Ochenta y tres

Después de un ligero pero sano desayuno consistente en huevos, tostadas y café, nuestros cazadores se encuentran a las puertas de la reserva. En lo alto de una gran colina discurre un sendero más claro que se pierde entre los arbustos y los matorrales como si de una gruesa serpiente se tratara. Luigi sonríe al grupo.

– Alex no ha venido… Tenía sueño.

Davide y Gregorio, que se han quedado rezagados, se sonríen.

– Claro, con una veinte años más joven, yo también tendría siempre sueño.

Gregorio lo regaña:

– Chsss…, cuidado que no te oiga su padre. Aunque la verdad es que tienes razón: Alex ha hecho bien. La diferencia de edad puede hacer perdurar el matrimonio.

Davide se encoge de hombros.

– Bah, no sé… En ese sentido Bruce Springsteen siempre me ha parecido un tío ejemplar. Primero se casó con la modelo Julianne Philipps, una mujer que tiraba de espaldas, y después, al cabo de unos cuantos años, se fue con su corista, Patti Scialfa, una mujer insignificante… ¿Sabes cuál es la moraleja de su historia?

– ¿Cuál?

– Que el amor es el verdadero secreto del matrimonio.

– Coño, pues sí que te has levantado filosófico esta mañana. Oye, en lugar de soltar tonterías a diestro y siniestro, prueba a ver si le das a un jabalí, anda…

Se acercan al grupo riéndose. Luigi está eligiendo entre sus bracos.

– Ten, Roberto, coge tú éste, es Edmond, mi preferido… Pero, sobre todo, el mejor. Es como un hijo para mí, estoy muy unido a él siempre me ha dado muchas satisfacciones. ¡Si hay un jabalí en los alrededores, lo encontrará! Adelante, mis valientes… ¡A cazar!

Los cuatro hombres avanzan por el bosque. Roberto siente cierto apuro porque los pantalones y la cazadora que le han prestado le quedan un poco estrechos y, en cambio, las botas son demasiado anchas. Empuña el arma como los demás e intenta imitarlos en todo.

Al cabo de un rato Davide se acerca a él.

– ¡Eh!

– ¿Sí?

– Si no lo sueltas, Edmond no podrá encontrar nada.

Sólo entonces se percata de que los demás han liberado a sus perros.

– Ah, sí, claro… Pero la mía es una técnica inglesa…

– ¿A qué te refieres?

– Dejas que se vaya poniendo nervioso, lo sujetas, haces que no vea la hora de empezar a cazar, así lo motivas más…, y después… ¡lo sueltas! -Tras decir esto desata el collar de Edmond y el perro sale disparado como una flecha y se abalanza sobre los matorrales más cercanos.

– Sí, pero… ¿también empleas una nueva técnica para el seguro?

Roberto se da cuenta de que no ha liberado el seguro de la escopeta y entiende que no debe seguir por ahí.

– No, no… Es que todavía no tengo los cinco sentidos puestos en esto… -Luego le guiña un ojo-. Me movía con seguridad…

Poco a poco se alejan del punto de partida, los cazadores se adentran en los diferentes senderos, buscan entre los arbustos, en el follaje que se expande hacia lo alto por la colina como una gran mancha de aceite verde, cada uno detrás de su correspondiente perro, que escapa como enloquecido, olfatea nervioso el terreno, corre de un sitio para otro siguiendo un rastro cualquiera. Roberto, completamente desentrenado, corre detrás de Edmond, que asciende por el sendero y que, al final, hace salir a un enorme jabalí que estaba escondido detrás de unos matorrales de color oscuro. Roberto llega justo a tiempo, primero ve a Edmond, después al jabalí, de nuevo a Edmond, por segunda vez al jabalí…, y al final dispara.

– ¡Le he alcanzado! ¡Le he dado!

Davide, Gregorio y, por último, Luigi corren hacia él procedentes de varios puntos, atraviesan a toda velocidad la maleza hasta llegar donde se encuentra Roberto.

– ¿Lo has cogido? ¿Dónde está?

– Sí, ¿dónde está?

– ¡Allí!

Todos miran el grueso arbusto que se agita. De detrás de él aparece lentamente Edmond, que, tras dar dos o tres pasos, se desploma al suelo herido.

– Le has dado, vaya si le has dado… ¡a mi perro!

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