí ya no hay nada. No es posible. Le parece estar inmerso en una pesadilla, en una dimensión absurda, en un mundo paralelo. Y ve gente corriendo, niños riéndose, personas hablando, enamorados besándose, esas dos chicas que pasan de nuevo por su lado, esta vez más cansadas, pero que lo miran tan risueñas como antes. No es posible. ¿Por qué? Deteneos también vosotros, os lo ruego. Echa a andar. Le vienen a la mente otros versos de esa misma canción. «Un ángel caído en vuelo, eso eres ahora en mis sueños…» ¿Eso eres para mí ahora, Niki? ¿Un ángel caído en vuelo? Y aún varias palabras más: «Cómo te querría… Cómo te querría…» Y, por último: «De repente me preguntaste quién era él… Una sonrisa y vi mi final en tu cara, nuestro amor evaporándose en el viento…» De eso hablaba esa canción. Ahora está claro. De un engaño.