Thomas Kind trazó con suavidad un semicírculo hasta quedar frente al canal que acababa de recorrer. Estudió con atención la gruta, las paredes mojadas con salientes escarpados y el agua verde oscuro que reflejaba la luz en miles de direcciones.
– Siéntese. -Kind apartó despacio la cuchilla del cuello de Salvatore y señaló con la cabeza el banco situado en la parte posterior del barco. Bajo la mirada amenazadora del terrorista, Salvatore acató la orden y se sentó, cruzó los brazos y miró hacia arriba, con los ojos clavados en el techo irregular de la cueva, en cualquier lugar menos en el cuerpo de su mujer, que yacía a sus pies después de que Kind lo obligara a arrastrarla hasta allí desde la entrada del ascensor.
Thomas Kind miró de soslayo a Salvatore, introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una bolsa negra de nailon que contenía una pequeña radio. Después de ajustar los auriculares, se prendió un micrófono al cuello de la chaqueta y enchufó el cable a una cajita que llevaba ceñida a la cintura. Se oyó un leve clic y se encendió un piloto rojo. Kind reguló el volumen con el pulgar y de inmediato los sonidos le llegaron amplificados: el eco del túnel y el batir del agua contra las paredes. Concentrado, orientó el micrófono de uno a otro lado del canal, despacio, de la pared izquierda a la pared derecha. Nada. Repitió el proceso sin resultado, de la pared derecha a la pared izquierda. Nada. Inclinado hacia delante, apagó el reflector y la gruta se sumió en la oscuridad. Esperó. Transcurrieron veinte segundos, treinta. Un minuto.
De nuevo, movió el micrófono de un lado a otro, de izquierda a derecha, una vez, otra.
– … espere…
Kind se detuvo en seco al oír la voz susurrante de Harry Addison. Esperó a oír más.
Nada.
Lentamente, se dio la vuelta.
– … sin el gota a gota… -dijo Elena Voso, musitando como el norteamericano.
Se hallaban allí, ocultos en la oscuridad que se extendía ante él.
La intensa luz del sol obligó a Roscani a entrecerrar los ojos cuando entró en el dormitorio de Edward Mooi. El equipo técnico seguía trabajando en el cuarto de baño, donde se habían encontrado restos de sangre en el lavabo y el rastro difuminado de una huella en el suelo.
Nadie había visto al poeta desde que regresó a su habitación después del registro matutino de Roscani. Nadie, ni uno solo de los miembros del servicio ni de los doce carabinieri que montaban guardia. Mooi, al igual que la embarcación de Eros Barbu, se había esfumado. A través de la ventana Roscani divisó dos patrulleras en el lago. Desde una de ellas Castelleti coordinaba las tareas de búsqueda. Scala, que había servido en un comando del ejército, batía con la ayuda de diez carabinieri de montaña, la línea de la costa al sur de la casa. Roscani daba por sentado que Mooi no se habría dirigido al norte, porque entonces habría acabado en Bellagio, donde era muy conocido y, además, centenares de policías uniformados vigilaban la zona. Por tanto Scala decidió encaminarse al sur porque en esa dirección abundaban las cuevas y la vegetación exuberante donde un barco podría ocultarse a la vigilancia desde el lago y desde el aire.
Roscani se alejó de la ventana y salió del dormitorio. Al llegar al vestíbulo, un ayudante lo saludó y le entregó un sobre de gran tamaño. Roscani lo abrió con rapidez y examinó el contenido: en la primera hoja figuraba el nombre y el escudo de la Interpol y el sello de Urgentissimo estampado en cada página.
Se trataba de la respuesta de la organización internacional de policía a su solicitud de información sobre el paradero de terroristas conocidos, presuntamente activos en Europa, junto con un perfil psicológico de los mismos.
Con las hojas en la mano, Roscani miró atrás y observó el albornoz de Edward Mooi arrebujado en la cama y al equipo de expertos que trabajaban en el cuarto de baño. De pronto tuvo la sensación de que habían llegado demasiado tarde y de que el asesino del punzón ya había estado allí.