Noche ciudadana. Noche de personas que se adormecen y de otras que no lo consiguen. Noche de pensamientos ligeros que mecen el sueño. Noche de miedos y de incertidumbres que lo hacen desaparecer. «Noche de pensamientos y de amores para abrir estos brazos a nuevos mundos», como canta Michele Zarrillo.
Un poco más tarde, Niki, divertida y satisfecha, se mete en la cama y manda un sms a Alex: «Hola, amor mío, acabo de volver a casa y me voy a la cama. Te echo de menos.»
Alex sonríe al leerlo y le contesta: «Yo también te echo de menos… Siempre. Eres mi sol nocturno, mi luna de día, mi mejor sonrisa. Te quiero.»
Y todo parece sereno. Una ligera brisa nocturna, alguna que otra nube parece deslizarse sobre esa alfombra azul. Y, sin embargo, la noche no es en modo alguno tranquila.
Más lejos. En otra casa. Alguien no consigue conciliar el sueño.
Enrico camina arriba y abajo por la sala, después entra sigilosamente en el dormitorio de la niña, la mira preocupado en la penumbra, una cara menuda oculta por una sábana, una respiración ligera, tan ligera que Enrico debe acercarse a ella para poder oírla. Y respira Profundamente, su fragancia delicada, su olor a recién nacido, esa frescura, el encanto que transmiten esas manos tan minúsculas, tan Ciertas, abiertas, aferradas al pequeño almohadón, a su nuevo y personalísimo nuevo mundo, y después, dulcemente, otra vez cerradas, pero expresando en todo momento una serenidad increíble. Enrico inspira profundamente y a continuación sale del cuarto dejando un pequeño resquicio de luz. Reforzado, revigorizado por su criatura, que es sólo suya, el milagro de la vida. Por un instante su mente se desplaza a toda velocidad a través de los mares, las montañas, otros países, ríos, lagos, y de nuevo la tierra para llegar allí, a esa playa. Y se imagina a Camilla caminando bajo la luz del sol por esa arena, a orillas del mar, con un pareo atado a la cintura, riéndose, bromeando y charlando con el tipo que la acompaña. Pero sólo la ve a ella, nada más, su sonrisa, sus carcajadas, sus bonitos dientes blancos, su piel ya ligeramente morena, y siente que casi se acerca a ella, que la acaricia y que hacen el amor por última vez. Como si fuese Denzel Washington en Déjà vu con aquella guapísima mujer de color. Luego Enrico la ve entrar en el bungalow y él se queda fuera. Solo, abandonado, intruso, fuera de lugar, indeseado, de más. Mientras tanto, otro entra en su lugar, sonriendo, y cierra la puerta. Y él debe limitarse a mirar desde lejos, a imaginar, y sufre al recordar el deseo, la pasión, el sabor de sus besos, la excitación que sentía cuando la desnudaba, sus vestidos elegantes, su modo de agitar el pelo, de quitarse las medias, de echarse sobre la cama, de acariciarse… Y el sufrimiento se hace enorme y se transforma en rabia, y nota en silencio sus ojos empañados y un vacío enorme en su interior. Sufre, pero antes de que caiga la primera lágrima, se acerca al ordenador. Y la calma vuelve lentamente, de forma difusa, como esa luz que ilumina la pantalla. Inspira profundamente. Otra vez. De nuevo. Y el dolor se aplaca poco a poco. Un pensamiento ligero que se aleja como una gaviota volando a ras de las olas mal-divas. Siente una amarga certeza: creces, experimentas, aprendes, crees saber cómo funcionan las cosas, estás convencido de haber encontrado la clave que te permitirá entender y enfrentarte a todo. Pero después, cuando menos te lo esperas, cuando el equilibrio parece perfecto, cuando crees haber dado todas las respuestas o, al menos, la mayor parte de ellas, surge una nueva adivinanza. Y no sabes qué responder. Te pilla por sorpresa. Lo único que consigues entender es que el amor no te pertenece, que es ese mágico momento en que dos personas deciden a la vez vivir, saborear a fondo las cosas, soñando, cantando en el alma, sintiéndose ligeras y únicas. Sin posibilidad de razonar demasiado. Hasta que ambas lo deseen. Hasta que una de las dos se marche. Y no habrá manera, hechos o palabras que puedan hacer entrar en razón al otro. Porque el amor no responde a razones… Enrico mira a la persona que ya no está ahí. Ahora sólo puede admirar a esa gaviota. Roza el agua, las olas, y da la impresión de que, cuando planea sobre el mar, escribe la palabra «fin».
Enrico exhala un último suspiro, entra en Google, teclea esa palabra y después hace clic en «buscar». En la pantalla aparece de improviso la única y auténtica solución posible a ese momento: canguro.
Olly acaba de lavar los platos en los que han comido la tarta sus amigas las Olas. Los mete en la pila y deja correr el agua. Recoge las cuatro cucharillas y las mete en un vaso; después vuelve a la sala a recuperar los restos de la tarta. Qué risa, se la han comido cortándola justo por la mitad, de forma que el significado de la frase que había escrita encima ha cambiado. ¿Será una broma del destino o el desesperado intento de las Olas por hacer un poco de dieta? El hecho es que el «sin» ha desaparecido, y Olly mete la tarta en la nevera experimentando un extraño presentimiento, casi una amenaza, el peligro que sugieren las letras que sobresalen en medio de toda esa dulzura dejando un pensamiento amargo: «En prácticas… riesgos!»
Son las dos de la madrugada. Pietro sale sigilosamente del portal. Intenta ocultar su cara, como si se tratara de un ladrón que acaba de desvalijar un piso. Aunque, en realidad, son dos los que han dado el golpe después de reconocer que no son capaces de vivir exclusivamente con lo que tienen. Quieren más, quieren algo distinto. Quieren 'o que no tienen y se lo roban el uno al otro.
Pietro entra en el coche, lo pone en marcha y arranca a toda velocidad en medio de la noche. Da la impresión de que ahora se siente casi satisfecho, exhala un largo suspiro. También esta vez las cosas han salido rodadas, piensa, como si se tratara de un extraño campeonato, un torneo ridículo donde el primero y el último son una única persona, dado que en la competición sólo participa ella y, por tanto, no se enfrenta a nadie.
Erica entra a hurtadillas en su casa. Contempla la sala. Mierda, lo que me faltaba. Siempre sucede lo mismo. Mi padre ha vuelto a dormirse delante de la televisión. Pasa por delante de él tratando de hacer el menor ruido posible y se dirige hacia el dormitorio, pero después cambia de opinión y regresa a la sala.
Es irremediable, la curiosidad supera al riesgo. Se acerca a la agenda que hay sobre la mesita, justo en la esquina más próxima al sofá donde duerme su padre. Veamos quién me ha llamado. Casi lo susurra para sus adentros: «Para Erica: Silvio, Giorgio y Dario.» Qué coñazo… Ninguno de los que me interesan.
Rrrrr. El fuerte ruido la sobresalta. Su padre ha emitido una especie de ronquido repentino, un gruñido nocturno; en fin, que le ha dado un buen susto. Erica alza el brazo al cielo como si pretendiese mandarlo a hacer puñetas, pero después sonríe, escucha su corazón con la mano apoyada en su pecho y nota que late a toda velocidad. Sacude la cabeza y se encamina hacia su dormitorio. No puede apagar la tele porque la última vez que lo hizo su padre se despertó de golpe, estuvo a punto de darle un patatús, y se levantó del sofá de un salto. El repentino silencio que se produjo al apagar el televisor había sido como un ruido absurdo para alguien que dormía a pierna suelta en medio de todo aquel estruendo.
Erica cierra la puerta de la sala, ahora avanza más rápidamente por el pasillo, dado que su madre duerme profundamente, entra en su cuarto y se desnuda en un tiempo récord. Camiseta, zapatos, pantalones cortos y cinturón. Es una hacha. Conseguiría desprenderse de cualquier cosa en la oscuridad, incluso aunque estuviera llena de botones. Lo arroja todo sobre el sillón. A oscuras, sin embargo, la puntería no puede ser muy buena, de manera que la camiseta acaba en el suelo. Lo notará a la mañana siguiente. Lo importante es que le dé tiempo de colocarlo todo en su sitio antes de que alguien entre en la habitación. Va en seguida al cuarto de baño, se lava los dientes, se pasa el cepillo por el pelo, se enjuaga la cara rápidamente y se pone el pijama.
Antes de meterse en la cama coge el móvil para cargarlo. No tiene ningún mensaje. Ningún sobrecito parpadeante. Ninguna novedad. Uf. Escribe a toda velocidad: «¿Estás ahí?» Y se lo manda a Giò. Espera un minuto. Dos. Al final se encoge de hombros. Da igual, se habrá dormido ya. Después Erica sonríe. Quizá esté soñando conmigo. Y con esa última idea en la cabeza, llena de confianza, se desliza bajo las sábanas y se adormece feliz. No piensa que cuando has dejado de querer a una persona no debes mantenerla ligada a ti por el mero hecho de que te da seguridad y te hace sentir importante. El coste de la independencia es la libertad, y ésta sólo puede ser total cuando uno es honesto consigo mismo y con las personas a las que ha amado.
Alex se revuelve inquieto en la cama. Suda ligeramente. Tiene una pesadilla. Se despierta sobresaltado. Mira de inmediato el reloj. Las seis y cuarenta. Bebe un vaso de agua y, por primera vez en mucho tiempo, recuerda el sueño que acaba de tener. Por lo general, los olvida siempre. Esta vez, en cambio, se acuerda de todos los detalles. Está en un tribunal. Todos los abogados van tocados con pelucas blancas y vestidos con largas togas y birretes negros. Cuando se vuelve, de improviso ve que sus abogados defensores no son sino sus amigos Pietro, Enrico y Flavio, mientras que los de la otra parte, los de la acusación, son sus esposas: Susanna, Camilla y Cristina. Tienen la cara empolvada de blanco. El jurado lo componen las amigas de Niki: Olly, Erica y Diletta, con sus respectivos novios, los padres de Niki, ¡y los suyos Propios! Y luego, de repente, oye una voz: «En pie, va a entrar la jueza.» En el centro de la sala, detrás de una gran mesa de madera, hay un sillón enorme de piel donde se sienta ella, la jueza: Niki. Está guapísima, pero parece más mujer, más adulta, da la impresión de que ha crecido. Está serena. Da unos fuertes golpes con el mazo sobre la mesa.
– Silencio. Declaro al imputado… culpable.
Alex se queda petrificado, desconcertado, y se vuelve, mira alrededor, pero todos asienten con un movimiento de cabeza. Él, en cambio, busca una explicación.
– Pero ¿por qué? ¿Qué he hecho?…
– Qué no has hecho… -Pietro le sonríe asintiendo con la cabeza y a continuación le guiña un ojo-. Nosotros te consideramos inocente.
Justo en ese momento se ha despertado.
Alex camina por la casa, son ya las siete y veinte. Reflexiona sobre el sueño sin lograr entenderlo, de manera que se acerca al ordenador. ¿Qué reuniones tenemos hoy? Abre la página de las citas. Ah sí, briefing a las doce, pero no es muy importante, y por la tarde el control de esos diseños… En ese instante, como por arte de magia, se da cuenta de que Niki no ha cerrado su página de Facebook. Lo decide en un instante, en un momento que parece eterno, envuelto en un silencio hechizado, casi suspendido. Sí, siento curiosidad. Quiero saber. De manera que, repentinamente débil, ávido, mezquino, hace clic y, plop, se le abre un mundo. Una serie de chicos de los que nunca ha oído hablar y a quienes no conoce, y todos sus mensajes en el muro.
«¡Eh, guapa! ¿Qué haces?, ¿sales? ¿Cuándo nos vemos? ¿Sabes que eres un auténtico bombón? ¿De verdad tienes novio o es sólo una tapadera?» Giorgio, Giovanni, Francesco y Alfio. Los nombres más absurdos, los comentarios más absurdos y las fotografías aún más absurdas. Unos tipos con gafas de espejo, cadena de oro, camiseta blanca, vaqueros ajustados, cazadora de piel, unos cinturones con unas hebillas enormes y unos músculos prominentes. Otros con el pelo largo y escalonado, con un mechón sobre los ojos, delgados, y con unas camisas ajustadas estilo roquero. Alguno que otro más intelectual, con gafitas y cara anónima. Pero ¿quién es toda esta gente, quiénes son, qué quieren y, sobre todo, qué hacen en el espacio de Niki? Dan miedo, muerden en lugar de cortejar. Alex palidece, vuelve a verse en esa sala con los abogados amigos y enemigos que asienten como antes. Y de repente comprende el sueño. ¡Culpable! Sí, culpable de haberla dejado escapar.