SETENTA Y TRES

Villa Lorenzi, 6.00 h

Despeinado, descalzo y vestido con un albornoz, Edward Mooi se encogió de hombros al franquear el paso al inspector Roscani y a su ejército -los agentes especiales del Gruppo Cardinale, carabinieri armados y una brigada de perros rastreadores del ejército- que deseaban registrar por segunda vez Villa Lorenzi.

Batieron la mansión de arriba abajo: el ala de invitados con sus dieciséis dormitorios, el ala privada de Eros Barbu, el sótano y el subsótano.

Los perros husmearon por todas partes en busca del rastro extraído de algunas prendas enviadas desde Roma tomadas del apartamento del padre Daniel y de la habitación de hotel de Harry Addison.

A continuación registraron el edificio abovedado que albergaba la piscina interior, las pistas de tenis y, en la segunda planta, el enorme salón de baile. Continuaron después con el garaje de ocho plazas, los aposentos de los sirvientes, el edificio de mantenimiento y el invernadero.

Roscani recorrió cada una de las estancias, con la corbata aflojada y la camisa abierta para combatir el calor. Dirigía todos los movimientos y estaba siempre pendiente de las reacciones de los perros, abría las puertas de los armarios y buscaba puertas secretas en las paredes o en el suelo. Sin embargo, no dejaba de pensar en los asesinatos de Pescara ni en la identidad del hombre del punzón para el hielo, por ello había enviado un comunicado urgente a la central de la Interpol en Lyon, Francia, solicitando una lista de terroristas y asesinos a sueldo supuestamente localizados en Europa acompañada, si era posible, del perfil psicológico de los mismos.


– ¿Ha terminado de registrar, ispettore capo? -preguntó Mooi todavía vestido con el albornoz.

Roscani alzó la vista y tomó conciencia de dónde estaba y de los dos hombres, que se hallaban de pie en la escalera del cobertizo de las embarcaciones. En el exterior, el sol matinal reverberaba en la lisa superficie del lago, mientras abajo, en penumbra, dos perros rastreadores husmeaban, bajo la atenta mirada de sus cuidadores y cuatro carabinieri, la cubierta de una lancha motora amarrada en el embarcadero. Roscani se volvió para observarlos mejor y miró de soslayo a Edward Mooi, que hizo lo mismo.

Por último, los perros abandonaron el rastreo, y uno de los criadores sacudió la cabeza mirando al inspector.

– Grazie, signore -agradeció Roscani a Edward Mooi.

– Prego -respondió éste y dio media vuelta hacia la casa.

– Eso es todo. -Roscani llamó a los cuidadores, que se dirigieron junto con los cuatro carabinieri al lugar donde estaba estacionado el convoy de vehículos policiales.

Roscani echó a andar tras ellos. Habían estado más de dos horas en la casa y no habían encontrado nada, dos horas perdidas. Si estaba equivocado, no tendría más remedio que admitirlo y dejar las cosas como estaban, pero…

Roscani se volvió para mirar de nuevo el cobertizo y el lago. A su derecha, los hombres con los perros casi habían llegado a la villa, mientras que Edward Mooi ya había desaparecido de su vista.

¿Qué es lo que había pasado por alto?

A la izquierda, entre la casa y el cobertizo, se encontraba el embarcadero de piedra donde el capitán del hidrodeslizador aseguraba haber dejado al cura fugitivo y a sus amigos.

Roscani posó de nuevo la vista sobre el cobertizo mientas se llevaba los dedos a la boca y aspiraba el humo de un cigarrillo imaginario. Sin apartar la vista de su objetivo, tiró al suelo la colilla fantasma y la aplastó con el pie antes de entrar.

Desde lo alto de las escaleras, lo único que divisó fue la lancha motora amarrada al embarcadero junto a los utensilios necesarios para su funcionamiento y, al fondo, la salida rectangular hacia el lago, lo mismo que antes.

Descendió los peldaños y recorrió desde el muelle la longitud del barco, de proa a popa y de popa a proa; buscaba algo pero no sabía el qué. Subió a bordo y estudió el casco, la cubierta y la cabina. Aunque los perros habían gañido, no habían encontrado nada. Estaba perdiendo el tiempo. Cuando se disponía a saltar fuera, se le ocurrió una idea. Cruzó la popa y se detuvo ante los dos motores Yamaha y, arrodillándose, alargó la mano para tocarlos. Estaban calientes.

Загрузка...