Harry aún recordaba la tarjeta, el árbol decorado en el patio, las caras sonrientes, todos con gorros de Papá Noel. Guardaba una copia en algún lugar de casa, en un cajón; sus colores antes brillantes palidecían poco a poco adquiriendo tonos pastel. Fue la última vez que estuvieron todos juntos. Sus padres tenían treinta y tantos años de edad. Él contaba once, Danny, ocho y Madeline, casi seis. Los cumplió el primero de enero y murió dos semanas después.
Era una tarde de domingo, luminosa, despejada y muy fría. Danny, Madeline y él jugaban en un estanque congelado cerca de su casa. Unos chicos mayores jugaban a hockey a escasa distancia. Un grupo patinó en dirección a ellos, detrás del disco.
Harry aún oía el agudo crujido del hielo. Sonaba como el disparo de una pistola. Vio que los jugadores de hockey se detenían de golpe. Y, luego, el hielo se rompió bajo los pies de Madeline. No emitió sonido alguno; sencillamente se hundió. Harry gritó a Danny que corriera en busca de auxilio, se quitó el abrigo y se lanzó al agua detrás de ella, pero no vio más que una negrura helada.
Ya casi había oscurecido y el cielo detrás de los árboles desnudos era una veta roja cuando los buceadores del cuerpo de bomberos la sacaron a la superficie.
Harry, Danny y sus padres esperaron junto a un sacerdote en la nieve mientras los bomberos cruzaban la placa de hielo.
El jefe de la cuadrilla, un hombre alto con bigote, había recibido el cuerpo de manos de los buceadores, lo había envuelto en una manta, y en ese momento lo sostenía en sus brazos a la cabeza del grupo.
A lo largo de la orilla, a una distancia prudencial, los jugadores de hockey, sus padres y hermanos, los vecinos y los extraños observaban en silencio.
Harry empezó a avanzar, pero su padre lo sujetó con firmeza por los hombros y lo detuvo. Cuando llegó a la orilla, el jefe de los bomberos se paró y el cura dio la extremaunción sobre la manta, sin abrirla. Cuando hubo terminado, el jefe de los bomberos, seguido por los buceadores, que aún llevaban puestas las botellas de oxígeno y los trajes isotérmicos, se dirigieron hacia una ambulancia blanca que los aguardaba. Subieron a Madeline, y el vehículo se puso en marcha internándose en la oscuridad.
Harry siguió con la mirada los puntos rojos de las luces traseras hasta que desaparecieron. Después se volvió. Danny estaba allí, a sus ocho años de edad, temblando de frío, con la vista clavada en él.
– Madeline está muerta -dijo, como si intentara entenderlo.
– Sí… -susurró Harry.
Era el domingo 15 de enero de 1973. Estaban en Bath, Maine.
Pio tenía razón: Yu Yuan, el restaurante chino de Via delle Quattro Fontane, al final de la calle, era un lugar tranquilo. Al menos lo era donde él y Harry se habían sentado, a una mesa lacada, apartada de la puerta de entrada de linternas rojas y de la aglomeración de clientes del mediodía, con una tetera y una botella grande de agua mineral entre ambos.
– ¿Sabe qué es el Semtex, señor Addison?
– Un explosivo.
– Ciclotrimetileno, tetronitrato de pentaeritritol y plástico. Después de estallar deja un residuo de nitrato característico junto con partículas de plástico. También despedaza el metal en trocitos pequeños. Fue la sustancia con la que volaron el autocar de Asís. Los expertos lo han confirmado esta misma mañana, y se anunciará públicamente esta tarde.
La información que Pio estaba dándole era clasificada y Harry lo sabía. Era parte de lo que aquél le había prometido. Sin embargo, poco o nada le decía acerca de sus motivos para sospechar de Danny. Pio se limitaba a hacer lo mismo que Roscani; proporcionarle los datos estrictamente necesarios para continuar la conversación.
– Saben qué ocurrió. ¿Saben quién lo hizo?
– No.
– ¿Era mi hermano el objetivo?
– No lo sabemos. Sólo estamos seguros de que ahora traemos entre manos dos investigaciones distintas: la del asesinato de un cardenal y el atentado contra un autobús.
Un anciano camarero oriental se acercó a la mesa mirando a Harry e intercambió un par de bromas en italiano con Pio. Éste pidió los platos de memoria y el camarero dio una palmada, hizo una rápida reverencia y se marchó. El policía se volvió hacia Harry.
– Hay, o más bien había, cinco cardenales del Vaticano que servían como asesores de confianza del Papa. El cardenal Parma era uno de ellos. El cardenal Marsciano es otro… -Pio llenó su vaso con agua mineral, esperando de Harry una reacción que no se produjo-. ¿Sabía que su hermano era el secretario personal del cardenal Marsciano?
– No…
– Este puesto le daba acceso directo a los asuntos internos de la Santa Sede, entre ellos, el itinerario del Papa; sus compromisos: dónde, cuándo, por cuánto tiempo; por qué puertas entraba y salía de los edificios; las medidas de seguridad: guardias suizos o policía o ambos, cuántos agentes… ¿El padre Daniel nunca mencionó estas cosas…?
– Ya le he dicho que no estábamos muy unidos.
Pio lo estudió.
– ¿Por qué?
Harry no respondió.
– Hacía ocho años que no hablaba con su hermano. ¿Por qué razón?
– No tiene sentido tocar el tema.
– Es una pregunta sencilla.
– Se lo he dicho: algunas cosas se complican a lo largo del tiempo. Viejos asuntos. Problemas de familia. Es un asunto aburrido y que nada tiene que ver con asesinatos.
Por unos momentos Pio permaneció inmóvil, luego tomó su vaso y bebió un sorbo de agua mineral.
– ¿Es ésta su primera visita a Roma, señor Addison?
– Sí.
– ¿Por qué ahora?
– He venido para llevarme su cuerpo a casa… No hay otro motivo. Ya se lo he dicho.
Harry sintió que Pio empezaba a presionar como Roscani lo había hecho con anterioridad, en busca de algo definitivo: una contradicción, un desvío de la mirada, un instante de vacilación; cualquier cosa que sugiriese que se guardaba algo o mentía de manera descarada.
– Ispettore capo!
El camarero llegó sonriendo, como antes, e hizo sitio en la mesa para cuatro bandejas humeantes, parloteando en italiano.
Harry esperó a que terminara y, cuando se hubo marchado, miró a Pio a los ojos.
– Estoy diciéndole la verdad. Desde el principio… ¿Por qué no cumple con su promesa y me cuenta lo que hasta ahora no me ha contado, las razones por las que piensa que mi hermano estaba involucrado en el asesinato del cardenal?
Pio indicó con un gesto a Harry que se sirviera. Éste sacudió la cabeza.
– Muy bien. -Pio extrajo una hoja doblada de su chaqueta y se la entregó a Harry-. La policía de Madrid la encontró cuando registraba el piso de Valera. Léala con atención.
Harry extendió la hoja. Era una fotocopia ampliada de lo que parecía ser una página arrancada de una agenda telefónica. Los nombres y las direcciones estaban escritos a mano en español, con los correspondientes números telefónicos a la derecha. Casi todos parecían ser de Madrid. En la parte inferior de la hoja había un número suelto, y a la derecha la letra R.
No tenía sentido. Nombres españoles, números telefónicos de Madrid. ¿Qué tenía que ver con todo lo demás? A menos que la R en la parte inferior de la hoja se refiriera a Roma, pero a continuación había un número sin nombre alguno. Entonces cayó en la cuenta.
– Santo Dios -exclamó sin aliento y lo miró de nuevo. El número de teléfono que aparecía junto a la R era el mismo que Danny había dejado en su contestador automático. Alzó la vista de golpe. Pio lo observaba.
– No sólo se trata del número de teléfono, señor Addison. También hay registros de llamadas -dijo Pio-. Durante las tres semanas previas al asesinato, Valera telefoneó una docena de veces al piso de su hermano desde su teléfono móvil. Al principio desde Madrid, y luego desde Roma, cuando llegó aquí. Hacia el final se hicieron más frecuentes y breves, como si confirmara instrucciones. Por lo que sabemos, se trata de las únicas llamadas que efectuó mientras estuvo aquí.
– ¡Unas llamadas telefónicas no convierten a nadie en un asesino! -A Harry le costaba creerlo. ¿Era eso todo lo que tenían?
Una pareja que acababa de sentarse a una mesa miró en su dirección. Pio esperó a que se volvieran y bajó la voz.
– Le hemos dicho que existen pruebas de la presencia de una segunda persona en la habitación. Y que creemos que fue esa segunda persona, y no Valera, quien asesinó al cardenal Parma. Valera era un agitador comunista, pero no nos consta que alguna vez haya disparado un arma. Le recuerdo que su hermano era un tirador de primera entrenado en el ejército.
– Es un hecho, no una conexión.
– No he terminado, señor Addison… El arma homicida, la Sako TRG 21, suele emplearse con cartuchos Winchester del 308. En este caso, estaba cargada con balas Hornady del 150 con punta de aguja. Se consiguen, sobre todo, en tiendas de armas especializadas… Del cuerpo del cardenal Parma se extrajeron tres… La recámara del rifle tiene capacidad para diez cartuchos. Los siete restantes seguían allí.
– ¿Y qué?
– Lo que nos llevó al piso de su hermano fue la agenda personal de Valera. No estaba allí. Por supuesto, había marchado a Asís, pero entonces no lo sabíamos. Conseguimos una orden de registro gracias a la agenda de Valera…
Harry escuchaba en silencio.
– Una caja de cartuchos corriente contiene veinte balas. En un cajón cerrado con llave en el apartamento de su hermano encontramos una caja de cartuchos con diez balas Hornady del 150. Junto a ella había una segunda recámara para el mismo rifle.
Harry se quedó sin aliento. Quería responder, alegar algo en defensa de Danny, pero no era capaz.
– También había un recibo por 1.700.000 liras…, algo más de mil dólares, señor Addison. La cantidad que Valera pagó en metálico para alquilar el piso. El recibo llevaba la firma de Valera. La caligrafía era la misma que la de la página de la agenda que tiene usted.
»Pruebas circunstanciales. Sí, lo son. Y si su hermano viviese podríamos interrogarlo al respecto y darle la oportunidad de refutarlas -Pio hablaba con rabia y apasionamiento-. También podríamos preguntarle por qué hizo lo que hizo, y quiénes más estaban involucrados. Y si su intención era matar al Papa. -Desde luego, nada de esto es posible… -Pio se apoyó en el respaldo de su silla, toqueteando su vaso de agua mineral, y Harry percibió que la emoción se disipaba poco a poco-. Tal vez descubramos que íbamos descaminados, pero no lo creo… Hace mucho que me dedico a esto, señor Addison, y resulta difícil acercarse más a la verdad, sobre todo cuando el principal sospechoso está muerto.
Harry desvió la vista y la habitación se volvió borrosa. Hasta entonces, estaba convencido de que la policía se equivocaba, de que tenían al hombre equivocado, pero aquello lo cambiaba todo.
– ¿Y qué me dice del autocar…? -preguntó con apenas un hilo de voz, mirando de nuevo al agente.
– ¿Tal vez la facción comunista que estaba detrás de la muerte de Parma? ¿La Mafia, en un asunto completamente diferente? ¿Un empleado descontento de la compañía de transporte con conocimientos sobre explosivos? No lo sabemos, señor Addison. Como ya le he dicho, el atentado contra el autocar y el asesinato del cardenal constituyen investigaciones distintas.
– ¿Cuándo se hará público todo esto…?
– Lo más probable es que no se haga público mientras dure la investigación. Después, acataremos los deseos del Vaticano.
Harry entrelazó las manos ante sí y bajó la mirada. La emoción lo embargaba. Era como si acabasen de comunicarle que padecía una enfermedad incurable. La incredulidad y la negación no cambiaban nada: las radiografías, los análisis y los escáneres estaban allí para corroborarlo.
Sin embargo, aunque todas las pruebas que poseía la policía parecían muy sólidas, ninguna de ellas era irrefutable, tal como había admitido Pio. Por otra parte, al margen de lo que les hubiera contado sobre el contenido del mensaje que Danny le había dejado en el contestador, sólo él había oído su voz: el miedo, la angustia y la desesperación. No era la voz de un asesino que imploraba piedad a gritos, sino la de un hombre atrapado en una situación terrible.
Por alguna razón que no acertaba a comprender, Harry se sentía más cerca de Danny de lo que lo había estado desde que eran niños. Tal vez se debía a que su hermano por fin se había acercado a él. Y quizás era más importante de lo que él creía, porque la toma de conciencia de aquello había llegado, no como un pensamiento, sino como un torrente de emociones, conmoviéndolo hasta el punto en que creyó que tendría que levantarse y abandonar la mesa. Pero no lo hizo, porque un instante después se percató de otro hecho: no iba a permitir que condenasen a Danny a que la historia lo conociese como el hombre que había asesinado al cardenal vicario de Roma hasta no haber dejado piedra sin mover y hasta que las pruebas no fuesen absolutas y definitivas.
– Señor Addison, falta al menos un día, o quizá más, para que se completen los procedimientos de identificación y se le entregue el cadáver de su hermano… ¿Se hospedará en el Hassler durante toda su estancia en Roma?
– Sí…
Pio extrajo una tarjeta de visita de su cartera y se la dio.
– Le agradeceré que me mantenga informado de sus movimientos. Notifíqueme si abandona la ciudad o si va a algún lugar en el que nos sea difícil localizarlo.
Harry tomó la tarjeta y la deslizó en el bolsillo de su chaqueta, luego se volvió hacia Pio.
– No tendrán problemas para encontrarme.