El lugar al que trasladaron a Michael Roark no era un hospital sino una casa particular: una granja de piedra de tres plantas restaurada, bautizada como Casa Alberti por la familia florentina que la había habitado en el pasado. La hermana Elena la vio a través de la niebla matinal cuando cruzaron la verja de hierro y se internaron por el largo camino de grava.
Al salir de Pescara, habían tomado la autopista A24, y luego la A14 en dirección norte. Después de transitar por la costa adriática hasta San Benedetto y Civitanova Marche, poco después de la medianoche habían girado hacia el oeste, y habían atravesado Foligno, Asís y Perugia antes de subir, al amanecer, por una colina hasta Casa Alberti, que se hallaba al este del antiguo pueblo toscano de Cortona.
Marco había abierto la puerta de la verja y había subido andando por el camino, delante de la furgoneta. Pietro, que los seguía en su coche, había cerrado la puerta tras de sí y había inspeccionado la casa antes de encender las luces y dejarlos pasar.
Elena había observado en silencio a Marco y a Luca mientras subían la camilla hasta la amplia estancia de la primera planta, que se convertiría en la habitación de hospital de Michael Roark. Tras abrir las contraventanas, había visto que la esfera roja del sol empezaba a elevarse sobre las distantes tierras de cultivo.
Pietro salió de la casa y arrancó el coche para aparcarlo delante de la furgoneta, de modo que obstruyera el camino de entrada. Luego oyó que el motor se apagaba y vio a Pietro dirigirse al maletero y extraer una escopeta. Un momento más tarde bostezó y subió de nuevo al coche dejando abierta la puerta, cruzó los brazos y se puso a dormir.
– ¿Necesita algo?
Marco estaba en la entrada, detrás de ella.
– No -sonrió.
– Luca dormirá en la habitación de arriba. Estaré en la cocina si me necesita.
– Gracias -Marco la miró y luego se marchó, cerrando la puerta al salir. Casi de inmediato, Elena percibió su propio cansancio. Había dormitado a ratos durante la mayor parte del viaje, pero sus pensamientos y sentidos la habían mantenido tensa. Una vez llegados a Casa Alberti, la idea de dormir le resultaba abrumadoramente seductora.
A su derecha había un gran baño con una bañera y una ducha separada. A su izquierda, un pequeño rincón con una cama, un armario y una mampara para preservar su intimidad.
Delante de ella, Michael Roark dormía profundamente. El viaje, lo sabía, le había dejado exhausto. Había permanecido despierto casi todo el tiempo; desplazando la mirada de ella a los hombres de la furgoneta y de nuevo a ella, como si intentara comprender dónde se hallaba y qué ocurría. Si estaba asustado, ella no lo había notado, pero tal vez se debía a sus permanentes intentos de tranquilizarlo, recordándole una y otra vez su nombre y el de ella, y los de los hombres que los acompañaban, amigos que lo llevaban a un lugar donde descansaría y se recuperaría. Luego, una o dos horas antes de llegar a la granja, se había sumido en el sueño profundo del que aún no había despertado.
Elena abrió el botiquín que Marco había subido, extrajo el brazal hinchable con su válvula y su tensiómetro y le tomó la tensión mientras lo observaba. Debajo de los vendajes que le cubrían la cabeza, su rostro aparecía demacrado, y había perdido peso; Elena lo sabía. Se preguntó qué aspecto había tenido antes, qué aspecto tendría cuando empezase a sanar y a recuperar las fuerzas.
Al terminar se puso de pie y retiró el tensiómetro. La tensión permanecía igual que la tarde anterior y que el día que ella había llegado a Pescara. Ni mejor ni peor: igual. Lo anotó en la hoja de registro, luego se quitó el hábito, se puso el camisón de algodón y se metió en la cama, esperando poder dormir durante cuarenta y cinco minutos o, como máximo, una hora. Echó un vistazo a su reloj.
Eran las ocho y veinte de la mañana del viernes 10 de julio.