SESENTA Y TRES

A través de una mira telescópica, Thomas Kind vio que el Alfa Romeo azul oscuro bajaba por la colina hacia Bellagio. Fijó el punto de mira entre las cejas de Castelletti, y luego hizo lo propio con Roscani. Luego, después de vislumbrar a un carabiniere al volante, vio pasar el vehículo y permaneció en su sitio. No sabía si aquel día se llamaría de nuevo F, porque no estaba seguro de que la logística o las circunstancias lo condujesen a su objetivo.

F de francotirador. Era un nombre que se ponía a sí mismo cuando preparaba cuerpo y mente para matar a distancia. Había empezado como una autopromoción a un cuerpo de élite después de su primer asesinato, tras disparar contra un soldado fascista desde la ventana de un despacho en Santiago de Chile, en 1976, cuando las tropas abrieron fuego contra una concentración de estudiantes marxistas.

Movió el arma hacia abajo y hacia la derecha y vio el puesto de mando de los carabinieri junto al largo camino que conducía a la suntuosa finca situada al borde del lago, conocida como Villa Lorenzi. Desplazó de nuevo la mira telescópica hacia la derecha y vio tres lanchas patrulleras quietas en el agua, a cuatrocientos metros hacia un lado y a noventa metros de la orilla.

Por Farel, Kind se había enterado de que Villa Lorenzi era propiedad del renombrado novelista italiano Eros Barbu, quien se hallaba de viaje por Canadá y no había estado en Villa Lorenzi desde la última Nochevieja, cuando había celebrado su fiesta anual, uno de los acontecimientos sociales más importantes de Europa. En ausencia de Barbu, un poeta negro sudafricano llamado Edward Mooi administraba Villa Lorenzi. Vivía allí sin pagar, cuidaba los edificios y dirigía a los veinte miembros del personal. Y por orden de Barbu, Mooi había dado permiso a la policía para que registrara la propiedad.

Una declaración formal de los abogados de Barbu sostenía que ni Barbu ni Edward Mooi conocían ni habían oído hablar del padre Daniel Addison, y que ni ellos ni el personal de la propiedad habían visto llegar a nadie a Villa Lorenzi en barco. Y, menos aún, a alguien con un equipo médico de cuatro personas.

Relajándose en su escarpada atalaya situada en una colina boscosa sobre la villa, Thomas Kind alzó de nuevo la mira telescópica y vio el Alfa Romeo de Roscani subir hasta el puesto de mando en el mismo instante en que Edward Mooi salía de la casa principal al volante de un maltrecho vehículo de mantenimiento de tres ruedas que parecía una vieja motocicleta Harley Davidson que remolcaba un volquete.

Kind sonrió. El poeta llevaba una camisa caqui, vaqueros y sandalias de cuero. Sus largos cabellos, recogidos en una coleta que le llegaba hasta los hombros, eran entrecanos a la altura de la sien y le conferían la apariencia de un hippy distinguido o la de un motero envejecido.

Por unos instantes, Mooi y Roscani intercambiaron unas palabras, luego el poeta subió de nuevo a su vehículo y guió al coche de Roscani y a dos grandes camiones llenos de carabinieri hacia el terreno de la villa propiamente dicha. Thomas Kind estaba convencido de que la policía no encontraría nada. Pero estaba igual de convencido de que su objetivo se encontraba allí o muy cerca. Así que aguardaría y vigilaría. Era cuestión de armarse de paciencia.


Hefei, China, hotel Chino de Ultramar, martes 14 de julio

Li Wen se revolvió en la cama, inquieto. Hacía mucho calor y le costaba dormirse. Se revolvió de nuevo y echó un vistazo al reloj. Eran las 12.30 de la noche. Faltaban tres horas para que se levantase, cuatro para que se pusiera a trabajar. Se recostó. Esa noche, más que ninguna otra, necesitaba dormir. Pero no lo conseguía. Intentó despejar su mente, no pensar en lo que estaba a punto de hacer o en el aspecto que ofrecería Hefei veinticuatro horas después de que hubiese introducido la fórmula mortal del hidrobiólogo norteamericano James Hawley en los pozos de salida de agua potable de la planta. El alcohol no saturado policíclico no era un componente controlado por los sistemas de suministro de agua, ni resultaba posible detectarlo a simple vista o mediante el sabor o el olor. Introducido en forma de bolas congeladas que se derretirían en las aguas previamente tratadas, el efecto consistiría en fuertes calambres del sistema digestivo, seguidos de intensa diarrea y, por último, de hemorragia intestinal y muerte en un plazo de seis a veinticuatro horas. La cantidad añadida, calculada en una concentración de diez partes por millón, bastaría para envenenar a cien mil individuos.

Diez partes por millón.

Cien mil muertes.

Li Wen intentó dejar de pensar en ello, pero le resultaba imposible. Luego, en la distancia, oyó retumbar un trueno. Casi al mismo tiempo sintió la caricia fría de una brisa y vio que las cortinas se agitaban ligeramente ante la ventana abierta. Se aproximaba un frente, y con él el viento y las lluvias. El temporal habría pasado cuando se levantara, y el día siguiente sería bochornoso y aún más cálido. Vio el destello de un rayo no muy distante que iluminó, por un instante, su habitación de hotel. Ocho segundos más tarde estalló un trueno.

Li Wen se incorporó sobre un codo, alerta, mirando su habitación. En el rincón cercano a su maleta había una pequeña nevera. Pocos hoteles en China disponían de neveras en las habitaciones, y menos aún en ciudades pequeñas como Hefei. Ésta era la razón por la que había elegido este hotel y esta habitación. No sólo había una nevera, sino también un congelador, cosa incluso más importante porque era allí donde había guardado las bolas después de preparar la fórmula. Y allí permanecerían hasta el momento de partir hacia la planta depuradora, al cabo de poco más de tres horas.

Brilló otro relámpago. Por unos instantes se apagaron las luces que iluminaban el rótulo del hotel, cerca de su ventana, y luego se encendieron de nuevo. Li Wen ya estaba despierto y alerta contemplando la oscuridad. Lo peor que podía ocurrirle era un corte de luz.

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