CIENTO CUARENTA Y SIETE

El suelo de mármol, los pequeños bancos de madera revestidos, el altar semicircular con el crucifijo de bronce y el luminoso techo de vidrio de colores componían la capilla privada del Santo Padre.

¿Cuántas veces había estado Palestrina en esa capilla? Allí había orado a solas con el Papa o, en algunas ocasiones, con invitados selectos: reyes, presidentes o jefes de Estado.

No obstante, ésta era la primera vez que el Santo Padre lo convocaba sin previo aviso para rezar a solas con él. Cuando entró en la capilla, el Papa estaba sentado ante el altar en su silla de bronce, con la cabeza inclinada, concentrado en la oración.

– ¿Qué sucede? -inquirió Palestrina.

– Hoy no es un buen día, Eminencia -respondió el Papa con voz apenas audible-. Me he levantado con un mal presentimiento que me oprime el corazón y me causa desasosiego y temor. Ignoro a qué se debe; sólo sé que usted forma parte de ello, Eminencia… -El Papa titubeó antes de continuar-. Cuénteme qué sucede…

– No lo sé, Su Santidad. Para mí hoy es un bonito y caluroso día de verano.

– Entonces rece conmigo porque me haya equivocado, por que no sea más que una sensación que acabará por desaparecer… Ruegue por la salvación de las almas…

El Papa se levantó de la silla y ambos hombres se arrodillaron frente al altar. Palestrina inclinó la cabeza mientras el papa León XIV dirigía sus oraciones, convencido de que, cualquiera que fuera el mal presagio que había tenido el Santo Padre, estaba equivocado.

A pesar de la sensación de terror con la que se despertó a primera hora de la madrugada cuando la llamada de Kind lo arrancó de su pesadilla sobre los espíritus malignos, en esos momentos la situación era inmejorable.

Hacía menos de una hora que Pierre Weggen le había comunicado que, a pesar de la revelación de que los lagos habían sido envenenados, según palabras oficiales, por un «ingeniero de tratamiento del agua trastornado», Pekín había autorizado el plan de reconstrucción del sistema de suministro de agua en un intento, por un lado, de reconfortar y reunificar un país conmocionado y todavía temeroso, y por el otro, de mostrar al mundo que el Gobierno central conservaba el mando. Por tanto, a pesar de las contrariedades, el Protocolo Chino de Palestrina seguiría adelante y, tal como le había prometido Thomas Kind, con las muertes de Li Wen y Chen Yin había eliminado el peligro de que la catástrofe de China se relacionara con Roma. Muy pronto, bajo la batuta de Kind, se borraría la última pista. En realidad, ni el padre Daniel ni su hermano eran espíritus de la muerte, sino simples obstáculos que había que eliminar.

El Santo Padre se equivocaba; el presagio no representaba la sombra de la muerte de Palestrina, sino una dolencia física y espiritual propia de un hombre de avanzada edad.

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