Cristina está parada en el semáforo. Mira a su alrededor. Ve a una pareja que camina abrazada por la acera. Otra se besa en el coche de al lado. Otra se persigue bromeando. Hay que ver cuánta gente feliz y enamorada hay en el mundo. Salvo yo. Parezco Nanni Moretti en Bianca, cuando, delgado como una cerilla y con la canción Scalo a Grado de Franco Battiato como música de fondo, muestra una panorámica de una playa en un bonito día de sol. Y ve una serie de parejas que se quieren, se abrazan, se besan sobre las toallas o las tumbonas.
Y entonces Moretti, con el pelo bien seco y unas gafas enormes marrones de principios de los años ochenta, primero impasible y después sonriendo, decide que él también desea el amor. De manera que echa a andar hasta que vislumbra a una chica guapa y rubia que está tumbaba boca abajo haciendo topless. Se detiene y se tumba sobre ella.
Y ella, como no podía ser menos, se debate, protesta y se levanta. Varias personas se acercan y obligan a Moretti a marcharse. Qué escena. Sí, pero echaba de menos el amor. Yo, en cambio, lo tengo. No estoy soltera. Estoy con Flavio.
El semáforo se pone en verde. Cristina mete la primera y arranca. Sonríe. Sí. Yo también he tomado una decisión. No me tumbaré encima de nadie. Cuidaré a mi amor. Lo mimaré. Prepararé su tarta preferida. Chocolate y coco. Hace demasiado tiempo que no se la preparo. No puedo quejarme de los demás si yo, por mi parte, no muevo un dedo.
Cristina llega a casa. Aparca. Sube la escalera. Se siente feliz como una niña, repentinamente feliz de dar una sorpresa a alguien. Abre la puerta, la cierra a sus espaldas, echa el bolso sobre el sofá y se precipita a la cocina. Busca los ingredientes: dos tabletas de chocolate fondant. Un poco de mantequilla. Huevos. Leche. Harina. Azúcar. Y coco rallado. Enciende la radio y empieza a cocinar. Con pasión. Divertida. De vez en cuando se lame los dedos que ha metido en la masa. Enciende el horno para calentarlo. Unta el molde de mantequilla. Y casi sin darse cuenta se pone a canturrear su versión personal de Vasco: «Una tarta para ti…, no te la esperabas, di…, y, en cambio, aquí la tienes…, ¿cómo habrá salido?, sabes…»
Suena el móvil. Está en uno de los bolsillos de los vaqueros. Lo saca con las manos todavía blancas de harina. Lo abre. Es Flavio.
– Hola, cariño, soy yo… Oye, perdona pero esto va para largo. Llegaré tarde. Tengo que acabar de redactar un informe para mañana por la mañana y voy muy retrasado… Un beso.
Cristina sujeta el teléfono ya silencioso con los dedos. Lo cierra y lo deja sobre la encimera. Mira el horno donde en esos momentos se cuece la tarta. Después esboza una amarga sonrisa. Cuando quieres dar una sorpresa. Cuando piensas en los detalles, te esfuerzas y eres feliz pensando en la felicidad que suscitarás. Y la espera se transforma en alegría. Y luego, plof, basta una llamada, una frase inocente o un retraso para que todo salte por los aires y tú te quedes con las manos vacías. A saber dónde está ahora. De verdad, quiero decir. ¿Qué estará haciendo? ¿Y con quién? A ver quién es el imbécil que se cree que tiene que acabar de redactar un informe. Puede que lo que esté tratando de dar por zanjado sea nuestra relación. ¿Y si me estuviese engañando? ¿Y si ahora está con otra y se ha inventado esa excusa? Cristina se imagina la escena. Flavio y una mujer. Puede que guapa. Puede que en su despacho. Juntos. Próximos. Se besan. Se tocan. ¿Qué experimento? ¿Qué siento? Hace unos años la mera idea me habría matado. ¿Y ahora? Ahora tengo la impresión de que en el fondo me trae sin cuidado. Y esa constatación la asusta. Se siente mal, culpable. ¿Cómo es posible que la idea de que Claudio me traicione me deje indiferente? Flavio y otra mujer. A saber… Quizá sería incluso más feliz. Y recuerda lo que le decía su amiga Katia durante el bachillerato, esto es, que las historias de amor no duran más de siete años y que la crisis se inicia ya en el sexto. Que la pasión, incluso la más fuerte, se desvanece. Y el aburrimiento pasa a ocupar su lugar. La costumbre. Y todo parece igual. Apagado. Sin estímulos. Y el amor, ése que se describe en los libros y en las películas, resulta ser una mera fantasía. En ese momento se abren dos opciones: romper o engañar. Para renovarse. Para recordar cómo era esa poderosa sensación que te devoraba el estómago cuando pensabas en él. O en ella. En estar juntos. Y se sigue así, atrapados en un círculo vicioso de hipocresía en el que ninguno de los dos tiene el valor de decirle al otro que el sentimiento ha cambiado, que se ha agotado, que ha desaparecido. Qué tristeza. ¿Así es la vida? ¿Uno se vuelve así?
Suena el temporizador del horno.
La tarta está lista. Cristina se pone la manopla, abre la puerta y saca el molde. Lo coloca sobre la mesa. Coge un gran plato de cristal y vuelca la tarta en él. A continuación saca un cuchillo de un cajón. Y vuelve a pensar en Flavio. En él con otra mujer. Y no siente nada. La pena aumenta. Se come un pedazo. Como si fuese una niña, hunde los dedos en el chocolate dulce y todavía caliente del horno. Y sus lágrimas se deslizan saladas, contrastando con el azúcar del postre, aunque la melancolía que las produce es asimismo ardiente.