Marsciano salió solo de la estancia, pero hasta allí llegaba su libertad. El protocolo lo obligaba a esperar a los demás. En el interior de la limusina reinaba el silencio. Marsciano no apartó la mirada de la ventanilla mientras la verja verde se cerraba a sus espaldas y se dirigían a Via Bruxelles. Sabía que con su actitud había decidido su suerte, pues las inversiones ya estaban en marcha.
Pensó de nuevo en los tres lagos que había prometido Palestrina. ¿Cuáles serían los próximos? ¿Cuándo ocurriría? Sólo el secretario de Estado lo sabía. La locura y crueldad de Palestrina eran incomprensibles, su capacidad de engañarse a sí mismo, increíble. ¿Cuándo y cómo había errado el camino un hombre tan inteligente y respetable? ¿O es que el monstruo siempre había estado allí aletargado?
Una vez en Via Salaria, el chófer aminoró la marcha al incorporarse al intenso tráfico de la tarde. Marsciano sentía la presencia de Palestrina junto a él y los ojos de Capizzi y Matadi, que lo observaban atentos, pero decidió no prestarles atención y pensar en Yan Yeh, el director de operaciones bancarias. No lo recordaba como el astuto hombre de negocios y consejero destacado del Partido Comunista Chino que era, sino como un amigo y una persona compasiva capaz, por un lado, de lanzar una agresiva diatriba política en un momento y de hablar de su preocupación por la sanidad, la educación y el bienestar de los pobres, por el otro. Lo había visto reír y bromear sobre la posibilidad de que los fabricantes de vino italiano fueran a China para enseñar su arte.
– ¿Telefoneas a menudo a Norteamérica? -la voz de Palestrina resonó junto a él.
Marsciano apartó la vista de la ventana y vio que el secretario de Estado lo miraba fijamente. Su corpachón ocupaba gran parte del asiento.
– No te entiendo.
– Sobre todo a Canadá. -Palestrina no apartó los ojos de Marsciano-. A la provincia de Alberta.
– Sigo sin entenderte…
– 1011 403 555 2211 -recitó Palestrina de memoria-. ¿No reconoces el número?
– ¿Debería reconocerlo?
Marsciano sintió que el coche se inclinaba al torcer por Via Princina. Ante él apareció la imagen familiar de Villa Borghese. De repente, el Mercedes aceleró en dirección al Tíber; pronto estarían en Lungotevere Mellini, cerca del Vaticano. A poca distancia de allí, en Via Carissimi, se encontraba el apartamento de Marsciano, pero él sabía que nunca volvería a verlo.
– Es el número del hotel Banff Springs. El sábado doce por la mañana recibieron dos llamadas, y una tercera, esa misma tarde, desde el teléfono móvil del padre Bardoni, su secretario, el hombre que ha sustituido al cura.
Marsciano se encogió de hombros.
– Se hacen muchas llamadas desde mi despacho, incluso los sábados. El padre Bardoni trabaja hasta tarde, al igual que yo y que otras personas…, no llevo un control de todas las llamadas.
– Me aseguraste ante Jacob Farel que el cura había muerto.
– Y es verdad. -Marsciano levantó la vista y miró a Palestrina a los ojos.
– Entonces, ¿a quién llevaron a Bellagio, a Villa Lorenzi, hace dos días, el domingo 12?
Marsciano sonrió.
– Veo que has estado atento a la televisión.
– Las llamadas al Banff se realizaron el sábado, y el cura fue trasladado a Villa Lorenzi el domingo -precisó Palestrina inclinándose hacia Nicola Marsciano-. Villa Lorenzi es propiedad del escritor Eros Barbu, que está de vacaciones en el Banff Springs.
– Si lo que me pregunta Su Eminencia es si conozco a Eros Barbu, es cierto, somos amigos de la Toscana.
Palestrina observó por un instante más a Marsciano y, después, se reclinó en su asiento:
– Entonces te entristecerá saber que Eros Barbu se ha suicidado.