CINCUENTA Y SIETE

Lago de Como, Italia, domingo 12 de julio, 20.40 h

El sonido de los motores pasó de un silbido a un zumbido apagado, y la hermana Elena Voso sintió que el hidrodeslizador aminoraba la marcha y el casco de la embarcación se hundía en el agua. Se dirigían a una gran casa de piedra que se alzaba sobre la orilla. A la luz del atardecer vio a un hombre que los esperaba en el muelle, con una larga cuerda en la mano.

Marco bajó del puente y se dirigió a la cubierta. Detrás de ella, Luca y Pietro se pusieron de pie para desenganchar las correas de seguridad que habían sujetado la camilla durante los veinte minutos de viaje desde la costa. El hidrodeslizador era grande, con capacidad, pensó ella, para sesenta personas sentadas, y se empleaba como medio de transporte público entre los pueblos del lago, de cincuenta kilómetros de longitud. Pero en este viaje eran los únicos pasajeros: ella, Marco, Luca y Pietro. Y Michael Roark.

Habían abandonado la casa de Cortona el día anterior, poco después del mediodía. Habían salido a toda prisa, dejando atrás casi todo excepto las medicinas del paciente. Alguien había telefoneado a Luca y Elena había contestado. Luca dormía, había dicho ella, pero la voz la apremió para que lo despertara y le advirtiera que se trataba de algo urgente, y Luca había contestado en el teléfono supletorio de la primera planta.

«¡Sal de ahí, ahora mismo!», ella había oído decir a la voz cuando regresó a la cocina para colgar. Había empezado a escuchar, pero Luca le había pedido que colgara. Y ella había obedecido.

Unos instantes después, Pietro se había marchado en su coche, para volver al cabo de cuarenta y cinco minutos al volante de otra furgoneta. Menos de quince minutos más tarde ya iban en ella, dejando atrás el vehículo en el que habían llegado.

Circulando hacia el norte habían tomado la autostrada AI en dirección a Florencia y luego se habían dirigido a un piso de Milán, donde habían pasado la noche y la mayor parte del día. Allí, Michael Roark había probado su primera comida de verdad: un arroz con leche que Marco había comprado en una tienda de ultramarinos local. La había comido despacio, entre sorbos de agua, y su cuerpo la había aceptado. Pero no había sido suficiente, de modo que ella no había retirado el gota a gota.

El periódico que había comprado, con la fotografía del padre Daniel Addison, se había quedado atrás con las prisas por partir. No sabía si Roark la había visto ocultarlo a su espalda al volverse hacia ella de repente. Lo único que sabía era que la comparación no había sido concluyente. Quizás era el sacerdote norteamericano, quizá no. Todo su esfuerzo había sido en vano.


Las hélices produjeron un estruendo repentino, y luego Elena sintió una sacudida suave, cuando el hidrodeslizador tocó el muelle. Observó a Marco, que lanzaba las amarras al hombre que los aguardaba en tierra y despertó de sus cavilaciones para ver a Luca y Pietro sacar la camilla de la embarcación. Michael Roark alzó la cabeza y la miró, más que nada para asegurarse de que iría con ellos, supuso Elena. Por mucho que hubiera mejorado, hablaba con sonidos roncos y guturales, y seguía sumamente débil. Ella cayó en la cuenta de que, además de su enfermera, se había convertido en su soporte emocional. Era una dependencia cariñosa y, a pesar de toda su experiencia profesional, la conmovía de un modo que nunca antes había sentido.

Se preguntó qué debía de significar, y si estaba cambiando de alguna manera. No pudo por menos de plantearse si cambiaría algo el hecho de que se tratara del sacerdote fugitivo.

Unos minutos más tarde se hallaba fuera de la embarcación y Marco los conducía por la pasarela hacia tierra firme. Elena fue la última en desembarcar. Desde el muelle, escuchó que se aceleraban los motores del hidrodeslizador y se volvió para verlo partir hacia la envolvente oscuridad, con el débil brillo de las luces de popa y la bandera italiana sobre el puente, ondeando al viento. Poco después la nave aceleró y su casco se elevó sobre el agua como un enorme pájaro desgarbado. Al cabo de unos instantes había desaparecido y las aguas negras se tragaban la estela como si la embarcación nunca hubiese existido.

– Hermana Elena -la llamó Marco.

Ella se volvió para seguirlos por los escalones de piedra hacia las luces de la enorme mansión que se alzaba ante ellos.

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