CIENTO NUEVE

Roscani no prestaba atención al sordo silbido del motor del helicóptero inclinado sobre Milán con rumbo sureste, hacia Siena. Estaba concentrado en el fax que acababa de recibir de la Interpol y cuyo contenido conocía de memoria.


THOMAS JOSÉ ÁLVAREZ-RÍOS KIND


PERFIL: Uno de los terroristas más buscados del mundo. Asesino de un policía antiterrorista francés. Criminal violento. Fugitivo. Orden de búsqueda y captura. Muy peligroso.

DELITOS: Asesinato, colocación de bombas, secuestro de aviones.

NACIONALIDAD: Ecuatoriano.


Roscani se saltó unos párrafos:


CARACTERÍSTICAS: Maestro del disfraz. Domina varias lenguas, en especial italiano, francés, español, árabe, farsi, inglés británico e inglés americano. Individualista. Trabaja solo pero tiene contactos en todo el mundo.

OTROS: Supuesto revolucionario.

ÚLTIMA RESIDENCIA: Jartum, Sudán.

COMENTARIO FINAL: Psicópata. Asesino a sueldo. Se ofrece al mejor postor.


Eran las notas del perfil oficial. Al final de la página había un mensaje más personal, escrito a mano:


Se desconoce si el sujeto ha abandonado Sudán. A instancias suyas el Servicio de Inteligencia Francés está investigando el caso y le notificará de inmediato cualquier novedad.


«Yo puedo decírselo ahora mismo -murmuró Roscani para sí mientras doblaba el expediente y lo dejaba sobre el asiento contiguo-. No está en Sudán, sino en Italia.»

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo un pedazo grande de biscotto envuelto en plástico y atado con una goma elástica. Lo abrió y mordió con la misma avidez inconsciente con que habría encendido un cigarrillo, pensando en el depósito de cadáveres de Milán donde había estado media hora antes.

El cuerpo de Aldo Cianetti, de veintiséis años, diseñador de moda, había sido encontrado en el armario del aseo de señoras de una estación de servicio en la austostrada A9 a medio camino entre Como y Milán. Le habían cortado el cuello e introducido toallitas de papel en la herida. Cuatro horas más tarde habían encontrado el BMW verde oscuro de Cianetti aparcado cerca del hotel Palace de Milán.

«Thomas Kind», había dicho Roscani a nadie en concreto. Quizá los investigadores demostrarían lo contrario, pero dudaba que el asesino fuera otro que su hombre del punzón para el hielo y la cuchilla. De algún modo había eludido el cerco policial del Gruppo Cardinale y había conseguido desplazarse de Bellagio a Milán. En el camino lo había recogido el joven Cianetti, a quien luego había matado. ¿Adónde se había dirigido desde Milán? ¿O continuaba allí, oculto en algún lugar?

Sin embargo, la pregunta principal era por qué había regresado al interior de una Italia plagada de policías cuando resultaba más fácil cruzar a la relativa seguridad de Suiza y seguir adelante desde allí. ¿Por qué? ¿Qué había en Italia que lo impulsase a correr semejantes riesgos?


Lugano, Suiza, 14.00 h

Harry arrimó una silla, y Elena se sentó en ella.

– Gracias -le dijo, todavía sin mirarlo a la cara.

La mesa estaba puesta para dos, con melón y jamón frescos y un pequeño porrón de vino tinto. Habían dado de comer a Danny y lo habían metido en la cama, en una habitación situada en el piso superior, luego Veronique los había invitado a pasar a una terraza rodeada de buganvillas. Les pidió que se sentaran y comieran y entró en la casa, dejándolos solos por primera vez desde la noche anterior, cuando Elena había acudido al dormitorio de Harry.

– ¿Qué ha ocurrido entre tu hermano y tú? -preguntó Elena cuando tomó asiento-. Sé que habéis discutido, por el modo en que reaccionasteis cuando entré en la habitación.

– No es nada…, una conversación entre hermanos… Hacía tiempo que no nos veíamos.

– Si yo estuviera en tu lugar le habría hablado de la policía y le habría preguntado por el asesinato del cardenal vicario…

– Pero no estás en mi lugar, ¿verdad? -la interrumpió Harry, cortante. No le apetecía comentar lo que había sucedido entre Danny y él.

Elena lo miró por un momento y a continuación, vacilando, tomó el tenedor y el cuchillo y comenzó a comer. Un soplo de brisa le alborotó el cabello, y se lo sujetó con una mano.

– Perdona, no era mi intención hablarte de esa manera… Es sólo que hay cosas que…

– Debería comer algo, señor Addison…

Elena no despegaba la vista del plato. Cortó un trozo pequeño de melón y luego uno de jamón; entonces, muy despacio, dejó los cubiertos en la mesa y lo miró.

– Quisiera disculparme por la confianza que me tomé anoche…

– Sólo dijiste lo que pensabas -repuso Harry con suavidad.

– Para mí fue un exceso de confianza, y lo siento.

– Mira… -Harry empezó a decir algo, luego se levantó de la mesa y se dirigió al otro lado de la terraza, desde donde se divisaban los tejados de color blanco y naranja de la ciudad y el lago de Lugano-. Me he dicho a mí mismo que, sea lo que sea que necesites o sientas…, o lo que yo sienta por ti, ahora no es el momento. Por eso he estado tan brusco hace un momento. Nos encontramos en una situación muy delicada y debemos buscar una solución. Veronique es una mujer extraordinaria, pero no estamos seguros aquí. Roscani ya se habrá dado cuenta de que hemos escapado de sus redes. Lugano se halla demasiado cerca de la frontera italiana, y la policía suiza no tardará en registrar el lugar. Si Danny pudiera andar sería distinto, pero… -Harry se detuvo de golpe.

– ¿Qué sucede?

– Acabo… de pensar en… -Harry tenía la mirada perdida-. Hoy es miércoles. El lunes un amigo mío bajó de un coche en Como para venir andando hasta Lugano. No estaba demasiado lejos, pero no era un camino fácil porque iba con muletas, y la policía también lo buscaba. Pero se fue de todos modos. Sonrió y se fue, porque creía que podía conseguirlo y porque quería ser libre… Se llama Hércules, es un enano… Espero de verdad que lo haya conseguido.

– Espero que sí -sonrió Elena con dulzura.

Harry la miró por unos instantes y después se volvió para contemplar de nuevo la ciudad. Le dio la espalda a propósito, sobrecogido por un torrente de emociones. Por alguna razón, la suma de todas las cosas que le habían ocurrido -encontrar a Danny vivo, estar con Elena y ver a Hércules alejarse valientemente con las muletas bajo la luz del atardecer de Como- suscitaba en él un deseo enorme de vivir.

Hasta el momento jamás había sido consciente de lo extraordinarios que eran los seres humanos, ni de la hermosura de Elena. Para él, era más pura, magnética y real que nadie que fuese capaz de recordar. Quizá se trataba de la primera persona auténtica que había conocido, o que se había permitido conocer, desde su niñez. Si no tenía cuidado, de nada servirían sus protestas, porque se enamoraría sin remedio de ella. Y si esto sucedía, estarían perdidos.

El sonido de una campanilla en el recibidor lo devolvió a la realidad. Harry y Elena se miraron de nuevo. Se produjo un silencio y, luego, oyeron el mismo sonido. Alguien llamaba abajo, a la puerta de entrada.

Medio segundo después, entró Veronique y se acercó al interfono. Pulsó un botón, escuchó y accionó el portero automático para dejar entrar al edificio a quien había llamado.

– ¿Quién es? -Harry salió al recibidor seguido de Elena.

– Alguien que quiere ver a su hermano -musitó antes de abrir la puerta.

– ¿Pero quién sabe que está aquí?

Harry escuchó los pasos que subían por la escalera. Era una persona, tal vez dos. Debía de ser un hombre, los pasos sonaban demasiado pesados para ser los de una mujer. ¿De quién se trataría? ¿Del hombre rubio? ¿Era una trampa tendida por los curas de Bellagio? Habían despejado el camino para el asesino lejos de los hombres de Roscani, o quizás habían cerrado un trato con la policía suiza y habían mandado a un agente para que investigara. ¿Por qué no? Los curas eran pobres y el precio por sus cabezas era considerable. Aunque los sacerdotes no cobrasen el dinero, Veronique sí podía hacerlo y enviarles una parte con facilidad.

Harry hizo un gesto a Elena señalando el piso de arriba. En un instante, la enfermera subió adonde se encontraba Danny.

Los pasos eran cada vez más fuertes; quienquiera que fuera, ya casi había llegado al rellano de la escalera. Harry pasó junto a Veronique con la intención de cerrar la puerta con llave.

– No se preocupe -lo detuvo la mujer.

Quienquiera que fuera ya estaba allí. Un hombre, solo, en la oscuridad. No era el hombre rubio, sino otra persona, más alta, con téjanos y un jersey ligero. Cuando cruzó el umbral, Harry reconoció el pelo rizado y los ojos oscuros tras las gafas de montura negra. El padre Bardoni.

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