Ciento trece

Un poco más tarde. Viale Ippocrate, 43. Sahara.

– Mira, se hace así… -Guido mete las manos que acaba de lavarse en la comida y empieza a llevársela a la boca-. Los africanos comen así. Esto sí que es verdadera libertad… ¡Comer con las manos! -Sigue cogiendo el arroz con la punta de los dedos y lo mezcla con una óptima carne roja, condimentada con pimienta y especias, y con unas alubias oscuras. Sonríe y la extraña cuchara humana efectúa su recorrido-. ¡Prueba! ¡Prueba tú también!

Niki no se hace de rogar y, tras superar la primera y estúpida vergüenza burguesa, introduce los dedos y empieza a coger el arroz caliente, luego lo moja en la salsa que tiene al lado y se lo lleva a la boca. Está más rico de lo que imaginaba. Quizá sea ese sabor a libertad, esa nueva extravagancia, la ruptura con los usos y las tradiciones. Se lame los dedos, se come el último grano de arroz que se le ha quedado pegado en uno de ellos y acto seguido sonríe como una niña ingenua y sorprendida a la que han pillado en una actitud hambrienta, sensual y salvaje. Se ruboriza, baja la mirada y, cuando vuelve a levantarla, ve que él la está observando con curiosidad, atento a todos los pasos de esta nueva Niki, que no se parece en nada a la de costumbre, que es mucho más adulta, libertina, alegre y amena.

– ¡Está delicioso! De verdad…

Niki se sirve un poco de cerveza y después llena también el vaso de Guido. Beben y se ríen mientras ella sigue comiendo. Luego Guido le prepara una ingera. Echa por encima un poco de zighini condimentados con berbere.

Niki lo prueba.

– ¡Socorro! ¡Pica muchísimo!

– Vamos, ¡qué exagerada eres! -Guido lo prueba a su vez-. ¡Ah! ¡Es cierto! ¡Quema!

Tras beber una buena cantidad de agua y permanecer un rato con la lengua fuera, prueban el pollo saka-saka, el pollo con cacahuetes y, por último, un trozo con dongo-dongo.

– Mmm…, está rico… -A Niki le encanta-. Es delicado… ¡Y, además, no pica!

Se quedan en el restaurante mucho tiempo. Sahmed, el cocinero, sale de vez en cuando y les explica los platos, el tipo de sabores, de dónde viene cada cosa y con qué está hecha.

– No podéis perderos éstas. ¡Es nuestro plato más famoso!

Para terminar comen unos plátanos fritos con patatas dulces y un poco de mandioca hervida, todo ello acompañado de un cuenco de crema de origen francés, al igual que Camille, la mujer que Sahmed conoció en un viaje y que ahora les sonríe desde la ventana de la cocina. Y con una buena copa de Chablis y un pequeño pastel cocinado con aceite de palma concluye su viaje por Etiopía, Somalia y Eritrea, y acto seguido se adentran de nuevo como un rayo en las calles romanas.

Corso Trieste, via Nomentana, viale XXI Aprile y a continuación XXIV Maggio hasta llegar a los Foros Imperiales y, después, todo recto rumbo al Campidoglio y el teatro Marcello, y aún más, hasta llegar a via Locri.

– Chsss…

– ¿Qué ocurre?

– No hagas ruido… -Guido abre lentamente la gran puerta de hierro forjado.

Niki le aprieta el brazo.

– Tengo miedo…

Guido sonríe.

– No pasa nada, pero quiero que lo veas sea como sea…

Entran y avanzan con sigilo en la hierba alta, entre plantas exuberantes, gruesos troncos y frías losas.

– Pero, Guido, ¡estamos en un cementerio!

– Sí, no católico. -Le coge la mano y avanzan en silencio en la oscuridad de la noche entre cruces antiguas, fotografías descoloridas, inscripciones en inglés y breves epitafios-. Aquí está… -Se detienen asombrados y Guido se emociona cuando se la enseña-. Cuando estaba en el instituto y discutía con mi padre, cogía la moto y venía aquí con un libro e incluso una cerveza…, y me tendía al sol… sobre la tumba de Keats.

Niki mira las lápidas con más detenimiento.

– ¿Ves lo que quiso escribir? «Aquí yace un hombre cuyo nombre se escribió en el agua.» Imagínate… -le explica Guido, risueño-. Sus enemigos habían acabado por amargarlo. No obstante, mira cómo le respondió alguien… -Se hace a un lado, se detiene delante de una losa de mármol y lee-: «¡Keats! Si tu querido nombre se escribió en el agua, cada gota cayó del rostro de los que te lloran…» Precioso, ¿verdad? Alguien quiso que se sintiera amado. Quizá un desconocido…, a saber… Lo más extraño es que a veces no nos damos cuenta de hasta qué punto nos quieren las personas que nos rodean, y quizá el autor de estas palabras jamás le dijo nada, tal vez se conocieron por casualidad o de pasada, o puede que ni siquiera se saludaran nunca…

Siguen caminando entre cipreses centenarios, por ese prado verde y fresco, dejando a sus espaldas la pirámide Cestia, de estilo egipcio, que se recorta con su blancura detrás de los muros romanos. Los gatos se mueven veloces en la penumbra, entre las lápidas con inscripciones en todos los idiomas del mundo. Niki y Guido pasan por delante de la tumba de Shelley, el poeta inglés cuyo barco se hundió en el mar, frente a la costa del Tirreno, y cuyo cuerpo, empujado por las olas, apareció en una playa cercana a Viareggio. También están allí el escritor Cario Emilio Gadda y William Story, que está sepultado bajo la escultura L'angelo del dolore, que acabó poco antes de morir.

– Este lugar es mágico… Los protestantes, los judíos y los ortodoxos, los suicidas y los actores no podían ser sepultados en tierra consagrada, de manera que se los enterraba fuera de las murallas. Y de noche. Se dice que la primera persona a la que enterraron aquí fue un estudiante de Oxford, en 1738. Muchos no católicos morían en la ciudad. He leído que este sitio figura en la lista del Fondo Mundial de Monumentos como uno de los cien lugares más amenazados. En la actualidad lo gestiona una comisión de embajadores extranjeros voluntarios que residen en Roma. Pero falta dinero y quizá tengan que cerrarlo… Absurdo, ¿verdad? Mira qué estatua tan bonita…

– Sí, es cierto.

– Piensa, Niki, que aparece en la portada de un disco de una banda de metal finlandesa, los Nightwish…

– Caramba, qué extraño, a saber cómo se les ocurrió una idea semejante. O, mejor dicho, a saber cómo sabes tú todo eso…

Guido sonríe.

– A veces ciertas cosas nos subyugan, atraen nuestra curiosidad, y lo más bonito, en mi opinión, es cuando eso ocurre sin una segunda finalidad…

A Niki le sorprende mucho esa frase, la serenidad con la que Guido la ha dicho, sin énfasis, sin excesiva importancia, con naturalidad, sin una segunda finalidad, precisamente. Y lo mira por primera vez con otros ojos. Camina delante de ella, pero eso no le impide ver su sonrisa, que la luna borda en su perfil, sus rizos un poco rebeldes y sus labios carnosos.

– Aquí está también el célebre actor Renato Salvatori, que protagonizó Pobres pero bellas, una película preciosa. Era un magnífico actor. En una escena se bañan incluso en el Tíber… Imagínate lo limpio que debía de estar por aquel entonces y lo diferente que era esa época.

– Ya lo creo, las películas sólo se rodaban en blanco y negro…

Guido sonríe.

– Sí… -Se detienen delante de una lápida-. «Un paño rojo, como el que llevan anudado al cuello los partisanos y, junto a la tumba, en el terreno calcinado, de un rojo diferente, dos geranios. Allí yaces, señalado con adusta elegancia no católica, en el elenco de los muertos desconocidos…» Las cenizas de Gramsci. Los versos son de Pasolini. Gramsci fue sepultado en este cementerio no católico porque por aquel entonces su cultura se consideraba «diferente» de la dominante… Absurdo, ¿no? -Guido la mira con una intensidad especial-. Si hay algo a lo que nunca renunciaré es a mi libertad.

Permanecen así por unos instantes, envueltos en el silencio de la noche. La luna se ha liberado de las nubes y domina la ciudad con su ojo vigilante, si bien sólo se ve la mitad. Se miran risueños y entre ellos parece surgir un nuevo entendimiento, como si hubiesen decidido dejar de pelear tontamente, deponer las armas y sellar un pacto silencioso con esa simple mirada. De repente, al fondo del cementerio, entre la hierba alta y las cañas mecidas por una ligera brisa nocturna, se divisa una tenue luz. De detrás de un gran ciprés aparece una mujer que avanza lentamente con un vestido largo y una melena blanca y enmarañada que le cubre la cara. Con una mano protege la débil llama de una vela, mientras que a sus pies una multitud de gatos hambrientos la siguen esperanzados. Guido hace detener a Niki, que, asustada, se aferra a su brazo de inmediato.

– ¿Qué sucede?

– Chsss… Mira, mira allí.

– ¿Dónde? -le pregunta ella en voz baja.

– Entre esos árboles. ¿Ves a esa mujer?

– Sí, ¿es una mendiga?

– No, es una mujer enamorada. La primera vez que la vi yo debía de tener unos dieciséis años. Ella había decidido venir a vivir aquí a pesar de que era rica y tenía numerosas propiedades. Cuando su marido la engañó, se volvió loca, perdió el juicio. Ama el amor más que nada en el mundo, de manera que ahora es ella la que se ocupa de. Keats, el único que jamás la ha decepcionado…

– No me lo creo, te lo estás inventando, es una leyenda…

– ¡Te lo juro! «Sin ti no puedo existir. Olvido todo lo que no sea volver a verte: mi vida parece detenerse ahí, no veo más allá. Me has absorbido.» Y todavía hay más: «Tú, novia intacta aún de la quietud, prohijada del silencio y de las lentas horas, selvático rapsoda, que prefieres un cuento florido…». Es de Keats. ¿No crees que una mujer loca de amor pueda haber elegido dedicar su vida entera a un poeta como él? ¿Qué puede haber más hermoso? Ella ha renunciado a las cosas prácticas, a la moda y a sus propiedades inútiles para recuperar aquí el sentimiento, para dedicarse con devoción a la poesía y al amor… Mira…

La mujer acaba de echar en unos platos la comida para los gatos, después se acerca a la tumba de Keats y pone a sus pies una pequeña flor, todavía fresca, y una vela. Lo hace con delicadeza y luego permanece allí, ensimismada, recordando un verso cualquiera, fiel al recuerdo de ese hombre que supo amar el amor. Los gatos la rodean poco a poco, giran en torno a ella, se frotan contra sus piernas, ronronean y levantan la cola. Más que el amor, lo que les hace felices es la comida, y esa sencilla mujer, ya anciana, los acaricia. Luego coge una silla plegable y se sienta delante de la vela, envuelta en su chal y ajena a toda prisa.

Niki aprieta el brazo de Guido.

– Vayámonos, por favor…

– ¿Por qué?

– Me parece un momento tan especial, algo suyo, personal, y a nosotros nadie nos ha invitado.

Guido asiente, y sin pronunciar palabra, igual que llegaron a ese prado verde, sus pasos se deslizan veloces por ese manto que reviste a los difuntos, famosos o no.

Suben de nuevo a la moto y vuelven a cruzar la ciudad, con calma, sin programas, en medio de una noche misteriosa que desaparece de repente como una elegante mujer objeto de la admiración y del deseo de todos en un baile abarrotado de gente. Poco a poco, entre ramas verdes, en la penumbra, ante el fluir del río, entre los ligeros reflejos de una luna escondida, dos cervezas chocan. Cling.

Guido le sonríe a Niki.

– Por lo que quieras… Por tu felicidad.

Ella le devuelve la sonrisa.

– Brindemos también por ti -dice, y bebe un buen trago de su Coronita.

Felicidad. Mi felicidad. ¿En qué consiste mi felicidad? Y poco menos que perdida en esa reflexión, sin límites, sin una realidad sólida, en silencio, da un sorbo tras otro a su cerveza hasta que se detiene. Permanece en silencio escuchando el ruido del Tíber.

Un trozo de madera, quizá la pequeña rama de un árbol, sobresale entre la espuma del agua, arrastrado por la rápida corriente, aparece, desaparece, baila entre las olas, se sumerge, sale de nuevo a flote y, con una repentina pirueta, cual ágil bailarín, prosigue con su danza y desaparece en la silenciosa música del río. Eso es. Así me siento yo. Como ese pedazo de madera en manos de las olas. Niki contempla el agua oscura asustada por la fuerza de la naturaleza, aún más por el momento que está viviendo. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Por qué estoy ahora aquí? Y lo mira. Silencioso. Guido se está bebiendo su cerveza. Después, como si se sintiera observado, se vuelve lentamente y le sonríe.

– ¿Has pedido un deseo?

Niki asiente con la cabeza. A continuación baja la mirada. Él se acerca aún más a ella y se sienta a su lado. Se quita la cazadora y se la pone sobre los hombros.

– Ten. He visto que temblabas un poco. Hace frío. Es la humedad del río.

Niki alza la mirada y sus ojos se encuentran con los de él.

– Gracias.

Permanecen en silencio, sin sentirse cohibidos. Apurando sus cervezas.

– Eh, se me ha ocurrido una idea -Guido le sonríe en la penumbra.

– Dime…

– Es algo bonito. Metamos una nota en la botella y lancémosla al río, destinada al que lo encuentre, ¿te parece? Como en esa película… Mensaje en una botella, de Kevin Costner y Robín Wright Penn…

Esta vez es ella la que lo sorprende. Ella, a la que le encantó esa larga carta y que se la aprendió de memoria para no olvidarla jamás. Ella, que ahora se relaja, cierra los ojos y declama:

– «A todos los que aman, han amado y amarán. A los barcos que navegan y a los puertos de escala, a mi familia, a todos mis amigos y a los desconocidos: esto es un mensaje y un ruego. El mensaje es que mis viajes me han enseñado una gran verdad: yo he tenido ya lo que todos buscan y sólo unos pocos encuentran, la única persona de este mundo que estaba destinada a amar para siempre. Una persona rica de sencillos tesoros, que se hizo a sí misma y que aprendió por su cuenta. Un puerto en el que me siento en casa para siempre y que ningún viento o dificultad lograrán destruir jamás. El ruego es que todo el mundo pueda conocer esa clase de amor y que éste los sane. Si mi ruego es escuchado se desvanecerán para siempre todos los lamentos y las culpas, y se acabarán todos los rencores…»

– Sí -Guido está boquiabierto-. ¡Te acuerdas de todo! Sí, decía precisamente eso.

Niki no se lo puede creer. Es su película favorita. La ha visto infinidad de veces, el amor que sobrevive a la desaparición de ella… El amor más allá de la muerte. Eros y Tánatos. Y el hecho de que Guido haya mencionado justo esa película le hace sentir una punzada. Lo escruta y ve que ha arrancado una hoja de su Moleskine y está escribiendo algo. Observa su perfil, sus labios, sus rasgos firmes. ¿Es un muchacho? ¿Es un hombre? Su cuerpo robusto, tranquilo, protegido del viento de la noche por un suéter ligero. Su cintura estrecha. Sus piernas largas. Y, además, esa sonrisa.

– Ya está, ya lo he escrito. Te lo leo: «A ti, que me has encontrado… Te grito amor, que tú puedas amar con una locura rebelde, con una pasión insana, que estas palabras sean para ti el comienzo de una temeraria felicidad…»

Niki guarda silencio, impresionada por la belleza de esas frases, por su importancia, por la increíble sintonía con lo que ella misma está experimentando. Siente algo nuevo. Tiene la impresión de haber superado un obstáculo, de haber rasgado un velo, de haber descubierto algo al doblar una esquina. Como esa canción que irrumpe repentina, que rompe el silencio y te turba. Y él está ahí. Guido. El mismo del primer día, el del desafío continuo, el de las ocurrencias fáciles, el de la respuesta siempre a punto. En ciertas ocasiones inoportuno, en otras no. De repente se siente muy cerca de él, en perfecta armonía. Como si estuviesen tocando juntos una canción que los demás no Pudieran oír. Y nadie se lo habría imaginado. Ni siquiera Niki.

– Son unas palabras preciosas.

– Me alegro de que te gusten. Ten, coge este folio y el bolígrafo: escribe una tú también.

– No… No me apetece.

– Venga. Es un juego, quizá le resulte útil a la persona que encuentre la botella, quizá la ayude a reflexionar sobre el momento que está viviendo…

Niki piensa por un instante. Guido la observa. Se miran fuga mente. Después, él ladea la cabeza.

– ¿Y bien?

Niki acepta al fin, conquistada por ese extraño juego.

– Dame el folio.

Guido se lo pasa risueño.

– Bien. Me alegro… -La contempla mientras ella busca inspiración en el cielo. Niki lo nota-. Venga, no me mires tanto, que así no se me ocurre nada.

– Vale. En ese caso lanzaré mi botella mientras escribes.

Encuentra un trozo de rama del diámetro adecuado, dobla el folio, lo enrolla y lo mete dentro de la Coronita vacía. Acto seguido introduce el palo. Da unos golpecitos con la palma de la mano para encajarlo bien y luego lo parte por la mitad. Coge la botella con el nuevo tapón de madera improvisado y la suelta dulcemente en el río. El agua se la arrebata, casi se la arranca de las manos y se la lleva a toda prisa, veloz, rumbo a un destino desconocido. Entretanto, Niki ha acabado de escribir.

– Ya está -dice, enrolla el folio y lo mete dentro de la botella.

– ¿No me lo lees?

– No, me da vergüenza.

– Vamos… -Guido le sonríe y simula estar decepcionado-. Esto seguro de que es precioso.

– No lo sé. He escrito lo primero que me ha venido a la cabeza. Lo leerá el que encuentre esta botella.

Guido comprende que no debe insistir, que ella necesita su independencia, la posibilidad de elegir, y que el mero hecho de que haya decidido jugar con él ya es un gran logro. De manera que la ayuda a introducir otro trozo de rama a modo de tapón y a continuación se acerca con ella a la orilla del río para botar la segunda botella. Contemplan por un momento cómo sube y baja en el agua, el cuello desaparece de vez en cuando y vuelve a emerger en otro sitio, hasta que, por fin, se pierde en la oscuridad.

– Qué afortunado será quien lea tus palabras. A saber si será capaz de imaginar la belleza de su autora…

Niki se vuelve y ve que está muy cerca. Mucho. Demasiado. Los envuelve la penumbra de ese recoveco que se encuentra bajo la copa verde de un gran árbol. Las ramas más largas descienden sobre ellos formando un gran paraguas natural. Los protegen incluso del más simple rayo de luna. Están ahí, lejos de todo el mundo. Un viento ligero, más cálido, agita algunas hojas y el pelo de Niki. Ese mechón rebelde se desliza por su cara y se diría que traza sobre ella un bordado vacilante, un signo de interrogación, un rizo curioso que acaba su recorrido en el borde de la mejilla. Un silencio hecho de mil palabras. Sus miradas y esos ojos que sonríen serenos, conscientes de la belleza del momento. De ese instante que parece durar una eternidad.

Guido mueve la mano, la alza con delicadeza hacia su cara, aparta ese rizo rebelde y le acaricia el pelo. Sin dejar de mirarse, lentamente, sus bocas se aproximan con un movimiento milimétrico a la vez que se abren como flores en ese lecho del río. Esos labios rojos, esos delicados pétalos de dos jóvenes sonrisas, casi se rozan ya. ¿Niki? ¿Niki? Pero ¿qué estás haciendo? ¿Lo vas a besar? Y entonces, como si despertara de un dulce sueño, de una hipnosis imprevista, Niki vuelve en sí y casi se avergüenza de haber cedido lentamente, de la debilidad que ha demostrado en ese momento, de la loca, tonta y sencilla atracción humana. Mortificada, se retira y baja los ojos.

– Perdona, pero no puedo.

No, no quiero, piensa Guido. No, no me gustas. No, no te deseo. Sólo ha dicho que no puede. Como si en realidad quisiera, como si el deseo existiera, como si pudiera suceder algún día pero no ahora. Y entonces, sin prisa, sin irritación, esboza una sonrisa sencilla y ligera.

– No te preocupes. Te acompaño a casa.

En un abrir y cerrar de ojos, Niki se encuentra de nuevo en su moto detrás de él, atontada, confundida, desorientada, y el viento fresco del Lungotevere no basta para aclarar su mente y, sobre todo, su corazón. La moto avanza lentamente y, llegado un cierto momento, Niki siente que la mano izquierda de Guido, que ha soltado el manillar y ahora se apoya sobre la suya, la aprieta como si quisiera reconfortarla, evitar que se sienta perdida.

– ¿Todo bien? -Sus ojos se encuentran con los de ella, que lo espían risueños por el espejo retrovisor. Le gustaría transmitirle tranquilidad y confianza. Prosigue e insiste-: ¿Todo OK?

– Sí, todo bien.

Entonces sonríe y asiente serena con la cabeza. Recorren parte del trayecto cogidos de la mano, lejos ya de cualquier riña, broma estúpida o tomadura de pelo. Como si hubieran entrado en una nueva dimensión. Cómplices. Niki mira hacia abajo, hacia su pierna. Su mano estrecha la de Guido durante largo tiempo, inmóvil, casi en señal de rendición. Cómplices. Y no se siente culpable. En el fondo, ¿qué he hecho?, se pregunta. Y, sin embargo, sabe de sobra que está respirando un aire nuevo. Que está exhalando un suspiro prolongado, profundo y pleno. Cómplices; Jamás habría imaginado que podría estar así con otro. Otro. Otro. Casi tiene ganas de gritar esa palabra, hasta ese punto le parece extraña, absurda, ajena e imposible. Mira de nuevo su mano, está allí, sobre la suya, y le parece imposible. No obstante, es así. Entonces cierra los ojos, se apoya en su espalda y se deja llevar completamente rendida por las calles de esa extraña noche. Silencio. Ni siquiera se oye ya el ruido del tráfico. Silencio. Da la impresión de que la ciudad se ha quedado con la boca abierta. Y una lágrima rebelde le recorre la cara. Sí, es así. Soy cómplice. Sin apenas darse cuenta, se encuentra de nuevo frente a la facultad.

– Ya está, hemos llegado…

Niki se apresura a apearse de la moto y luego, sirviéndose del pelo para ocultar su cara, huidiza incluso consigo misma, se despide de él.

– Adiós… -y escapa sin darle siquiera un beso.

Corre hacia su coche y lo abre sin volverse. Pone en marcha motor y parte, conduce hasta su casa distraída. Cruza el portal y cierra a sus espaldas. Después llama el ascensor. Jadea y, desesperad intenta recuperar el equilibrio. Entra en el ascensor y, cuando se mi al espejo, le cuesta reconocerse. El pelo enmarañado tras el viaje moto, salvaje, rebelde a pesar del casco, y también su cara, tan diferente, los ojos divertidos, astutos, locos, animados por una sana y excesiva locura. Ese deseo de libertad, de rebelión increíble de todo y de todos, de no tener límites ni deberes, de pertenecer al mundo y a sí misma. Sí, sólo a sí misma. Entra en casa. Por suerte, todos duermen. De puntillas, se dirige a su habitación y cierra sigilosamente la puerta. Suspira. Saca el móvil del bolso. Lo coloca sobre la mesa y lo mira fijamente. Está apagado. ¿Me habrá buscado? A saber. Pero no quiero encenderlo ahora. No quiero enterarme. No quiero depender de nada ni de nadie. ¿Dónde estabas? ¿Qué has hecho? No lo sé. Sí, estaba con mis amigas. De repente se rebela también frente a eso. Frente a tener que engañarlo, que mentir. ¿Por qué? ¿Acaso no es mi vida? ¿Por qué debo mentir? ¿Por qué ya no tengo la libertad de ser yo misma? ¿A qué se debe que tenga que controlarme, limitarme, simular que no siento algo sólo porque «no es propio» de una mujer que está a punto de casarse? ¿En qué me estoy convirtiendo? Niki camina nerviosa por su dormitorio. Siente que un grito sofocado la llena, exige espacio y atención. Pero ¿qué estoy diciendo? Yo quiero a Alex, estoy con él, he luchado por él. Yo, que siempre he criticado ese modo de comportarse cuando lo veía en los demás, ¿qué estoy haciendo ahora? ¿Soy peor que ellos? Erica, Olly, mis compañeras del colegio, mis amigos del instituto. Cada vez que me contaban una historia como ésta disparaba sobre todo y sobre todos sin avenirme a razones. ¿Y ahora? Ahora soy una de ellos. Diría que aun peor, porque hasta he tenido el valor de hablar, de criticar, de juzgar, de reírme pensando que a mí nunca me sucedería algo parecido. Qué asco, decía, yo jamás podría hacer eso. Y en cambio ahora me encuentro en una situación así. Me siento indecisa, insegura, infeliz, veloz y radiante hacia un único él, encendiendo una vela a Dios y otra al diablo. Y al oír cómo retumba en su mente esa última frase, como un cañonazo, como un estruendo repentino, como un posible ataque a todo lo que ha construido hasta el día anterior, Niki deja de dudar. No tiene elección. Ya no. De manera que se acerca a la mesa donde estudió para la selectividad, donde ha llorado, sufrido y comprobado mil veces el móvil esperando en vano un mensaje suyo. Cuántos puñetazos le dio cuando rompió con Alex deseando que él volviera, que reconociera que se había equivocado, que le rogara que volviera con él, que le pidiera perdón. Aparta la silla. Cuántos días, cuántas lágrimas. Cuánta desesperación. ¿Y ahora? Se sienta en silencio. Ahora todo ha cambiado de nuevo. De manera que se aparta el pelo de la cara y se ve obligada a hacer lo que jamás se habría imaginado.

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