– ¡Fantástico! ¡Me encanta! ¿Ha llamado? No, no pensé que lo hiciera. ¿Dónde está…? ¿Oculto?
De pie en su habitación, Harry rió a carcajadas. Teléfono en mano, con el cuello de la camisa desabrochado y las mangas recogidas, descalzo, se volvió para apoyarse en el escritorio antiguo que había junto a la ventana.
– ¡Eh!, que tiene veinticuatro años, es una estrella, deja que haga lo que quiera.
Harry se despidió, colgó y colocó el teléfono sobre el escritorio, junto a la pila de documentos legales, faxes, lápices, un bocadillo a medio comer y notas sueltas. ¿Cuándo se había reído por última vez, o incluso había sentido ganas de reír? Acababa de hacerlo, y la sensación resultaba agradable.
Dog on the Moon estaba arrasando: había recaudado cincuenta y ocho millones de dólares durante el fin de semana de tres días, dieciséis millones más que las previsiones más optimistas de la Warner Brothers. El departamento comercial de los estudios calculaba una recaudación a escala nacional de más de doscientos cincuenta millones. Y en cuanto a Jesús Arroyo, el guionista y director, el muchacho de veinticuatro años de East Los Ángeles que Harry había descubierto seis años antes en un programa especial para adolescentes problemáticos y a quien había protegido desde entonces, su carrera estaba disparándose hacia las nubes. En poco menos de tres días se había convertido en el nuevo enfant terrible, y su futuro prometía ser brillante. Le ofrecían contratos por millones de dólares y apariciones en los principales programas de televisión. ¿Y dónde estaba el joven Jesús? ¿De fiesta en Vail o Aspen, o en la costa, buscando una casa? No. ¡Estaba escondido!
La idea hizo reír de nuevo a Harry. Por muy inteligente, maduro y vigoroso que fuera Jesús como cineasta, en el fondo no era más que un jovencito tímido a quien, tras el mejor fin de semana de su carrera, nadie lograba localizar; ni los medios de comunicación, ni sus amigos, ni su última novia, ni siquiera su agente, con quien Harry acababa de hablar. Nadie.
Excepto Harry.
Harry sabía dónde se encontraba. Su nombre completo era Jesús Arroyo Rodríguez y se hallaba en casa de sus padres, en la calle Escuela de East Los Ángeles. Estaba con su madre y con su padre, guardia de seguridad de un hospital, y con sus hermanos, primos y tíos.
Sí, Harry sabía dónde se encontraba y podía llamarlo, pero prefería no hacerlo. Más valía dejarlo tranquilo con su familia. Sin duda ya sabía qué ocurría. Cuando quisiera dar señales de vida, lo haría. Lo mejor era permitirle festejar el éxito a su manera y dejar que todo lo demás, incluida la llamada de felicitación de su abogado, aguardara. Los negocios aún no regían su vida como la de Harry y la de casi todos los triunfadores del mundo del espectáculo.
La noche anterior, al registrarse en el hotel, se había encontrado dieciocho llamadas. No había respondido a ninguna; sencillamente se había ido a dormir quince horas seguidas, abrumado por el agotamiento emocional y físico. Sin embargo, aquella noche, después de su entrevista con Farel, el trabajo había supuesto un grato alivio. Todas las personas con las que había hablado lo habían felicitado por el enorme éxito de Jesús Arroyo y se habían mostrado amables y comprensivas con su tragedia personal, disculpándose por hablar de negocios en semejantes circunstancias y -dicho esto- habían hablado de negocios.
Durante un rato había resultado estimulante, incluso reconfortante, porque le había permitido olvidarse del presente. Y luego, al terminar la última llamada, se percató de que ninguna de las personas con quienes había hablado sospechaba siquiera que la policía lo investigaba o que su hermano era el principal sospechoso en el asesinato del cardenal vicario de Roma. Y nada podía contarles; eran amigos, pero sólo amigos del trabajo.
Por primera vez se planteó la singularidad de su propia vida. Con la excepción de Byron Willis -que estaba casado, tenía dos hijos y, aun así, trabajaba tanto o más que él-, no tenía verdaderos amigos, compañeros del alma. Llevaba una vida demasiado acelerada como para cultivar relaciones de esta clase. Las mujeres no constituían un caso distinto. Formaba parte del círculo más elitista de Hollywood y había mujeres hermosas por todas partes. Él las usaba, y ellas a él; todo formaba parte del juego. Una proyección en privado, cena después, sexo y vuelta al trabajo; reuniones, negociaciones, llamadas… En ocasiones pasaba varias semanas sin hacer vida social. La relación más larga la había mantenido con una actriz y no había durado más de seis meses. Y, hasta ese día, le había parecido normal.
Harry abandonó el escritorio, y se dirigió a la ventana para echar un vistazo a la calle. La última vez que había mirado, la ciudad era un espectáculo deslumbrante bañado por el sol de primeras horas de la tarde. Ahora era de noche y Roma centelleaba. Abajo, la gente pululaba por la Escalinata Española y, más allá, por la Piazza di Spagna, una marea humana entre la cual pequeños grupos de policías situados aquí y allá para garantizar el orden.
Más lejos vislumbró un sinfín de calles estrechas y callejones; los tejados de color naranja y crema de los edificios, las tiendas y los pequeños hoteles se extendían en antiguas manzanas ordenadas hasta la negra franja del Tíber. Al otro lado del río se encontraba la cúpula iluminada de San Pedro, en aquel barrio de Roma en el que había estado unas horas antes. Debajo de ella se hallaban los dominios de Jacov Farel, el Vaticano mismo, residencia del Papa, sede de la autoridad respetada por los novecientos cincuenta millones de católicos que había en el mundo y el lugar en el que Danny había pasado los últimos años de su vida.
¿Cómo habrían sido esos años? ¿Enriquecedores o limitados al campo de lo teórico? ¿Por qué había pasado Danny de marine a sacerdote? Era algo que Harry nunca había llegado a comprender. No era de extrañar, porque por aquel entonces apenas se hablaban. ¿Cómo habría podido tocar el tema sin que pareciese que lo juzgaba? Sin embargo, mientras contemplaba la cúpula iluminada de San Pedro, se preguntó si algo en el interior de los muros del Vaticano había impulsado a Danny a llamarlo, y más tarde lo había conducido a la muerte.
¿Quién o qué lo había aterrado tanto? ¿Cuál era el origen de todo? Por el momento, la clave parecía ser el atentado contra el autocar. Si la policía conseguía determinar quién lo había perpetrado y por qué, sabría si el propio Danny había sido el objetivo. En este caso, y si la policía identificaba a los sospechosos, entonces estarían un paso más cerca de confirmar lo que Harry aún creía en el fondo de su corazón: que Danny no era culpable y que le habían tendido una trampa, por alguna razón que aún no alcanzaba a columbrar.
Una vez más, oyó la voz y el miedo.
«Estoy asustado, Harry… No sé qué hacer… ni… qué pasará. Que Dios me ayude.»