SETENTA Y CINCO

De pie junto a la ventana, Harry observó a la policía y la muchedumbre concentrada al otro lado de la calle antes de volver la vista al televisor, donde Adrianna, vestida con su chaqueta y gorra de béisbol, informaba sobre la última noticia de China bajo una lluvia torrencial ante la central de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra. Según un informe no oficial de la ciudad de Hefei, en el este de China, un incidente de gran magnitud había afectado al suministro de agua potable de la zona. De acuerdo con los rumores, miles de personas habían resultado envenenadas y el número de fallecidos ascendía ya a más de seis mil. Tanto Xinhua, la nueva agencia de noticias china, como la Agencia Central de Noticias de China aseguraban que los rumores eran infundados.

Harry apagó la voz de Adrianna con el mando a distancia. ¿Qué diablos hacía en Ginebra informando sobre un incidente «infundado»?

Inquieto, miró primero por la ventana y después consultó la hora en el reloj de la mesita de noche.


8.20 h

Ninguna llamada, nada. ¿Qué había sucedido con Edward Mooi? ¿No había releído el fax? Además, Adrianna se hallaba en Ginebra cuando debía estar en Bellagio. Harry se sentía abandonado en una pequeña habitación de hotel mientras el mundo exterior seguía su curso.

Regresó a la ventana y observó a un coche de policía que se detenía al otro lado de la calle. Se abrieron las puertas y tres agentes vestidos de paisano salieron del vehículo en dirección al embarcadero. A Harry le dio un vuelco el corazón: el hombre que iba en cabeza del pequeño grupo era Roscani.

– Dios mío -se retiró de la ventana de manera instintiva. En ese preciso instante alguien llamó a la puerta. Harry, con los nervios de punta, oyó una segunda llamada.

A toda prisa, abrió la maleta encima de la cama, extrajo el papel con el número de Edward Mooi, lo rompió en mil pedazos y los tiró por el retrete.

Llamaron de nuevo a la puerta, pero con más suavidad, no con la fuerza autoritaria empleada por la policía. Debía de ser Eaton; Harry se relajó y abrió la puerta.

Una monja joven.

– ¿Es usted el padre Roe?

– Sí… -respondió titubeante.

– Soy la hermana Elena Voso… -se presentó en un inglés muy claro, aunque con acento italiano.

Harry la miró sin saber si fiarse.

– ¿Puedo pasar?

Harry echó un vistazo al pasillo, no había nadie.

– Sí, claro…

Harry se apartó y Elena entró cerrando la puerta tras de sí.

– Usted llamó a Edward Mooi -tanteó Elena.

Harry asintió.

– He venido para llevarlo hasta su hermano…

– No entiendo…

– No pasa nada… -lo tranquilizó Elena, consciente de sus dudas-. No soy policía…

– Lo siento, no sé de qué me habla.

– Si no está seguro… sígame; lo esperaré al pie de la escalera que lleva al pueblo. Su hermano está enfermo, por favor…, señor Addison.

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