Ciento cincuenta

El tráfico es particularmente intenso. Erica repiquetea nerviosa con el dedo en la ventanilla. Después mira a su madre, que va al volante.

– Venga, mamá, muévete… ¡Me esperan en el aeropuerto! ¡Ya sabes que odio llegar tarde cuando organizo un viaje!

La madre de Erica sonríe.

– ¡Ni que yo tuviera una varita mágica capaz de hacer desaparecer todos esos coches! Además, la próxima vez, en lugar de perder tres horas haciendo las maletas intenta darte un poco más de prisa y así podremos salir antes.

Erica mira afuera. A fin de cuentas, ella siempre tiene razón. Aunque no me importa. Esta vez no quiero enfadarme. Quiero disfrutar. Fuerteventura. Un nuevo inicio. Mar. Playa. Discotecas. Sin preocupaciones por fin. Sin chicos rondándome por la cabeza. Nada. Mis amigas y yo, nada más. Y varios compañeros de la facultad de Niki. Sí. Sencillez. Sin problemas. El mar y yo. Acto seguido mira de nuevo a su madre y le planta un beso en la mejilla. Como no se lo esperaba, casi le hace dar un bandazo.

– Pero ¿qué haces, Erica? ¡Casi nos matamos! Avisa, ¿no?

Ella se echa a reír.

– Claro, te diré: «¡Perdona, mamá, pero voy a besarte! Prepárate, ¿eh?» ¿Ves?, ése es precisamente el problema de los tiempos que vivimos. Nadie está ya acostumbrado a los gestos de afecto. Ni siquiera tú. Pero, en cambio, nos equivocamos. Es algo parecido a esa historia de los abrazos gratis…, ¿sabes que por la calle regalan abrazos gratis a los desconocidos? Existe incluso el día mundial, que se celebra desde hace unos años. Me parece precioso. La gente se abraza, a menudo sin conocerse, por un único motivo: intercambiar un afecto sincero. De modo que, como estás conduciendo y no puedo abrazarte, acepta mi beso y calla.

La madre de Erica sacude la cabeza.

– Tengo la impresión de que necesitas estas vacaciones, tesoro… ¡Estás un poco estresada! -y sigue conduciendo hasta que, al final, vislumbran el aeropuerto.

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