Un Roscani preocupado y ansioso se abrió paso hasta una sala de comunicaciones atestada, montada a toda prisa en el interior del cuartel central de la policía de Como. Una docena de agentes uniformados manejaban aparatos de telefonía colocados sobre escritorios en medio de la sala, mientras que un número similar de policías trabajaba ante ordenadores instalados de cualquier modo, donde cabían. Otros agentes -ansiosos, fumando, bebiendo café- iban y venían. Era una sala montada en pocas horas para coordinar una búsqueda a fondo después del fallido registro de Villa Lorenzi.
El punto de atención de Roscani era un enorme mapa de la zona del lago de Como que cubría una pared entera. En él, señalados con pequeñas banderas italianas, destacaban los puntos de control de carreteras en los que hombres fuertemente armados del Gruppo Cardinale detenían y registraban todos los vehículos en circulación: sería una empresa de gran envergadura, a la luz de la irregularidad del terreno y el número de carreteras que ofrecían posibles vías de escape.
Bellagio se hallaba en el vértice de un triángulo de tierra que sobresalía por el norte del lago. Éste se extendía más hacia el norte, y se estrechaba, en forma de largos dedos, a ambos lados del triángulo, hacia Lecco, por el sureste, y hacia Como, por el suroeste, con Chiasso y la frontera suiza tierra adentro, hacia el noroeste.
Debido a su ubicación, Chiasso constituía el punto de huida más probable, y la guarnecían muchos hombres, pero quedaban otros lugares del país donde los fugitivos podían ocultarse y aguardar a que terminase la búsqueda. Los pueblos de Menaggio, Tremezzo y Lenno, al otro lado del lago, en el oeste; Bellano, Gittana y Varenna al este, y aquellos, como Vassena y Maisano, que se encontraban dentro del triángulo, e incluso otros más al oeste.
Era una operación a gran escala que alteraba la vida de casi todos los hogares y negocios de la región; la situación se veía agravada por una invasión total de los medios de comunicación. Apostaban a que el presunto asesino del cardenal vicario de Roma estaba a punto de ser detenido, y lo transmitían en directo al mundo entero.
Para Roscani participar en grandes operativos no representaba una novedad, y sabía que la enojosa atmósfera circense formaba parte de ellos. Por muy bien organizadas que estuvieran las cosas, sus mismas dimensiones las hacían engorrosas. Surgía algo de pronto y distintas personas debían tomar decisiones en cuestión de segundos. Los errores eran inevitables. Bajo el fuego uno no disfrutaba de assoluta tranquillità para serenarse, sopesar las cosas de manera adecuada e intentar encontrar la salida lógica que quizá marcaría la diferencia entre el éxito y el fracaso.
Un ruido inesperado en la parte posterior de la sala lo obligó a levantar la vista. Por un instante vio que unos periodistas se arremolinaban en el pasillo, fuera, gritando preguntas mientras Scala y Castelletti entraban con el capitán y dos miembros de la tripulación del hidrodeslizador que, supuestamente, había transportado al padre Daniel y a sus acompañantes a Villa Lorenzi.
Roscani los siguió hasta una habitación pequeña. Un carabiniere corrió una cortina para dejarlos a solas.
– Soy el inspector jefe Otello Roscani. Les pido disculpas por el desorden.
El capitán del hidrodeslizador sonrió e hizo un gesto de asentimiento. Tenía unos cuarenta y cinco años de edad y parecía estar en forma. Llevaba una chaqueta azul marino y pantalones del mismo color. Los miembros de su tripulación llevaban camisas de manga corta azul claro con charreteras y los mismos pantalones de color azul marino.
– ¿Café? -les preguntó Roscani al percibir su nerviosismo-. ¿Ciga…? -Roscani cayó en la cuenta y sonrió-. Estaba a punto de ofrecerles cigarrillos, pero acabo de dejar el tabaco. Con todo este jaleo, temo mucho que si les dejo fumar acabaré por hacerlo yo también.
Roscani sonrió de nuevo y advirtió que los hombres empezaban a relajarse. Había sido un gesto calculado de su parte, concebido para producir este efecto y, sin embargo, no estaba seguro de que no fuera sincero. Sea como fuere, el comentario había tranquilizado a los hombres, y durante los siguientes veinte minutos conoció los pormenores del viaje de Como a Bellagio, y recibió descripciones detalladas de los tres hombres y la mujer que acompañaban a la persona de la camilla. También obtuvo una información valiosa. El hidrodeslizador había sido alquilado el día anterior a la travesía por medio de una agencia de viajes de Milán, a nombre de un tal Giovanni Scarso, que afirmó que representaba a la familia de un hombre malherido en un accidente de circulación que necesitaba que lo transportasen a Bellagio. Scarso había pagado en metálico y se había marchado. Fue al aproximarse a Bellagio cuando uno de los acompañantes del paciente les había ordenado que se desviaran del muelle principal y se dirigieran más al sur, al muelle de Villa Lorenzi.
Terminado el interrogatorio, Roscani no abrigaba la menor duda de que le habían dicho la verdad y de que el paciente que la tripulación del hidrodeslizador había llevado a Villa Lorenzi era, en efecto, el padre Daniel Addison.
Se volvió hacia Castelletti para pedirle que repasara los detalles una vez más, dio las gracias al capitán y a sus hombres y luego salió, descorriendo la cortina para regresar al bullicio de la sala. Luego, con la misma rapidez, se marchó.
Recorrió un pasillo estrecho y entró en el lavabo, utilizó el urinario, se lavó las manos y se refrescó la cara. Después, convencido de que en semejante situación resultaba imposible pensar sin un cigarrillo, se llevó dos dedos a los labios e inhaló profundamente. Chupando el humo fantasmagórico, sintiendo el golpe imaginario de nicotina en los pulmones, apoyó la espalda en la pared y aprovechó la assoluta tranquilina del lavabo para pensar.
Esa tarde, él, Scala, Castelletti y una veintena de carabinieri habían registrado Villa Lorenzi palmo a palmo. Y no habían encontrado nada. Ni el menor rastro del padre Daniel o de sus acompañantes. No era posible que una ambulancia hubiese estado esperando en algún lugar de la propiedad y hubiese escapado con el paciente, ya que Villa Lorenzi sólo contaba con dos vías de acceso; la entrada principal y una secundaria, y ambas estaban cerradas y se manejaban desde dentro. Un vehículo no podía entrar ni salir sin el conocimiento y la ayuda de alguien del interior. Y, según Mooi, esto no había ocurrido.
Por supuesto, por muy cooperativo que se hubiese mostrado, Mooi quizá mentía. Por otro lado, era posible que alguien hubiese ayudado a huir al padre Daniel sin que Mooi se enterase. Y por último quedaba la posibilidad de que el cura siguiese oculto allí dentro, y que no lo hubiesen encontrado.
Roscani aspiró de nuevo el humo imaginario entre los dedos. Al amanecer, él, Scala, Castelletti y una fuerza selecta de carabinieri regresarían sin avisar a Villa Lorenzi y volverían a registrarla. Esta vez llevarían perros, y no dejarían una sola piedra sin mover, aunque tuviesen que desmantelar toda la propiedad para hacerlo.