Tres

El vestíbulo del edificio es inmenso. Todo está pintado de blanco y la luz es abundante y difusa. Los suelos son de resina y transmiten una sensación casi lunar. Una gran escalinata en espiral abraza una de las paredes en su ascenso. Las gigantografías de las campañas publicitarias de las colecciones de otros años están colgadas por todas partes, dando testimonio de la importancia y la solidez de la casa de modas. Al otro lado de las puertas de cristal, dos jóvenes agraciadas y bien vestidas reciben a los recién llegados. Están sentadas frente a sendos pequeños escritorios y ambas tienen el portátil abierto y el teléfono inalámbrico a su lado. Junto a la recepción, una barra de bar ofrece un poco de todo para entretener a los invitados que deben esperar. Al otro lado hay una larga mesa baja de madreperla con varias revistas de moda y unos cuantos periódicos desperdigados por encima, y delante, un sofá blanco, comodísimo e inmenso. Dos mujeres de unos cuarenta años aguardan sentadas en él. Lucen unos trajes de chaqueta ajustados y unas botas beis con tacón de aguja. Van bien maquilladas y peinadas, y una de ellas lleva un maletín de piel. Hablan de manera sofisticada y parecen ignorar a propósito lo que sucede a su alrededor. En un momento dado, una de ellas mira su reloj y sacude la cabeza. Salta a la vista que alguien les está haciendo esperar demasiado.

Las puertas de cristal se abren de golpe y entra una guapísima chica de color vestida sencillamente con un par de vaqueros, un suéter y unas zapatillas de deporte. La siguen varias mujeres con algunas perchas que acaban de descargar del Suv que está aparcado delante de la entrada. La chica se sienta en el sofá junto a las dos señoras, que de inmediato la observan tratando de mostrar indiferencia. La saludan con frialdad y a continuación retoman su conversación. Ella les devuelve el saludo con una sonrisa y comprueba aburrida su móvil. Mientras tanto, las mujeres que la acompañan siguen descargando los vestidos cubiertos con plásticos. Tal vez se trate de una modelo que deba desfilar para algún cliente.

Olly camina arriba y abajo, nerviosa. Trata de mantener la calma. Ha elegido con esmero todos los detalles de su indumentaria. Viste un par de pantalones blancos preciosos, una camiseta y una cazadora ajustada de color lila con un gran cinturón. Lleva una carpeta con varios dibujos y fotografías impresas en un soporte rígido. Y, claro está, el curriculum que mandó con anterioridad junto a la solicitud para poder realizar las prácticas. El corazón le late a toda velocidad. ¿Cómo irá la entrevista? Quién sabe cuántas preguntas le harán. A pesar de que pagan una miseria por las prácticas, éstas pueden suponer una buena ocasión para ella. Pasar unos meses allí, trabajar en alguna campaña, ganarse la simpatía de alguien, todo eso podría abrirle numerosas puertas. Incluso la posibilidad de conseguir un trabajo de verdad. Ojalá.

La chica de color se levanta del sofá. Una de las dos recepcionistas le ha indicado que se acerque con un ademán. Olly consigue oír lo que dicen: la están esperando en el piso de arriba. Se vuelve y les dice a las mujeres que están con ella que la sigan. Acto seguido, empieza a subir la escalera con unos movimientos elegantes e inequívocos.

Caramba, piensa Olly, es despampanante. Pero ¿y yo? ¿Cuándo me tocará a mí? Mira el reloj. Son ya las seis. Me dijeron que viniera a las cinco y media. Uf. Hasta los zapatos empiezan a dolerme. Los llevo puestos desde esta mañana. No estoy acostumbrada. Los tacones son demasiado altos. Lanza una última ojeada a la modelo, que en esos momentos desaparece en lo alto de la escalinata. Menuda suerte tiene de llevar zapatillas de deporte. Pero ella tiene la vida resuelta. Ya trabaja.

Al cabo de unos instantes, una de las dos recepcionistas se asoma.

– Perdone, señora Crocetti…

Olly se vuelve. -¿Sí?

– Acaban de avisarme de que puede usted subir. Egidio Lamberti la está esperando. Suba y llame a la primera puerta de la derecha. De todas formas, el nombre está escrito en la placa… -y le sonríe de manera afable, aunque circunspecta.

Olly le da las gracias y empieza a subir. Egidio. Menudo nombrecito. ¿Quién será? ¿Un tipo del año mil antes de Cristo? Más que un nombre, es una antigualla. Mientras sube tropieza con la carpeta, que ha golpeado un escalón. Olly se vuelve para ver si en el vestíbulo alguien se ha dado cuenta. Como no podía ser menos, las dos señoras que están sentadas en el sofá, sí. La escrutan. Olly se vuelve de nuevo hacia adelante. Se sobrepone. No, no quiero saber qué cara han puesto o si se están riendo de mí. No quiero que esas dos tristonas almidonadas me traigan mala suerte. Así pues, prosigue su ascenso con la cabeza bien alta. Llega al piso de arriba. Mira a su derecha. Ve la puerta y la placa: «Egidio Lamberti.» Llama con delicadeza. Nadie responde. Llama de nuevo, esta vez con un poco más de energía. Sigue sin haber respuesta. Prueba por tercera vez, pero en esta ocasión lo hace con demasiada fuerza. Se mete la mano en la boca como diciendo: «¡Huy, qué exagerada!» Por fin oye una voz en el interior.

– Menos mal… Entre, entre…

Olly arquea las cejas. ¿Por qué «menos mal»? No es culpa mía que me haya hecho esperar más de media hora. Yo he llegado puntual. Más aún, con antelación. Por si fuera poco, menuda voz, nasal. Qué sensación tan espantosa.

Baja el picaporte poco a poco.

– ¿Se puede?

Mantiene la puerta entreabierta durante unos segundos y asoma sólo la cabeza para echar un vistazo. Espera una señal, algo, en plan «por favor». Pero nada. Entonces hace acopio de valor, abre la puerta de par en par, entra y la cierra a sus espaldas.

Detrás de una mesa de cristal muy grande hay un hombre de unos cuarenta años, con entradas en la frente y unas gafas de montura muy llamativa. Va vestido con un suéter fino de color rosa, una camisa roja debajo y un sombrero tipo borsalino de cuadros en la cabeza. Está sentado y concentrado en la pantalla de un Mac. Debe de tener unos cuarenta años. El nombre le sienta aún peor, piensa Olly.

El tipo no alza la mirada, sino que se limita a hacer un gesto para indicarle que se acerque.

Olly da algunos pasos, vacilante.

– Buenos días, me llamo Olimpia…

Ni siquiera le da tiempo a decir su apellido.

– Sí, sí, Crocetti…, lo sé -le dice él, siempre sin mirarla-. Fui yo quien concertó la cita, así que supongo que, cuando menos, debo de saber cómo se llama, ¿no? Siéntese. Olimpia, vaya nombre…

El corazón de Olly late cada vez con más fuerza. ¿Qué pretende? ¿No le gusta el nombre de Olimpia? Pues anda que el suyo… De nuevo, esa terrible sensación. No, no, no. Así no. Reponte. Ánimo. Respira, venga, que no es nada. Lo que pasa es que está enfadado, quizá haya dormido poco, haya comido mal, no haya hecho el amor esta noche o a saber desde cuándo…, pero no por eso deja de ser un hombre… Ahora me lo trabajaré un poco. Olly cambia de expresión y adorna su cara con la mejor de sus sonrisas. Seductora. Abierta. Serena. Intrigante. La sonrisa de Olly al ataque.

– Bien. He venido para solicitar un período de prácticas… Sería un honor para mí…

– Claro que sería un honor para usted…, somos una de las casas de moda más importantes del mundo… -y sigue tecleando en el ordenador sin mirarla.

Olly traga saliva. Extrasuperterrible sensación. No. En su caso no se trata de un mal día. La acidez es suya. Sí. Tiene uno de esos caracteres difíciles y estresados, una persona que trabaja demasiado, que se pasa la vida en el despacho y que jamás se relaja. Pero lo conseguiré. Tengo que hacerlo.

– Cierto. Precisamente por eso los he elegido a ustedes…

– No, usted no nos ha elegido a nosotros. A nosotros no se nos elige. Somos nosotros los que elegimos -y esta vez alza los ojos de la pantalla del ordenador y la escruta. Así, directo, sin preámbulos.

Olly nota que sus mejillas enrojecen. Y también la punta de las orejas. Menos mal que no se ha recogido el pelo, porque de ser así se notaría. Inspira profundamente. Lo odio. Lo odio. Lo odio. Pero ¿quién es este tío? ¿Quién se ha creído que es?

– Justo. Es obvio. Sólo decía que…

– Usted no tiene nada que decir. Debe enseñarme sus trabajos y punto. Ellos hablarán por usted… Vamos… -dice, y hace un ademán apremiante con la mano-. Ha venido para eso, ¿no? Veamos qué es lo que sabe hacer… y, sobre todo, cuánto tiempo perderemos con usted.

Olly empieza a inquietarse de verdad. Pero resiste. A veces es necesario saber encajar las cosas para obtener lo que se desea. Es inútil enfrentarse con él ahora, pese a que es un verdadero capullo… Inspira de nuevo. Coge la carpeta y la abre sobre la mesa. Saca sus trabajos. Varios diseños realizados con diferentes técnicas, algunos también de vestidos. Y luego las fotografías. De Niki. Diletta. Erica. De desconocidos en la calle. Retratos. Escorzos. Paisajes. Los pasa uno a uno para enseñárselos a Egidio. Él los va cogiendo, los hace girar varias veces y desecha algunos con aire desdeñoso. Masculla algo entre dientes. Olly no consigue entenderlo, se esfuerza y se inclina un poco sobre la mesa.

– Mmm… Banal… Previsible… Horrendo… Semipasable… -Egidio dispara una retahíla de adjetivos en voz baja mientras va examinando los trabajos.

Olly se siente desfallecer. Sus trabajos. El fruto de tanto esfuerzo y fantasía, de noches en blanco, de intuiciones captadas al vuelo con la esperanza de tener al alcance de la mano papel y lápiz o la cámara fotográfica, tratado así, con arrogancia, peor aún, con desprecio, por un tipo que se llama Egidio y que se viste de rojo y rosa. Como un geranio. Llegan al último. Una reelaboración con Photoshop de una de las últimas campañas publicitarias de una casa de modas. De la casa de modas donde se encuentra ahora mismo, para ser más exactos. Egidio la mira. La observa. La escruta. Y masculla de nuevo entre dientes.

Eso sí que no. Esta vez no. Olly prueba a intervenir:

– Ésta la hice para sentirme ya un poco parte de ustedes…

Egidio la mira por encima de la montura de sus gafas. La escruta intensamente. Olly se siente cohibida y desvía la mirada hacia la pared que tiene a su derecha. Y lo ve. Allí, a la vista de todos, encima de un valioso mueble de madera de estilo moderno. Un gran y precioso trofeo con una placa debajo: «A Egidio Lamberti, el Eddy de la moda y del buen gusto. British Fashion Awards.» Sigue mirando. En la pared hay colgados otros reconocimientos. Mittelmoda. Premio al mejor estilista joven de 1995. Y varios diplomas y placas más. Y todos llevan su nombre. No Egidio, sino Eddy. Esto mejora; al menos, el nombre.

Olly se vuelve de nuevo y lo mira. Egidio-Eddy sigue escrutándola con la reelaboración de Photoshop todavía en la mano.

– A ver si lo entiendo… ¿Me está diciendo que para sentirse más próxima a nosotros nos ha robado un anuncio? ¿Es ése su concepto de creatividad?

Olly está desconcertada. No logra reaccionar. Siente que se le saltan las lágrimas, pero recupera el dominio de sí misma una vez más. Contiene el llanto y la recuerda. La frase que siempre escribía en el diario del colegio. Todos los años, copiándola una y otra vez bajo el horario de tutoría de los profesores. «Los buenos artistas copian, los grandes artistas roban.» Y, sin darse cuenta, la dice en voz alta.

Egidio-Eddy la mira. Acto seguido mira los diseños. Luego de nuevo a Olly.

– Por el momento, usted no pasa de ser una copia.

Olly, a punto de reventar de rabia, piensa por un momento en coger todos sus trabajos y en volver a meterlos en la carpeta. Pero después, sin saber a ciencia cierta por qué, inspira profundamente por enésima vez y se contiene. Mira a Egidio-Eddy a los ojos. No se había percatado de hasta qué punto son azules. Y espera la frase conteniendo el aliento. En estado de apnea.

– Entonces, ¿he sido seleccionada para las prácticas o no?

Él se queda pensativo. Vuelve a mirar la pantalla del ordenador portátil. Teclea algo.

– De todas las personas que he visto hasta ahora usted es, de todas formas, la menos desastrosa. Pero sólo porque parece lista… -Acto seguido, alza los ojos y la mira-. Y, según parece, tiene carácter. Sus trabajos, en cambio, son lamentables. Puedo asignarla al departamento de Marketing, dado que le gustan tanto nuestras campañas publicitarias… Claro está, al principio tendrá que limitarse a las consabidas fotocopias y al café, y a ordenar algunos de los archivos de direcciones que usamos para mandar invitaciones y publicidad. Pero no debe sentirse denigrada por eso. Nadie entiende nunca, en especial ustedes, los jóvenes de hoy, cuánto se puede aprender escuchando y moviéndose aparentemente al margen del centro de la escena. Donde las cosas suceden. Veamos si es lo bastante humilde para resistir…, después hablaremos… Ahora coja esos dibujos dignos de un alumno de preescolar y váyase. Nos vemos mañana por la mañana a las ocho y media. -La mira por última vez a los ojos-. Sea puntual.

Puntual como tú, piensa Olly mientras recoge sus dibujos y sus fotografías y los mete de nuevo en la carpeta. Egidio-Eddy vuelve a concentrarse en el ordenador.

Olly se levanta.

– Entonces, hasta mañana. Buenas tardes.

Él no le contesta. Olly cierra la puerta a sus espaldas. Nada más salir, se apoya en ella. Alza la mirada al techo. Después cierra los ojos y resopla.

– Es duro, ¿eh? -Olly abre los ojos de golpe. Un chico casi tan alto como ella, moreno, con unos ojos verdes intensísimos, un par de gafas de montura al aire y una expresión divertida la está observando-. Lo sé, Eddy parece despiadado. A decir verdad, lo es, pero si lo convences todo irá sobre ruedas.

– ¿Seguro? No lo sé… ¡Además, es la primera vez que un hombre no me mira ni por un instante! Quiero decir que, mientras estaba ahí dentro, se me ha ocurrido de todo: ¿tengo veinte años y estoy envejeciendo ya? ¿Soy cada vez más fea? En fin…, ¡que ese tipo te deprime al instante! ¡Me ha destrozado!

– No, eso no tiene nada que ver…, él es así. Excéntrico. Perfeccionista. Despiadado. Pero también es fantástico, genial y, sobre todo, capaz de descubrir nuevos talentos como nadie de los que trabajan aquí. Pero bueno, dime, ¿te ha echado o no?

– Me ha dicho que mañana me pondrá a hacer fotocopias. Un bonito comienzo…

– ¿Bromeas? ¡Es un comienzo estupendo! No tienes ni idea de a cuánta gente le gustaría estar en tu lugar.

– Caramba…, pues estamos buenos en Italia si la gente sólo aspira a hacer fotocopias. Sin embargo, dado que, por lo visto, es la única manera de aprender algo sobre moda y diseño aquí, acepto…

El chico sonríe.

– ¡Muy bien, eso es! Sabia y paciente. Por cierto, me llamo… -y mientras tiende la mano para presentarse, los folios que lleva bajo el brazo caen al suelo y se desperdigan por todas partes. Algunos bajan volando por la gran escalinata.

Olly se echa a reír. El chico se ruboriza avergonzado.

– Me llamo Torpe, así me… -dice, y se agacha para recogerlos.

Ella se arrodilla para ayudarlo.

– Sí, Torpe es el apellido…, ¿y el nombre? -le sonríe.

El chico se siente aliviado.

– Simone, me llamo Simone… Trabajo aquí desde hace dos años, en el departamento de Marketing.

– No, no me lo puedo creer.

– Créetelo…, trabajo allí.

– Yo también. A partir de mañana, si tienes que hacer fotocopias, dámelas a mí. Eddy ha decidido que empezaré por ahí, dado que mis dibujos dan pena.

– ¡Caramba! ¡En ese caso te pasaré un montón de folios!

– ¡Eh! Me parece que ya has empezado… -y mientras habla sigue recogiendo.

Simone la mira abochornado.

– Es verdad, perdóname…, tienes razón. Yo lo haré, has sido muy amable. Si tienes que marcharte, vete…

Olly recoge unos cuantos folios más, baja algunos peldaños de la escalinata y busca los que han ido a parar ahí. Sube de nuevo y se los da a Simone. Después mira el reloj. ¡Ostras! Las siete.

– Bueno, me voy.

Simone agrupa todas las hojas y se levanta.

– Claro, imagino que tendrás muchas cosas que hacer. ¡Mira que a partir de mañana tendrás poco tiempo libre! ¡Aprovecha esta noche!

Olly se despide y baja la escalinata. Esa frase le huele a sentencia. En cualquier caso, es cómico. Un poco torpe pero cómico. Simone la contempla mientras ella se aleja. Ágil, esbelta, erguida. Guapa. Sí, es muy guapa. Y la idea de poder verla al día siguiente haciendo fotocopias lo anima. Olly espera a que la puerta de cristal se abra. Saluda a las dos recepcionistas. Acto seguido, abandona el edificio. Da algunos pasos, cruza el gran portón eléctrico y cuando está a punto de llegar junto a su moto lo ve. Está en el coche. En su nuevo Fiat 500 blanco con bandas negras a los lados. Le hace luces. Olly levanta la mano y lo saluda risueña. Se acerca a él corriendo y abre al vuelo la puerta.

– ¡Caramba, Giampi! ¿Qué haces aquí? -Le planta un beso en la boca-. ¡Me alegro mucho de verte! ¡No me lo esperaba!

– Cariño, sabía que era un día importante para ti y he pensado en pasar a recogerte. Deja la moto aquí, después te traigo yo -dice Giampi mientras mete la primera.

– ¡Está bien, genial! Es una de esas veces en que realmente me alegro de que existas…

Giampi la mira, falsamente disgustado.

– ¿Por qué? ¿Las otras no?

– También…, ¡pero hoy necesito un poco de amor!

Giampi vuelve a sonreír. Si bien esa palabra lo agobia un poco, disimula.

– Cuéntame…, ¿cómo te ha ido?

– Diría que ha sido poco menos que desastroso… Pero lo conseguiré… -y Olly decide contárselo todo mientras se dirigen hacia el centro dejando a sus espaldas el gran edificio.

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