Sentado en la habitación del hotel, Harry jugueteaba con la tarjeta de Pio entre los dedos. El padre Bardoni lo había dejado en el Hassler poco antes de las doce, tras informarle que lo recogería a las seis y media de la mañana siguiente para llevarlo al aeropuerto; él se encargaría de que cargaran el ataúd de Danny. Todo lo que Harry tenía que hacer era subir al avión.
Sin embargo, a pesar de la advertencia de Marsciano, Harry no era capaz de marcharse. No podía llevarse un cuerpo a casa y enterrarlo como si fuera el de Danny cuando en el fondo de su corazón sabía que no era así. Tampoco quería facilitar la labor a la policía y permitir que cerraran el caso del asesinato del cardenal vicario de Roma, hecho que condenaría a Danny para siempre. Después de su cita con Marsciano, Harry estaba más seguro que nunca de que su hermano era inocente.
El problema radicaba en que Harry no sabía qué hacer al respecto ni cómo actuar con rapidez.
Eran las doce y media del mediodía en Roma, las tres y media de la mañana en Los Ángeles. ¿A quién podía llamar que hiciera algo más que mostrarse compasivo? Aunque Byron Willis o cualquier persona del despacho lograra contratar aun prestigioso abogado italiano que lo representara en Roma, necesitarían más que unas horas. En todo caso, si contrataban a un abogado, Harry se reuniría con él y después de explicarle la situación, volvería a encontrarse en el punto de partida. No estaban hablando de un simple error de identificación de un cadáver, sino de la investigación de un asesinato en las altas esferas del Vaticano. Además, los medios de comunicación no tardarían en acosarlo, y tanto su despacho como sus clientes aparecerían en la primera página de los periódicos de todo el mundo. Debía encontrar otro modo, necesitaba ayuda desde dentro, de alguien que estuviera al corriente de la situación.
De nuevo Harry echó un vistazo a la tarjeta de Pio. ¿Y por qué no el detective de homicidios italiano? Ya se conocían, y Pio lo había exhortado a llamarlo. Harry necesitaba confiar en alguien y quería creer que Pio era digno de confianza.
Una persona de la oficina de Pio que hablaba inglés le comunicó que el ispettore capo se hallaba ausente, pero tomó nota del nombre y número de teléfono de Harry y le aseguró que ya lo llamaría. Eso era todo. Que lo llamaría. No sabía cuándo.
¿Qué haría si Pio no llamaba? No lo sabía, pero decidió que lo mejor era confiar en el policía y en su profesionalidad y esperar que lo llamara antes de las seis y media de la mañana siguiente.
Harry estaba afeitándose después de una ducha cuando sonó el teléfono, al que contestó en el cuarto de baño ensuciándolo con espuma Ralph Lauren.
– Señor Addison.
Era Jacov Farel. Jamás olvidaría esa voz.
– Ha sucedido algo relacionado con su hermano, pensé que le interesaría.
– ¿De qué se trata?
– Preferiría que lo viera usted mismo, señor Addison. Mi chófer lo recogerá y lo llevará a un lugar cercano al de la explosión del autocar. Nos veremos allí.
– ¿Cuándo?
– En diez minutos.
– Bien, en diez minutos.
El nombre del conductor era Lestingi o Lestini, Harry no entendió muy bien la pronunciación, pero no preguntó de nuevo porque, al parecer, el hombre no hablaba inglés. Equipado con gafas oscuras de aviador, un polo beige, vaqueros y zapatillas de deporte, Harry se acomodó en el asiento trasero del Opel rojo y no apartó los ojos de las calles de la ciudad.
La idea de otro encuentro con Farel lo inquietaba, pero aún más inquietante resultaba imaginar qué habría encontrado, porque era evidente que, fuera lo que fuese, no beneficiaría a Danny.
En el asiento delantero, Lestingi o Lestini, vestido con el traje negro de rigor de los soldados de Farel, redujo la marcha al llegar al peaje, tomó el recibo y aceleró hasta la autostrada. En un instante, la ciudad desapareció de su vista y ante ellos se abrió un horizonte de viñedos.
En dirección norte, con el ruido de los neumáticos y del motor como única melodía de fondo, pasaron delante de letreros que indicaban el camino a las ciudades de Ferronia, Fiano y Civitella San Paolo. Harry pensó en Pio y deseó que, en lugar de Farel, lo hubiese llamado él. A pesar de que tanto Pio como Roscani eran policías duros, al menos eran humanos, pero Farel, con su cuerpo voluminoso, voz ronca y mirada penetrante, parecía una especie de bestia despiadada.
Como responsable de la seguridad de una nación -y de un papa-, quizás era ésa la imagen que debía dar. También era posible que una responsabilidad de semejante calibre, con el paso del tiempo y de manera inadvertida, lo transformase a uno en alguien que no era en realidad.