Los perros olfateaban y tiraban de sus correas, guiando a sus amos -y a Roscani, Scala y Castelletti- a través de una serie de túneles sucios y mal iluminados, para detenerse al final de un conducto de ventilación sobre la estación de Manzoni.
Castelletti, el más menudo de los tres detectives, se quitó la chaqueta y entró a gatas en el conducto de ventilación. En el otro extremo encontró la cubierta suelta. Abrió la tapa, asomó la cabeza y vio un pasillo que conducía al exterior de la estación.
– Ha salido por aquí. -La voz de Castelletti resonó entre las paredes mientras desandaba el camino a cuatro patas.
– ¿Es posible que entrara por allí? -gritó Roscani.
– Sin una escalera, no.
Roscani se dirigió al amo de uno de los perros.
– Busquemos por dónde entró.
Diez minutos más tarde habían regresado al túnel principal, tras las huellas que había dejado Harry al abandonar la guarida de Hércules. Los perros habían seguido el rastro a partir del olor de un jersey encontrado en su habitación del hotel Hassler.
– Apenas lleva cuatro días en Roma… ¿Cómo diablos sabe moverse por aquí? -La voz de Scala reverberó contra las paredes, mientras el intenso haz de luz de la linterna rasgaba la oscuridad detrás de los perros y sus amos, cuyas propias linternas alumbraban el camino para los animales.
De pronto, el primer perro se detuvo, hocico en alto, olfateando. Los demás se detuvieron detrás de él. Al momento, Roscani se acercó.
– ¿Qué ocurre?
– Han perdido el rastro.
– ¿Cómo es posible? Han llegado hasta aquí, y estamos en medio de un túnel.
El hombre que llevaba al primer perro se adelantó al animal, husmeando el aire.
– ¿Qué ocurre? -Roscani se situó a su lado.
– Huela.
Roscani aspiró una vez, luego otra.
– Té. Té amargo.
Retrocedió unos pasos e iluminó el suelo del túnel con su linterna. Allí estaban: esparcidas en el suelo a lo largo de quince o veinte metros. Hojas de té. Cientos, miles de hojas de té. Como si las hubiesen diseminado allí con la intención de confundir a los perros.
Roscani tomó unas cuantas y se las llevó a la nariz. Luego las dejó caer asqueado.
– Gitanos.