Roscani oteaba el lago y las copas de los árboles desde el helicóptero, sobre los acantilados. Había decidido echar un último vistazo por su cuenta, tal como habría hecho su padre, quien siempre pensaba que tendría éxito allí donde todo el mundo había fracasado. Pero no fue así; abajo no había más que rocas y árboles, y el agua a la izquierda.
– ¡Mierda! -masculló Roscani. Estaban todos allí abajo: el padre Daniel, la monja, el hombre del punzón para el hielo y la cuchilla y Harry Addison. La intuición de Otello Roscani no había fallado: las huellas encontradas en el botiquín del padre Daniel confirmaban que Harry Addison había estado en la gruta.
Roscani no quería ni imaginar cómo el norteamericano había escapado de sus manos, cómo había dado con las grutas antes que ellos, ni cómo había logrado huir del hombre rubio. Lo único positivo era que habían restringido la búsqueda a un área de unos pocos kilómetros cuadrados. En cambio, se enfrentaba a dos grupos de fugitivos: el de Addison y el asesino rubio, todos muy hábiles en eludir a la policía. El deber de Roscani consistía en cerrar cualquier vía de escape y acabar con esa historia lo antes posible.
Más al norte, Roscani divisó el despliegue del Gruppo Cardinale: cientos de soldados, carabinieri y miembros de la policía local instalados en el campamento base de los acantilados, sobre la gruta.
De improviso, Roscani ordenó al piloto del helicóptero que regresara al cuartel general de Villa Lorenzi. El Gruppo Cardinale perseguía, por un lado, a los estadounidenses y la monja, a quienes ya conocía, y por el otro, al asesino rubio, cuya identidad debía descubrir como fuera.
El volante temblaba en manos de Harry, y la camioneta daba tumbos por el camino escarpado de la colina, a veces avanzando con lentitud y otras derrapando peligrosamente hacia el borde del acantilado, sobre el lago. Por fin abandonaron el sendero pedregoso y llegaron a un camino asfaltado donde las ruedas del vehículo se adherían mejor al suelo.
– Por ahora, todo va bien.
Harry sonrió a Elena, que iba acurrucada contra la puerta, intentando ocultar el miedo que sentía, mientras a Danny, sentado entre los dos, se le veía exhausto, con la mirada perdida, ausente. Harry consultó el rudimentario salpicadero del vehículo. Sólo les quedaba un cuarto de depósito de gasolina y no sabía hasta dónde llegarían.
– Señor Addison, debemos dar de beber y comer cuanto antes a su hermano.
A esas horas reinaba una oscuridad total y a lo lejos brillaban las luces del tráfico en la carretera de Bellagio. La autopista del sur los llevaría a Como, pero ni él ni Elena sabían cuántas ciudades debían cruzar ni a qué distancia se encontraba.
– ¿Existe la posibilidad de acogerse a sagrado en la Iglesia italiana? -preguntó Harry al recordar de pronto que durante siglos la Iglesia había ofrecido asilo a refugiados y fugitivos.
– No lo sé…
– ¿Cree que al menos nos ayudarían, aunque sólo fuera por esta noche?
– En Bellagio, en lo alto de las escaleras, está la iglesia de Santa Chiara. La recuerdo porque es franciscana y yo pertenezco a esa orden… Son los únicos que tal vez nos ayuden.
– Bellagio. -A Harry no le entusiasmaba la idea; resultaba demasiado peligroso. Más valía continuar hacia el sur, adonde quizás aún no había llegado la policía.
– Señor Addison -Elena miró a Danny como si hubiera adivinado lo que estaba pensando Harry-, no tenemos tiempo.
Harry posó la vista en Danny, que dormía con la cabeza inclinada sobre el pecho. Elena tenía razón, no les quedaba tiempo.