Cincuenta y tres

Cristina sigue cocinando, prueba la sopa con el cucharón. No. Así no va bien, está sosa. Abre el salero y añade un poco de sal. A continuación echa también caldo vegetal granulado. Media cucharadita. Después ladea la cabeza y reflexiona. Sí, también un poco de guindilla. Venga. La parte por la mitad y la echa en la sopa. Sostiene el teléfono con la mejilla contra el hombro derecho para tener las dos manos libres y seguir escuchando el desahogo. Más que justificado.

– Hemos roto para siempre. Lo he echado de casa con todas sus cosas. -Susanna se interrumpe por un momento al otro lado de la línea. Después prosigue-: ¿Y sabes lo que te digo? Que no sé por qué no lo hice antes. En el fondo siempre he sabido que tenía otra; desaparecía, entraba y volvía a salir, a veces incluso hasta altas horas de la noche, de vez en cuando incluso los fines de semana. ¡Venga ya! ¿Desde cuándo se celebran también reuniones de trabajo el sábado y el domingo? ¡Sólo le ocurría a él! ¡Era el único que tenía clientes así!

Cristina prueba de nuevo el caldo. Ahora está mejor. La historia de Susanna es, cuando menos, curiosa. -¿Y cómo lo llevas? Quiero decir, ¿qué dicen tus hijos, por ejemplo? -Cristina la escucha sin dejar de remover.

– Mira, he hablado largo y tendido con ellos. Nosotros pensamos siempre que no nos entienden…, pero te digo que no es así, son ya muy maduros y responsables. Mi hijo me vio llorar. ¿Sabes lo que me dijo?

«Si has decidido así, está bien, mamá. A nosotros nos parece bien, pero, te lo ruego, no llores más.» ¿Comprendes? ¡Eso sí que es un hombre! ¡Quiere que sea feliz! ¡No como ese invertebrado de Pietro! ¡Mira, cuanto más lo pienso, más creo que estaba loca cuando me casé con él!

– Sí… -Cristina se echa a reír al otro extremo de la línea-. Loca de amor…

– ¡No! ¡Por las tonterías que me contaba! Bueno, ahora debo dejarte porque tengo que ir a preparar… -Susanna se interrumpe un instante y se da cuenta de que no le ha preguntado nada a su amiga-. Y tú, ¿cómo estás?

– Bien.

– ¿Segura? ¿Todo va bien?

– De maravilla, estoy contenta. Si te parece hablamos mañana o más tarde, no tengo intención de salir.

– Está bien, hasta luego.

Cristina cuelga el teléfono y lo apoya en el borde de la pila. Luego lo mira. Bien. ¿Por qué he dicho que estoy bien? No tenía ganas de hablar. No me apetece contar mis cosas, escucho a todo el mundo, pero nunca tengo el valor suficiente para expresar mis sentimientos. Qué coñazo. No, así no va bien. Tengo que ser capaz de decírselo, tengo que admitirlo, a mí misma y a los demás. Debo decirlo. Y, casi con rabia, tapa la cacerola haciendo salir un poco de caldo que, inocente, y sin saber el motivo de esa cólera repentina, cae un poco más lejos. Cristina parece debilitada por la confesión tan sincera y personal que acaba de hacerse a sí misma. A continuación se deja caer en la silla, delante de la mesa y de la televisión y, casi sin darse cuenta, coge el mando y la enciende. Como suele suceder, parece un juego del destino. Burlón, divertido y amargo. En la pantalla aparece un psicólogo en primer plano, como si la cámara pretendiera atribuir aún más importancia a lo que está a punto de decir.

– Es irremediable, a veces somos incapaces de hablar y eso no hace sino aumentar nuestro dolor. El verdadero problema es que no conseguimos admitir nuestro fracaso, y no un fracaso concreto. Poco importa de qué tipo sea; la imposibilidad de contarlo nos impide comprenderlo de verdad, afrontarlo, resolverlo y analizarlo. Tenemos tendencia a ocultar esa incapacidad por las razones más variadas nos dedicamos a traicionar, a estar siempre rodeados de gente, a escuchar sus historias o a comprar compulsivamente cosas inútiles. Este caos, este ruido existencial, esta forma de cerrar los ojos, los oídos y la mente se denomina «intento de fuga». Pero es difícil que se pueda seguir así eternamente, tarde o temprano la persona se derrumba, y cuando esto sucede basta una chispa…

Poco a poco, la mente de Cristina se evade, se aleja, deja de oír esas palabras y se guarece en sus pensamientos. Se ve cuando era joven. En una playa, corriendo delante de Flavio, que la persigue. Se caen al agua riéndose. Eran las primeras vacaciones que pasaban juntos en Grecia, en Lefkada. Luego sigue hundiéndose en los recuerdos, una noche de esa misma semana. Caminan por el paseo marítimo y llegan hasta la punta donde hay un pequeño faro que emite una luz verde intermitente, y allí, ocultos en la penumbra, entre escollos y recovecos, detrás de un cañaveral que se balancea con la brisa nocturna, hacen el amor. Cristina se acuerda perfectamente de ese momento y sonríe mientras juguetea con la cuchara sobre la mesa, esa locura, ese deseo repentino, eran jóvenes y estaban hambrientos de amor, besos casi robados entre mordiscos, entre el sonido ligero que producían las cañas agitadas por el viento, de las olas del mar, rebeldes espectadoras de su sana pasión. Otro recuerdo repentino. El blanco de la nieve iluminada por el sol. Un día precioso en Sappada, junto a Cortina, deslizarse por la nieve fresca manteniendo el equilibrio, agachándose ágiles y veloces, hacia adelante y hacia atrás, manteniendo las puntas de los esquís en alto para no frenar. Se acuerda como si hubiese sucedido ayer. Casi le parece verlo de nuevo como si de una Película se tratara. Una bonita película de amor. Y ese beso bendecido Por el sol. Las manos ávidas de pasión que hurgan en el interior de la ropa, se quitan los esquís a toda prisa, se refugian detrás de una roca Para seguir desnudándose, jadeando rebeldes, enloquecidos por ese amor tan hermoso, pleno, niño, tonto y caprichoso que es imposible controlar. Después vuelven a esquiar hasta tarde, enamorados sin más. Qué cosas, piensa Cristina mientras coloca la cuchara en su sitio. Éramos increíbles. El amor nos inquietaba, nos agitaba. ¿Y ahora? ¿Dónde hemos acabado ahora? Y se ve tristemente ofuscada, casada, sí, pero poco menos que harta del amor. Qué tristeza. Cansada de amor, sentada, justo como ella en ese instante, delante de un psicólogo que casi parece estar hablando del fin de su bonita historia… En ese momento oye que se abre la puerta.

– ¿Estás en casa, cariño? -Flavio cierra la puerta, deja la bolsa sobre la mesa de la entrada, se quita el abrigo, lo arroja sobre el sofá y se dirige hacia la cocina-. ¿Cri? ¿Dónde estás? -Entra y la encuentra delante de los fogones-. Ah, estás aquí. Pero ¿por qué no me has contestado? Mira lo que he comprado… ¡La cafetera de George Clooney! -La deja sobre la mesa y acto seguido abre la nevera para buscar algo de beber-. Supongo que preferirías que te la trajese él en persona, ¿eh?

Las palabras del psicólogo retumban en la cabeza de Cristina: «Compran cosas inútiles de forma compulsiva… para ocultarse, para cerrar así ojos, para seguir adelante como si nada…» Lentamente se echa a llorar, en silencio, de cara a la pared.

– ¿Cri? ¿No dices nada? ¿Te gusta? ¿Te alegras de que la haya comprado?

Flavio se vuelve y se queda boquiabierto. El corazón le da un vuelco, está desconcertado, asombrado, sinceramente sorprendido.

– ¿Qué te ha pasado, cariño? -Flavio se acerca a ella. Casi de puntillas, aterrado de que pueda suceder algo más, de que la situación se precipite posteriormente-. ¿Lloras porque hemos discutido?

Cristina niega con la cabeza, no consigue hablar, sorbe por la nariz, sin dejar de llorar, mira al suelo, pero sólo ve las baldosas, las que eligieron juntos cuando decidieron cómo decorar la cocina. Las ve desenfocadas, ofuscadas por las lágrimas, cada vez más grandes. No logra articular palabra, tiene un nudo en la garganta. Las palabras del psicólogo vuelven a retumbar en su mente: el verdadero problema lo constituye la imposibilidad de reconocer el propio fracaso, y no el fracaso en sí mismo. Flavio apoya una mano bajo la barbilla de ella, prueba a levantarle la cara con dulzura, ayudando el movimiento con dos dedos, y busca su mirada. Cristina aparece ante sus ojos con el semblante transido de dolor y los ojos anegados en lágrimas. Por fin logra hablar.

– Ya no estoy enamorada.

Flavio apenas puede creer lo que acaba de oír.

– Pero ¿por qué dices eso?

Cristina se sienta y tiene la impresión de haber superado un obstáculo, de haber salido de un agujero negro, de haber saltado un muro que le parecía insalvable, quizá de haber salido de ese pozo oscuro donde se estaba hundiendo inexorablemente.

– Porque lo nuestro se ha acabado, Flavio. No te das cuenta, no quieres darte cuenta. Mira, no dejas de comprar cosas nuevas: un exprimidor eléctrico, la televisión de plasma, el horno microondas… En esta casa sólo hay electrodomésticos modernos y caros. ¿Y nosotros? ¿Qué ha sido de nosotros?

– Estamos aquí… -Flavio se sienta delante de ella consciente de lo pobre de su respuesta comparado con el problema que Cristina le acaba de plantear. De manera que prosigue, intentando mostrarse más seguro y convencido-: Estamos aquí, donde estábamos, donde siempre hemos estado.

Ella niega con la cabeza.

– No. Ya no estamos. La presencia no basta…, así no. Ya no hablamos, no nos contamos nada de nuestro trabajo, por ejemplo… De nuestros amigos. Sin ir más lejos, no me comentaste lo de Pietro y Susanna.

– Porque no sabía cómo decírtelo…

Flavio se agita nervioso en la silla. Ya está -piensa para sus adentros-, ese capullo de Pietro y sus líos siempre tienen la culpa de todo. Cristina lo mira y esboza una sonrisa.

– Pero no me refiero a eso…, da igual. Pese a que demuestra una vez más que no tienes ganas de compartir conmigo las cosas como antes, el verdadero problema es que ya no estoy motivada… Ni siquiera me he enojado porque no me lo hubieras contado… Da la impresión de que seguimos adelante porque no hay más remedio, pero la vida no debe ser así, ¿verdad? Hace falta entusiasmo… Incluso cuando pasa el tiempo. Mejor dicho, sobre todo cuando pasa el tiempo.

Crecemos, cambiamos, y estar juntos implica contarse las cosas, comunicar esos cambios para construir un nuevo equilibrio… Y a la vez seguir siendo nosotros mismos, pero diferentes, más grandes y ricos en experiencias. En cambio, nosotros estamos aquí como dices tú, sí pero hemos quedado reducidos a la imagen de lo que éramos, a un mero reflejo. Nosotros estamos ya en otra parte…

– Sí, eso es cierto… -En realidad, Flavio no sabe qué decir, de manera que sólo se le ocurre lo peor-. Dime la verdad… ¿Has conocido a otro?

Cristina lo mira sorprendida. Decepcionada. Como cuando un anhela contar un problema y, cuando por fin le salen las palabras, la persona que tiene delante, la destinataria de la sinceridad no está… no lo capta…, no lo entiende. Porque en realidad se encuentra en otro lugar.

– ¿Y eso qué tiene que ver?… Parece que no me conoces.

– No me has contestado.

Cristina lo mira ahora con dureza.

– Mi comportamiento debería valerte como respuesta. No. No he conocido a nadie. ¿Estás contento?

Flavio permanece en silencio. ¿Me estará diciendo la verdad? Si hubiese conocido a alguien, ¿me lo diría? Hay que reconocer que hace mucho tiempo que no hacemos el amor… y que cuando lo hacemos…

– ¿En qué estás pensando?

– ¿Yo? En nada…

– No es cierto. Lo sé.

– ¿Qué es lo que sabes? ¿Sabes en qué estoy pensando?

– No. Sólo sé que no me estás diciendo la verdad.

– Te la he dicho: en nada. -Cristina sacude la cabeza-. No me entiendes.

– Como quieras… -Flavio exhala un suspiro-. Trataba de comprender si me estás mintiendo o no. ¿Has conocido a otra persona?

Cristina suspira largamente. Nada. Es imposible. Insiste. No me cree. No logra creerme. O hay otro hombre o el problema no existe. Ahora Cristina está enfadada: ¿acaso ella no cuenta? Pero ¿es que sólo el engaño es digno de atención?

– No lo entiendes, no quieres entender el problema. No he conocido a nadie, si es eso lo que te interesa. -Acto seguido apaga el fuego

pone la cacerola sobre la mesa, coge el cucharón y empieza a servir el caldo en los platos.

Flavio no sabe qué decir.

– Voy a lavarme las manos. Ahora vuelvo.

Poco después se sientan a comer uno frente a otro. El silencio es insoportable. Y el zapeo de Flavio no hace sino empeorarlo.

– Debería salir el cantautor De Gregori en el programa de Fazio…

El psicólogo ha sido meridiano. Cristina bebe un poco de caldo. De nuevo esas palabras. Ese aturdimiento constante de los oídos y de la mente se denomina «intento de fuga». De improviso se siente más serena, tranquila y relajada, como si el nudo que la oprimía se hubiese deshecho. Y la envuelve un calor general que no se debe tan sólo a la cucharada de caldo.

– ¿Puedes apagar la televisión, por favor?

Flavio la mira sorprendido, pero al verla tan decidida no lo piensa dos veces y hace lo que le pide.

Cristina sonríe.

– Gracias… Te ruego que me escuches y que no me interrumpas. He tomado una decisión. Si me amas o si, en cualquier caso, me has amado, te ruego que la aceptes sin discutir. Por favor.

Flavio no contesta. Traga y a continuación asiente con la cabeza sin encontrar una frase que resulte adecuada para ese momento. Cristina cierra los ojos por unos instantes. Luego los abre de nuevo. Se siente serena, ha hecho acopio del valor que necesitaba. Enfrentarse a un fracaso significa dejar de ser ese fracaso. De manera que, sin prisas, empieza a hablar.

– No soy feliz. Un río en crecida parece salirse de repente de su cauce, inunda la tierra que lo rodea, se expande y lo ocupa todo tras haberse liberado. Arrastra todo y a todos. E incluso puede hacer daño.

Pero ella continúa, libre e incontenible, verdadera y sincera. Dolorosa-. Hace mucho tiempo que no soy feliz.

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