CINCUENTA Y CINCO

Castelletti tomó un cigarrillo de un paquete que había sobre la mesa, delante de él, y lo encendió. Luego vio que Roscani lo observaba.

– ¿Quiere que salga?

– No.

Roscani dio un mordisco a una zanahoria.

– Termine lo que estaba diciendo -le pidió, y, mirando a Scala, se volvió para echar un vistazo al tablón de anuncios que había en la pared, junto a la ventana.

Se hallaban en el despacho de Roscani, sin chaqueta y con la camisa remangada, hablando por encima del zumbido del aire acondicionado. Los detectives ponían a Roscani al corriente de sus respectivas investigaciones.

Castelletti había seguido la pista de los números de la cinta de vídeo de Harry Addison, que había sido comprada en una tienda de Via Frattina, a poco más de cinco minutos a pie del hotel Hassler.

Buscando el origen del vendaje que presentaba Addison en la frente, Scala había investigado todas las calles dentro de un radio de un kilómetro desde donde Pio había sido asesinado. En esa zona había veintisiete médicos y tres clínicas. La tarde o la noche del asesinato, ninguno había tratado a nadie que respondiese a la descripción de Harry Addison. Por otro lado, Roscani había ordenado que la grabación fuera sometida a un tratamiento informático para obtener una visión más detallada del papel pintado que había detrás de Addison. No habían obtenido ningún resultado. Sencillamente no había suficientes detalles del dibujo para determinar dónde se había fabricado.

Mordisqueando su zanahoria, tratando de pasar por alto el fuerte olor a nicotina que despedía el cigarrillo de Castelletti, Roscani escuchó con atención todo el relato. Habían realizado su trabajo y nada habían sacado en claro; era parte del juego. Mucho menor interés le suscitaban el tablero y las tarjetas de ocho por doce con los nombres de las veintitrés o veinticuatro víctimas del atentado contra el autocar de Asís. Junto a ellas había fotografías, algunas recientes, otras viejas, recogidas de archivos familiares, casi todas de los cadáveres mutilados.

Al igual que Scala y Castelletti, Roscani las había examinado mil veces. Las había estudiado al dormirse, al afeitarse, al conducir. Si el padre Daniel seguía con vida, ¿a quién había sustituido? ¿A cuál de los otros veintitrés?

De los ocho supervivientes y los dieciséis muertos, todos menos uno -los restos que en un principio creyeron que pertenecían al padre Daniel Addison- habían sido identificados por encima de toda duda; incluso se había confirmado la identidad de los cinco cadáveres desfigurados por el fuego mediante fichas médicas y dentales.

El único que faltaba, la víctima número veinticuatro -para quien no había tarjeta, nombre ni fotografía-, era el cuerpo carbonizado del ataúd, que inicialmente se había identificado como el del padre Daniel Addison. Hasta la fecha seguía sin identidad. Las pruebas no habían desvelado cicatrices ni otros medios visibles de identificación. Se había realizado un cuadro dental a partir de lo poco que quedaba de la boca, pero aún no habían hallado con qué compararlo. Los archivos de desaparecidos no habían arrojado luz alguna. Y, sin embargo, resultaba obvio que faltaba alguien. Un varón de raza blanca presumiblemente de treinta y tantos a cuarenta y pocos años de edad, entre 1,80 y 1,82 metros de estatura y con un peso aproximado de…

De pronto, Roscani se volvió y miró a sus detectives.

– ¿Y si hubiesen sido veinticinco pasajeros, en lugar de veinticuatro? En la confusión que se produjo, ¿quién sabría cuántos había con exactitud? Llevaron a vivos y muertos a dos hospitales distintos. Hicieron venir a médicos y enfermeras adicionales. Las ambulancias iban y venían. Había cuerpos con quemaduras terribles, sin brazos o piernas. Había camillas amontonadas en los pasillos. Gente corriendo de un lado a otro, gritando, intentando establecer el orden y ocuparse de las víctimas al mismo tiempo. Añadan eso a lo que ocurría en las salas de urgencias. ¿Quién diablos iba a sentarse allí a llevar la cuenta? Para empezar, no había suficiente personal.

»Y, ¿qué pasó después? Casi un día entero hablando con los equipos de salvamento, revisando fichas de hospitales, interrogando a los empleados de la empresa de transporte para averiguar cuántos billetes se vendieron. Y el día siguiente tratando de descubrir la identidad de la gente que teníamos. Y al final, todos -incluidos nosotros- dimos por buena la suma total de veinticuatro.

»No es descabellado pensar que se haya pasado por alto una persona en medio del caos. Alguien que no hubiera sido ingresado formalmente. Alguien que, sin más, podría haberse marchado en medio de todo. O que, incluso, podría haber obtenido ayuda para salir pitando. ¡Maldita sea!

Roscani descargó un golpe seco sobre la mesa. Durante todo aquel tiempo habían estado pendientes de lo que tenían, no de lo que no tenían. Debían regresar a los hospitales, revisar los registros de todas las admisiones de aquel día, hablar con todas las personas que habían estado de guardia; averiguar qué había sucedido con aquella víctima, adonde podía haber ido, o adonde la habían llevado.


Cuarenta minutos más tarde Roscani se hallaba en la autostrada, conduciendo hacia el norte en dirección al hospital de Fiano Romano. Se sentía como un malabarista con demasiadas bolas en el aire, como un niño ante un mecano al que le sobran piezas. Intentó hacerlas a un lado y poner la mente en blanco, dejar que su subconsciente realizase el trabajo, utilizar el suave zumbido de los neumáticos como sonido de fondo para su espléndido silencio, su assoluta tranquillita.

Extendió el brazo y cambió la posición del retrovisor para protegerse de la deslumbrante luz del atardecer. Sintió el súbito deseo de fumar un cigarrillo; aún había un paquete en la guantera. Se disponía a sacarlo, pero se arrepintió. En cambio, abrió una bolsa marrón que había en el asiento contiguo y, en lugar de uno de los palitos de zanahoria que su mujer le había cortado, extrajo un gran biscotto de la media docena que se había comprado. Estaba a punto de darle un mordisco cuando todo regresó al punto de partida.

No había contado a nadie su hipótesis de que la pistola Llama española encontrada en el lugar de la explosión del autocar quizá no pertenecía al padre Daniel, sino a otro pasajero que estuviese allí para matarlo. ¿Por qué? Porque no disponía de datos que la respaldasen. Y sin algún tipo de prueba, pensar en aquella dirección constituía un desperdicio de tiempo y energías. No obstante, si unía esa hipótesis a la del vigesimoquinto hombre, tenía al pasajero sin contar, tal vez a alguien que hubiese comprado un billete en el último minuto, al subir, un billete que el conductor no hubiese tenido tiempo de registrar antes de que volara el autocar. Si éste era el caso, y si este hombre era quien yacía en la caja, resultaba comprensible por qué nadie se había acercado a identificarlo.

Aun así, se dijo, no era más que una conjetura. Por otro lado, la idea lo asaltaba cada vez con más fuerza. Era una corazonada, un presentimiento que le dictaban sus años de experiencia: sin duda había habido un vigesimoquinto pasajero, y éste había subido al autocar para matar al padre Daniel. Y si éste era el asesino -Roscani miró hacia el horizonte-, entonces, ¿quién voló el autobús? ¿Y por qué?

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