Cuarenta y ocho

Italia. Roma. Via Panisperna.

Sentada en el gran sofá de tela azul Ingrid está viendo el DVD de Monstruos contra alienígenas, fascinada por las imágenes de colores en movimiento. A ambos lados de ella, Anna y Enrico le hacen compañía. La niña se abalanza sobre Anna y la abraza con fuerza. Ella le devuelve el abrazo y las dos permanecen por un momento así. Enrico las mira. Hay que reconocer que se llevan muy bien. Después se da cuenta de que son las siete.

– Eh, Anna, ¿qué dices? ¿Nos preparamos algo? Así la niña come algo y tú también cenas. Puedes subir más tarde, ¿no?

La chica mira el reloj y resopla.

– Bueno, si no puedes da igual… -le dice Enrico.

– No, no es eso… Es que el tiempo vuela… ¡Hay días que parecen pasar en cinco minutos! Está bien, sí, cocinemos un poco de pasta con calabacines, ¿te apetece? Me sale muy rica. Hay calabacines porque esta mañana Ingrid y yo hemos salido a hacer la compra, ¿verdad, Princesa? -pellizca a la niña en el brazo blandito y rechoncho, y ésta se echa a reír de inmediato.

– ¡Genial! Me encanta la pasta con calabacines.

Se ponen a cocinar. Anna lava y corta los calabacines a tiras. Enrico coge una sartén antiadherente, echa un chorrito de aceite y unas chalotas, que sofríe sobre la placa vitrocerámica. Pasados unos instantes, Anna echa los calabacines y los remueve con una cuchara de madera. Bromean, se ríen y se chinchan el uno al otro mientras Ingrid los mira sentada en su trona y participa a su manera moviendo algunas cosas de la mesa, que ya han preparado para comer.

– ¡Me divierte cocinar contigo! -dice Anna mientras tapa la cacerola para que el agua hierva antes.

– ¡Sí! ¿Qué pasta quieres que hagamos?

– La de huevo, está ahí, en la despensa.

– Ah… -Enrico sonríe.

Sabe más sobre mi casa que yo. Se ha aclimatado de prisa. Y la idea le produce un repentino placer.

Poco después están sentados a la mesa dando buena cuenta de la deliciosa pasta cocida al dente, salpicada de perejil picado y parmesano. Ingrid apura su leche homogeneizada con la cuchara. También ella está tranquila. Después comen varias piezas de fruta fresca. Y, por último, el café. Luego Anna lleva a Ingrid a su habitación porque a la niña le ha entrado sueño. Vuelve a la cocina. Enrico se ha puesto el delantal y los guantes de goma.

– Dado que has cocinado tú, yo lavo y tú secas.

– Sí, la verdad es que el lavavajillas está vacío y no hay muchos platos que lavar. Mejor que lo hagamos a mano. Si no, puedes meterlos ahora y lo ponemos en marcha mañana por la noche, cuando esté lleno. Es importante no malgastar agua y energía, ¿sabes? Yo presto mucha atención a ese tipo de cosas.

Enrico esboza una sonrisa.

– ¡Está bien, está bien, jefa! ¡Yo también me convertiré a la ecología!

– ¡Y harás bien! ¡El planeta te lo agradecerá! Además, te comunico que mañana pienso comprar bombillas de bajo consumo y cambiar las que tienes. Cuestan un poco más, pero duran mucho y te ayudan a ahorrar.

– De acuerdo, gracias. Te dejaré el dinero sobre la mesa.

– No, ya me lo darás cuando las compre. ¡Venga, empecemos! Usa poca agua y detergente, ¿eh? ¡No necesitamos un pozal!

Se ponen a lavar los platos, los vasos, la sartén, la cacerola y el resto de los utensilios que han usado. Enrico friega y Anna seca. Un sincronismo perfecto. Y, sin dejar de reírse, se cuentan varios episodios, recuerdos de campamentos, de vida en solitario.

– ¿Sabes, Anna? -dice Enrico a la chica mientras le tiende un plato hondo.

– ¿Sí?

– No sé cómo decírtelo…

– ¿El qué? -Anna lo mira con curiosidad porque de repente Enrico se ha puesto muy serio.

– Me da un poco de vergüenza, pero tengo que reconocer una cosa…

– ¿Cuál?

– No es fácil de decir, pero cuando estoy contigo…

Anna deja de secar el plato y lo mira.

– Sí, en fin, por primera vez en mucho tiempo, cuando estoy contigo no sólo pienso en Ingrid…

Anna lo mira y a continuación esboza una sonrisa dulcísima y un poco tímida. Después, para atenuar la tensión que se ha creado entre ellos, coge la sartén y la coloca en su sitio. Enrico la mira por un instante. Le gustaría seguir hablando. Describirle su nuevo estado de ánimo. Esa ligereza que ha vuelto a experimentar después de mucho tiempo. La renovada conciencia de sí mismo. Además, querría decirle que es guapa, sí. Y dulce. Y que a su lado se siente muy bien. Pero cuando Anna está a punto de volverse y él de hablar, no lo consigue y agacha la cabeza. Lava de nuevo el plato que todavía tiene en la mano tratando de disimular. Es uno de esos momentos en que parece que va a producirse un estallido y de improviso, sin una razón aparente, éste se apaga. Y no vuelve. Anna se coloca otra vez a su lado. Espera algo. Una frase. Una palabra. También ella se siente extraña, como si la hubiesen descubierto. Permanecen en silencio por unos instantes. Y el hilo se rompe.

– Sí…, quiero decir que he pasado varios días preocupándome por la niña, pensando en cómo me ocuparé de ella, en darle lo mejor para que no sienta la ausencia de su madre…, y me he anulado. Voy al trabajo, paso por casa de mi madre para dejarle a Ingrid, después regreso Para recogerla y vuelvo aquí. Todos los días lo mismo. Todas las noches igual. Se acabó el futbito, las veladas con Alex, Flavio y Pietro. Nada… Y, en cambio, ahora, gracias a ti consigo relajarme otra vez, pensar que tengo una vida fuera de estas cuatro paredes, amigos. En fin, de no haber sido por tu ayuda me habría perdido. Eres una magnífica colaboradora. Si uno de mis amigos necesita una canguro les daré tu nombre. ¡Puedes estar segura! -dice mientras sigue pasándole la vajilla mojada a Anna.

Ella no lo mira. Se limita a esbozar una sonrisa. Amarga. Distante. Quizá decepcionada. A continuación abre la puerta de un mueble y coloca un cazo en su sitio. Así es. Hay instantes en que todo parece posible y todo puede cambiar. En que todo está al alcance de la mano. Fácil y bonito. Pero de repente llega la duda, el miedo a equivocarse y a no haber entendido bien lo que el corazón siente de verdad. Y puf. Nada. Una promesa fallida.

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