CIENTO DIEZ

La reverenda madre Carmela Fenti, de pequeña estatura, tenía sesenta y tres años de edad. Pese al centelleo de sus ojos y actitud jovial, mostraba, al mismo tiempo, una expresión de honda preocupación. Sentada en su minúsculo y austero despacho del segundo piso del hospital de Santa Bernardina, en Siena, transmitió esta inquietud a Roscani, como había hecho con la policía de Siena, contándoles que la tarde del lunes 6 de julio había recibido una llamada de la hermana Maria Cupini, administradora del hospital franciscano de Santa Cecilia de Pescara, quien le explicó que habían ingresado a un hombre irlandés sin familia que había resultado herido en un accidente de tráfico. Había sufrido una fuerte conmoción, quemaduras y otras heridas de gravedad. La hermana Cupini, que andaba falta de personal, pidió ayuda a la hermana Fenti, quien, desde luego, se la había prestado.

Esto es todo cuanto sabía la hermana Fenti hasta que recibió una visita de la policía. No tenía la costumbre de mantenerse en contacto con los miembros de su orden destinados a otros hospitales.


ROSCANI: ¿Conoce personalmente a la hermana Cupini?

HERMANA FENTI: No.

ROSCANI: Hermana Fenti (Roscani se detuvo por un segundo para estudiar a la administradora y continuó), la hermana Cupini explicó a la policía de Pescara que jamás había realizado dicha llamada. También afirmó que jamás ingresaron a un paciente de estas características en el hospital de Santa Cecilia, versión que corroboran los registros del hospital, pero sí admitió que un paciente masculino anónimo había sido hospitalizado sin su conocimiento y que permaneció unas setenta y dos horas en el centro bajo el cuidado de su propio equipo médico. Por lo que parece, nadie sabe quién lo ingresó ni cómo se hizo.

HERMANA FENTI: Ispettore capo, desconozco las normas de funcionamiento del hospital de Santa Cecilia. Lo único que sé es lo que me contaron y me hicieron creer.

ROSCANI: Permítame agregar que la policía de Pescara tampoco tiene constancia de que se produjera un accidente de tráfico en esos días.

HERMANA FENTI: Yo sólo sé lo que me explicó la hermana franciscana (la hermana abrió un cajón y extrajo un gastado libro de registro. Pasó varias hojas y al fin encontró lo que buscaba). Aquí anoto mis llamadas telefónicas. Fíjese (dijo, señalando con el dedo a media página) que el día 6 de julio recibí una llamada a las siete y diez de la tarde que finalizó a las siete y dieciséis minutos. El nombre y cargo de la persona que efectuó la llamada figura a la derecha: hermana María Cupini, administradora, hospital de Santa Cecilia, Pescara. Como verá, está escrito con bolígrafo y no se ha cambiado nada.


Roscani asintió; ya había visto los registros de la compañía telefónica que confirmaban dicha información.


HERMANA Fenti: Si la persona con quien hablé no era la hermana Cupini, ¿por qué aseguró ser ella?

ROSCANI: Porque alguien que conocía el procedimiento necesitaba a una enfermera particular que cuidara del cura fugitivo, el padre Daniel Addison, y esa enfermera resultó ser la hermana Elena Voso.

HERMANA FENTl: Si esto es cierto, ¿dónde está? ¿Qué le ha sucedido?

ROSCANI: No lo sé. Esperaba que usted lo supiese.

HERMANA FENTl: Pues se equivocó.


Roscani la observó por un instante antes de ponerse en pie y dirigirse a la puerta.


ROSCANI: Si no le importa, reverenda madre, hay otra persona que debería escuchar lo que tengo que decir.


Roscani abrió la puerta e hizo una señal a alguien del exterior. A continuación, apareció un carabiniere acompañado de un hombre altivo de pelo cano que debía de tener la misma edad que la hermana Fenti. Llevaba un traje marrón, una camisa blanca y corbata. A pesar de esforzarse por conservar la serenidad, se le notaba nervioso e incluso, asustado.


ROSCANI: Hermana Fenti, éste es Domenico Voso, padre de la hermana Elena.

HERMANA FENTI: Ya nos conocemos. Buon pomeriggio, signore.


Domenico Voso asintió y se sentó en una silla que le acercó el carabiniere.


ROSCANI: Reverenda madre, le hemos explicado al signore Voso lo que creemos que ha sucedido con su hija: que está en algún lugar cuidando del padre Daniel, pero creemos que como víctima y no como cómplice. De todos modos, quiero que ambos sepan que corre peligro. Alguien intenta matar al cura y es probable que mate atoda persona que esté con él. El asesino de quien les hablo no sólo es muy eficiente, sino también muy sanguinario.


Roscani miró a Domenico Voso y de repente cambió de actitud, tornándose en el padre que era, sabiendo qué sentiría si uno de sus hijos se hallase en el punto de mira de Thomas Kind.


ROSCANI: No sabemos dónde se encuentra su hija, signore Voso, pero es posible que el asesino sí. Si usted lo sabe, le ruego que por el bien de ella me lo diga…

DOMENICO VOSO: No sé dónde está, ojalá lo supiera (dirigió una mirada suplicante a la hermana Fenti).

HERMANA FENTl: Yo tampoco lo sé, Domenico, ya se lo he dicho al ispettore capo (dijo, mirando a Roscani). Si nos enteramos de cualquier cosa, usted será el primero en saberlo (se puso en pie). Les agradezco que hayan venido.


La hermana Fenti sí sabía dónde se encontraba Elena Voso, pero su padre no, pensó veinte minutos más tarde Roscani al sentarse en un despacho del cuartel de los carabinieri en Siena; pero ella se negaba a reconocerlo a pesar del dolor que causaba al padre.

Bajo su apariencia amable y dicharachera, había una mujer dura y astuta, lo bastante como para permitir que Elena Voso muriera con tal de proteger a la persona de quien recibía órdenes; estaba claro que trabajaba para alguien, pues, a pesar de su considerable poder, de ninguna manera contaba con los medios para organizar todo ella sola. Una madre superiora de un convento en Siena no hacía ostentación de su autoridad ante la Iglesia católica ni ante todo un país.

Aunque estaba seguro de que el paciente anónimo del hospital de Pescara era el padre Daniel, la hermana Cupini seguiría afirmando que no sabía nada porque ésa era la historia que la hermana Fenti había inventado para ella. Resultaba evidente que quien manejaba la situación era la hermana Fenti y que no estaba dispuesta a ceder, de modo que Roscani tendría que encontrar con rapidez la manera de pasar por encima de ella.

Reclinado en la silla, Roscani tomó un sorbo de café frío. Mientras bebía se le ocurrió una posible solución para el problema.

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