CIENTO TREINTA

Wuxi, China viernes 17de julio, 3.20 h

¡Flash!

Li Wen cerró los ojos ante la potente luz estroboscópica e intentó desviar la vista, pero una mano lo empujó hacia adelante.

¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!

Ignoraba quiénes eran, dónde estaba o cómo lo habían encontrado en medio de la aterrorizada multitud de Chezhan Lu cuando se dirigía a la estación tras una acalorada discusión con los responsables de la planta depuradora número dos. El agua que había examinado esa mañana al amanecer mostraba una alarmante concentración de la toxina de las algas de color azul verdoso, la misma de Hefei. Pero con su advertencia sólo consiguió que se congregaran en la planta todos los políticos e inspectores de sanidad de la zona, quienes, tras autorizar el cierre de las plantas depuradoras de la ciudad y de los sistemas de suministro del lago Taihu, del Gran Canal y del río Liangxi, se enfrentaban a una situación de emergencia a gran escala.

– Confiese -le ordenó una voz en chino.

El oficial del ejército dio un tirón de la cabeza de Li Wen hacia atrás y, en ese momento, el hidrobiólogo supo que no se trataba de un simple oficial, sino que pertenecía al Guojia Anquan Bu, el Ministerio de Seguridad del Estado.

– Confiese -repitió la misma voz.

Li Wen recibió un empellón que lo proyectó hacia los papeles dispersos sobre una mesa. Los miró incrédulo; eran las páginas de fórmulas que el hidrobiólogo estadounidense James Hawley le había entregado en el hotel de Pekín y que tenía guardadas en el maletín que llevaba consigo cuando lo habían detenido.

– Las recetas para un asesinato en masa -atronó la voz.

Poco a poco, Li Wen levantó la cabeza.

– Yo no he hecho nada -dijo.


Roma, jueves 16 de julio, 21.30 h

Scala, sentado en una silla, contemplaba a su mujer y a su suegra jugar a cartas. Los niños, de edades comprendidas entre uno y ocho años, dormían. Era la primera vez que se hallaba en casa desde lo que a él le parecía una eternidad y no deseaba moverse, sólo escuchar a las mujeres hablar, gozar del olor del apartamento y saber que sus hijos descansaban en la habitación contigua; pero no podía. A medianoche debía relevar a Castelletti en el apartamento de Via Niccolò V hasta las siete de la mañana, cuando su compañero regresaría acompañado de Roscani. Entonces dispondría de tres horas para dormir antes de encontrarse con ellos a las diez y media para esperar la locomotora que debía entrar y, luego, salir del Vaticano a través de ese enorme portón de hierro y esos muros ciclópeos.

Scala se disponía a levantarse para preparar más café cuando sonó el teléfono.

– Sí -respondió de inmediato.

– Harry Addison está en Roma… -Era Adrianna Hall.

– Lo sé…

– Su hermano se encuentra con él.

– Lo…

– ¿Dónde están, Sandro?

– No lo sé…

– Sí lo sabes, no me mientas, Sandro, no después de tantos años.

«Tantos años.» Scala evocó la época en que Adrianna era una joven corresponsal recién destinada a Roma que pretendía destapar una historia que habría catapultado su carrera profesional pero que, por otro lado, habría perjudicado un caso de homicidio que él estaba a punto de cerrar. Scala le pidió que retrasara la publicación de su reportaje y, renuente, Adrianna accedió. Gracias a este incidente, Adrianna se había convertido en una fidarsi di, una persona de fiar. A lo largo de los años, Sandro le había filtrado información clasificada a la que ella correspondía con datos valiosos para la policía. Sin embargo, esta vez era diferente, se trataba de una situación muy peligrosa, y había demasiado en juego. Que Dios se apiadara de él si los medios de comunicación se enteraban de que la policía estaba ayudando a los hermanos Addison.

– Lo siento, no tengo ninguna información… Entenderás que es tarde… -replicó Scala con voz queda y colgó.

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