CINCUENTA Y DOS

Roma, 7.00 h

Una hora antes, Harry se enteró de la noticia en un canal de habla inglesa: una fotografía de Byron Willis, tomas exteriores del edificio del gabinete, en Beverly Hills, y de la casa de Byron Willis, en Bel Air. Su amigo, jefe y mentor había sido asesinado el jueves por la noche, cuando regresaba a su casa. Debido a su relación con Harry y a los sucesos que estaban produciéndose en Italia, la policía había retenido la información a la espera de informes adicionales. El FBI se había hecho cargo del caso y se esperaba la llegada a Los Ángeles de investigadores del Gruppo Cardinale, unas horas más tarde.

Estupefacto, horrorizado, Harry había decidido correr el riesgo y llamar a la oficina de Adrianna, donde dejó recado de que llamara a Elmer Vasko lo antes posible. Y lo había hecho, desde Atenas, una hora más tarde. Acababa de regresar de la isla de Chipre, donde había estado cubriendo un enfrentamiento entre políticos griegos y turcos. Acababa de enterarse de la noticia sobre Willis y había intentado averiguar más antes de llamar.

– ¿Ha tenido que ver conmigo, con el jodido embrollo que hay aquí en Italia? -Harry estaba furioso y resentido, y se esforzaba por contener las lágrimas.

– Nadie lo sabe aún. Pero…

– ¿Pero qué, por Dios Santo?

– Tengo entendido que fue obra de un profesional.

– Dios, ¿por qué? -susurró Harry-. Él no sabía nada.

Serenándose, manteniendo a raya el torbellino de las emociones, le preguntó a Adrianna por la situación de la búsqueda de su hermano. Su respuesta fue que la policía no tenía pistas, que nada había cambiado. Por eso no lo había llamado antes.

El mundo de Harry se desmoronaba con gran violencia. Habría querido llamar a Barbara Willis, la viuda de Byron. Habría querido hablarle, tocarla, intentar consolarla y compartir su profundo dolor. Habría querido llamar a Bill Rosenfeld y Penn Barry, los socios de Byron, para preguntarles qué diablos había ocurrido. Pero no podía. No podía comunicarse con ellos por teléfono, ni por fax, ni siquiera por correo electrónico, sin temor a que lo localizaran. Pero tampoco podía cruzarse de brazos; si Danny estaba vivo, no tardarían en dar con él como habían dado con Byron Willis. De pronto, pensó en el cardenal Marsciano y en la actitud que éste había adoptado en la funeraria, cuando le aconsejó que enterrara los restos carbonizados como si se tratasen de los de su hermano, y le advirtió que no escarbara más. Sin duda, el cardenal sabía mucho más de lo que decía. Si alguien conocía el paradero de Danny, ése era él.

– Adrianna -dijo con decisión-, quiero el número de teléfono del domicilio del cardenal Marsciano. No el número principal, sino el privado, el que, con suerte, sólo él contesta.

– No sé si podré conseguirlo.

– Inténtalo.

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