Sesenta y siete

– ¡Quema!

– Antes de probarlo tienes que soplar…

– Soplo entonces. ¿Así?

– Sí, eso es.

Pietro se saca la cuchara de la boca.

– Perdona, ¿eh?, ¡pero esta salsa no sabe a nada!

Flavio le quita la cuchara de la mano, la vuelve a probar y se quema de nuevo.

– ¡Ay! Es verdad.

– Yo añadiría un poco de vino tinto y quizá una pizca de guindilla… Aceite, sal… En fin, para darle más sabor.

Flavio sigue revolviendo con un cucharón demasiado grande, teniendo en cuenta que el cazo en el que están cociendo el tomate es mucho más pequeño. El fuego, por su parte, está demasiado alto.

– Pero bueno, ¿me escuchas o no?

Flavio se lleva el cucharón a la boca y prueba otra vez la salsa.

– Es cierto. Es insípida.

– ¡Ya te lo he dicho!

– Oye, las pocas veces que he cocinado lo he hecho así… Y, además, no podemos estar añadiendo ingredientes a tontas y a locas.

– Pero ¿es que tú no observabas a Cristina en la cocina? ¿No has aprendido nada?

– Pues no.

Pietro resopla y abre una botella de vino.

– ¡Pues estamos listos!

– Cuando llegaba a casa ya lo había preparado todo.

– ¿Siempre?

– Bueno, la verdad es que nunca entraba en la cocina para ver cómo lo hacía.

– Entiendo… Si me permites que te lo diga, ¡la tratabas como a una criada! Apenas dos palabras para saber qué había hecho durante el día, cómo os había ido en el trabajo…, ¿no? -Querría añadir: «¡Es obvio por qué te ha plantado!», pero sabe que no es el momento.

Pietro logra descorchar la botella. Flavio lo mira preocupado.

– Debería haber…, ¿no? Quizá haya sido por eso.

Pietro asiente con la cabeza.

– Escucha, una mujer necesita que se le dedique cierta atención. Debe sentirse importante, considerada, una princesa, ¡y eso aunque esté preparando un plato de pasta con ajo y guindilla! ¡Vaya! Ahora caigo en la cuenta, deberíamos haber cocinado eso. Era más fácil -sonríe, olfatea el vino y da un sorbo-. Mmm… Bueno, estaba bromeando… -Lo mira con más detenimiento-. ¿Sabes que en el fondo eres bueno? Cocinas con cierta clase, se ve por el modo en que mueves la muñeca, en que echas la sal, dejándola caer con esa gracia…

Flavio lo mira receloso.

– ¿Te estás cachondeando de mí?

– No, en absoluto, ¡sólo pretendo que te sientas como un príncipe azul! Puede que así la pasta te salga mejor… ¡Baja el fuego, que se está quemando!

Flavio reduce un poco la llama. Pietro coge los platos y se acerca a él.

– ¿Has visto Ratatouille?

– No.

– Es una película de animación preciosa; en teoría es para niños, pero en mi opinión está dirigida sobre todo a los mayores, igual que el resto de los dibujos animados que están haciendo de unos años a esta parte, si lo piensas. Es la historia de un ratón al que le privan los gustos, la cocina, los sabores… En cierto momento dice que la comida encuentra siempre a aquellos que disfrutan cocinando. De manera que apresúrate. ¡Como sigas así, nunca nos encontrará y nos moriremos de hambre!

Flavio sacude la cabeza.

– La salsa está lista -anuncia después de ensuciar un sinfín de ollas y de recitar esperanzado alguna oración.

Pietro la prueba.

– ¡Me parece rica!

A continuación escurren la pasta, vuelven a meterla en la cacerola y echan la salsa por encima para saltearla.

– Como te iba diciendo, ese ratón sabía elegir los ingredientes necesarios para preparar los diferentes platos. Los olfateaba y a continuación, hechizado, como si bailase al ritmo de una especie de sinfonía musical, los combinaba y los mezclaba hasta obtener un plato insuperable.

Flavio mezcla con esmero la pasta con la salsa, haciendo girar el cucharón dentro de la cacerola.

– Venga, vamos a la mesa, ratoncito, que está lista.

Pietro se sienta. Flavio se acerca a él, coge una cuchara grande y empieza a servir la pasta en el plato de Pietro, a continuación en el suyo, y finalmente vierte la salsa restante sobre el plato de su amigo. Se sienta y se sirve también un poco de vino. Pietro no lo espera. Está muerto de hambre, ensarta la pasta dos o tres veces y la prueba.

Flavio lo observa mientras mastica.

– ¿Y bien? -Espera con curiosidad-. ¿Qué me dices?

– Digo que hasta ese ratón la habría hecho mejor con los ojos cerrados. Está asquerosa. Demasiado cocida e insípida.

– Pero ¿cómo es posible? ¿Acaso no era yo el príncipe azul?

– Pues, ahora ni siquiera eres Gus-Gus, el ratoncito de La Cenicienta.

Flavio lo manda a hacer puñetas con un ademán, después decide probarla a su vez.

– Déjame comprobar cuánto exageras… -La mastica un poco y luego la escupe directamente en el plato-. ¡Madre mía! ¡Es terrible! ¡No es qué esté demasiado cocida, está blandísima! Si hay algo que no soporto es la pasta así… Y por si fuera poco, hay poca salsa; no es que esté mala, pero…

Pietro bebe una copa de vino tinto, la apura a toda velocidad, a continuación se sirve otra y se la bebe también.

– Pero ¿qué haces? ¿Pretendes emborracharte?

– Sí, bebo para olvidar… el sabor de este plato. Sea como fuere, al final la salsa se ha quemado. -Abre el ordenador y empieza a teclear algo.

Flavio lo mira estupefacto.

– ¿Se puede saber qué haces? ¿Buscas otra receta?

– No… quiero ver si encuentro una de esas empresas que sirven comida a domicilio… Aquí está… Take away japonés… -Se levanta y saca el móvil del bolsillo de la chaqueta. Luego vuelve a sentarse delante de la pantalla. Lee el número. Lo teclea-. ¿Oiga? Buenas noches, sí, querríamos pedir algo… Sí, sushi y sashimi… ¿Tú también quieres, Flavio?

– Sí, sí, todo lo que pidas tú… -Sigue escuchando lo que dice su amigo, su entusiasmo y su vitalidad.

– ¡Tienen que darnos bien de comer…, estrenamos soltería! -Tapa el micrófono con la mano-. Es una mujer. No sabes qué voz tan sensual tiene… Me atrae la idea de una oriental, ¿y a ti?

Flavio niega con la cabeza. Pietro abre los brazos.

– Vaya por Dios… ¡Pues a mí la idea me gusta! -Vuelve a hablar por el teléfono-: Sí, añada un plato de buen arroz blanco… -Mira de reojo a Flavio-. Y procure que no llegue demasiado cocido.

Flavio se sirve de beber y permanece desconsolado sobre el sofá mirando a Pietro, que, con su absurdo entusiasmo, trata de ligar con una mujer por teléfono.

– ¿Cómo ha dicho que se llama? No, el restaurante no. Me refiero a usted… ¿Cómo se llama? Fu Tan Chi… Ah, perdone, Fu Dam Chi. Ah, no. ¿Tuta Chi? Está bien… Da igual… Flavio piensa en Cristina. ¿Qué estará haciendo? ¿Con quién? Pero no siente celos. Se la imagina deambulando por la casa, preparando algo de comer, como siempre ha hecho para él, todas las noches, cuando volvía, incluso tarde. Y ese caldo, ese simple, tonto y a veces insípido caldo, de repente le parece el mejor plato que ha comido en su vida. Evoca el pasado. Cristina. Cristina que se ríe. Cristina que se emociona al acabar una película. Cristina que duerme. Cristina que desayuna todavía medio dormida. Cristina haciendo el amor. Aquella noche a orillas del mar, después de haber bebido, aquel paseo, aquella playa y aquella luna escondida. El silencio, aquella noche la playa estaba desierta. ¿Dónde estábamos? En España. En Ibiza. No, ¡eso fue un año después! Estábamos en Grecia. Y recuerda todos los movimientos, las sensaciones, ese juego de luces, la penumbra entre las rocas… Esa mujer abandonada entre sus brazos, debajo de él, esa pasión que pasa por encima de todo, como si se tratara de una hambre repentina que no se puede controlar y que impide ver lo que hay fuera. Y, como si fuera víctima de un arrebato, Flavio se vuelve a ver allí, viviendo esa pasión que ahora le resulta nítida e intensa, de una belleza casi molesta. Escruta excitado en el vacío, en la oscuridad de la noche, y oye una vez más el eco remoto de aquellos suspiros, la respiración entrecortada del deseo y la espléndida hambre de amor. Lo invade una tristeza inesperada que lo transporta muy lejos.

– He pedido de todo… ¿eh?, también para ti.

– Sí, sí, gracias…

Flavio se levanta, se dirige a su dormitorio, cierra la puerta y se echa sobre la cama sin descalzarse siquiera. No me lo puedo creer. No puede ser. No puede acabar así. ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta? Aunque quizá lo sabía ya pero no quería verlo. Y como por encanto, sin razón o motivo alguno, le viene a la mente esa canción: «Sin ti. Sin raíces ya. Tantos días en el bolsillo para gastar.» Esos días de pronto le parecen más inútiles que nunca. Se pregunta si podría haber hecho algo. Y de nuevo esta vez el recuerdo de esa canción parece brindarle la respuesta. «Pero yo estaba cansado y apático, no había solución, he hecho bien…» Inesperadamente le entran ganas de sonreír como un estúpido. He hecho bien. Pero ¿qué estoy diciendo? Yo no he tomado esta decisión. Ha sido ella, Cristina. ¿Qué será lo que, de repente, la ha empujado a hacerlo? Siempre hay algo, alguien, un hecho, una historia, una película o un momento que determinan lo que sucederá después, lo que decidimos al cabo de una hora, de un día, de una semana o de un mes. Un detonante, el valor de alguien que se hace tuyo, que te muestra lo que no querías ver y te arrastra por un nuevo camino. ¿Qué ha sido para ti, Cristina? ¿Qué te ha movido a dar ese paso? Una nueva canción en la mente. «Un paso hacia atrás v yo sé ya que estoy equivocado, pero me faltan las palabras capaces de mover el sol. Un paso hacia adelante y el cielo es azul y el resto deja de pesar como esas palabras tuyas que mueven el sol.» Un paso atrás Negramaro. A ella le gustan mucho. A veces me hablaba de ellos, de una de sus letras, de una frase que le había impresionado en particular, pero como yo no los soporto no tardaba en interrumpirla y en cambiar de tema… Qué estúpido. A saber cuántas veces lo habré hecho, incluso con otros asuntos más importantes. Pero no me daba cuenta. Siempre te he querido. ¿Cómo es posible perder el amor de esa manera? Se esfuerza en entender, en recordar alguna de las frases de una canción que haya sido el detonante… Sin embargo, se da cuenta de que no lo sabe, de que nunca lo sabrá. Hablaron durante toda la noche, él intentó convencerla por todos los medios. Nada. No hubo nada que hacer. De manera que Flavio se vuelve hacia el otro lado, encoge las piernas y se hace un ovillo como si necesitara protección. Esa canción de Battisti sigue rondando por su cabeza. «Me siento como un saco vacío, como algo abandonado.» Y entonces se siente más solo que nunca, tiene la impresión de haberlo perdido todo, de no tener apoyos, realidad, existencia, casa, despacho, trabajo, como si estuviese en medio del mar y fuese un náufrago de sí mismo. Le da un ataque de pánico, se queda sin aliento, jadea, el corazón le late con un nuevo ritmo, irregular durante unos segundos. Taquicardia. Terror. Intenta sacar el móvil del bolsillo. No lo logra, se queda enganchado en el borde, pero al final lo consigue, lo abre y busca el nombre. Cristina. Pero de nuevo esa canción se abate sobre él. Esta vez parece severa, dura y determinada. Da la impresión de que grita en su interior: «¡Orgullo y dignidad! Lejos del teléfono…» De manera que lo cierra. Y, poco a poco, la respiración vuelve a ser normal y lenta. «Espera al menos un instante… Si no… Ya se sabe…», prosiguen las notas. Esboza una sonrisa. Sí. Tienes razón, Lucio. Vuelve a meterse el teléfono en el bolsillo mientras Pietro llama a la puerta.

– Eh, ¿estás ahí? ¿Todo bien? Ha llegado la comida japonesa. Yo estoy a punto de empezar a comer.

– Está bien, voy en seguida…

Flavio sale poco después de su habitación, se dirige al cuarto de baño, se lava la cara, se la seca, se sienta delante de Pietro y se pone también él a comer.

– Está rico… aunque la tempura no es nada del otro mundo.

Flavio sonríe.

– Tengo la impresión de que al menos uno de los dos debería aprender a cocinar como es debido.

– Ya… -Pietro sonríe mientras se seca la boca-. ¿Recuerdas La extraña pareja?

– Sí, es genial.

– Pues bien, yo haré de Walter Matthau, el tipo que siempre está rodeado de un montón de mujeres y que incluso te las procura si quieres, y tú harás de Jack Lemmon, el que sabe cocinar…

– Me parece bien. -Flavio prueba otro pedazo de salmón-. Esto…, en cualquier caso siempre podemos seguir con el japonés: ¡el sashimi es fresquísimo y está delicioso!

Pietro sonríe.

– Sí, pero tenemos que encontrar otro. ¡La chica oriental que lo trajo era fea como un demonio!

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