OCHENTA Y TRES

Las marcas estaban grabadas en la pared por encima de la línea del agua, tal como les había dicho Salvatore. Elena iba sentada en la proa y las iluminaba con la linterna a medida que Harry impulsaba la embarcación por el canal. Remaba desde el centro, de espaldas a Elena, intentando no hacer ruido.

– Escuche. -Elena apagó la linterna.

Harry se detuvo con los remos en alto dejando el esquife a la deriva, pero no se oía nada más que el batir del agua contra la roca.

– ¿Qué ocurre? -susurró.

– Ahora…

Esta vez sí lo oyó, un ruido sordo que reverberó contra las paredes de la cueva y se detuvo de repente.

– ¿Qué es?

– Motores fueraborda. Los pone en marcha por unos segundos y luego los apaga.

– ¿Quién?

– La persona o personas sobre cuya presencia quería alertarnos Mooi. Están aquí… buscándonos.


Planta depuradora de agua A, Hefei, todavía martes 14 de julio, 18.30 h


Li Wen observaba tranquilo a las personas que bullían ante la pared cubierta de mandos e indicadores de la presión, la turbiedad, la velocidad de flujo y la concentración de las sustancias químicas. No entendía por qué continuaban allí: los controles estaban apagados y la planta había sido cerrada.

Zhu Yubing, gobernador de la provincia de Anhui, era incapaz de apartar la vista de los indicadores, al igual que Mou Qiyan, subdirector del Departamento de Electricidad y Conservación del Agua de la provincia de Anhui. El intercambio de reproches y acusaciones surgió en cuanto se realizó el anuncio oficial: el envenenamiento del lago Chao no se debía a un accidente ni a un acto deliberado de unos terroristas o cualquier otra persona; tampoco habían causado la catástrofe las aguas residuales incontroladas vertidas por granjas y fábricas de la zona, sino las algas que se alimentaban del sol y sus toxinas biológicas. Ambos hombres llevaban años quejándose del problema, de la bomba de relojería que debía desactivarse, del problema que debía solucionarse. No obstante, se resolvió, y allí estaban, aturdidos en medio del horror: de los grifos de la ciudad había salido un agua putrefacta y letal que había causado una plaga. El número de víctimas superaba cualquier cifra imaginable.

El lago Chao suministraba agua a casi un millón de habitantes. En las últimas diez horas se había confirmado la muerte de veintisiete mil quinientas ocho personas, cincuenta y cinco mil más se encontraban en estado grave, y todavía no se había calculado el número de personas que consumían el agua a diario. La cifra de víctimas aumentaba cada minuto, y poco cabía hacer al respecto. Ni siquiera los equipos de urgencia del ejército chino podían ayudar, excepto para enterrar a los muertos. Sólo les restaba esperar y contar, y eso hacían bajo la atenta mirada de Li Wen.


Sólo se oía el chapoteo del agua contra la roca, y la respiración regular de Danny. Elena permanecía de pie en la proa mientras Harry sujetaba con las manos la barca arrastrada por la corriente para evitar que rozase la roca y rompiera el silencio.

La oscuridad era infinita, impenetrable. Harry era consciente de que Elena pensaba en lo mismo que él.

– Ponga la mano sobre la linterna -le susurró- e intente que ilumine lo menos posible, manténgala alta en dirección a la pared. Si oye algo, apáguela.

Harry esperó hasta que un haz de luz atravesó la oscuridad y se posó sobre la pared de granito situada encima de ellos. La luz recorrió la antigua roca en busca de alguna señal, pero no la encontró.

– Señor Addison… -Era la primera vez que Harry notaba el miedo en la voz de Elena.

– Siga moviendo la luz.

Acto seguido, empujando con las manos, Harry alejó el esquife de la pared, introdujo los remos en el agua y bogó con suavidad contra la corriente, apenas perceptible.

Elena sentía que el sudor le empapaba las manos mientras el haz de luz recorría la roca en vano.

Harry observaba, atento, sin atreverse a pensar que se habían desviado en la oscuridad y que cada vez se adentraban más en el laberinto. De repente, la luz de la linterna pasó por encima de tres marcas grabadas en la piedra y Elena contuvo una exclamación.

– Bien, vamos por buen camino -susurró.

Avanzaron seis metros, luego diez, y pronto divisaron tres marcas más.

– Enfoque el canal.

Al iluminarlo, vieron que la gruta se extendía más allá de donde alcanzaba la mirada.

– Apáguela.

Elena obedeció y se inclinó hacia delante escudriñando la oscuridad, rezando por vislumbrar un punto de luz que indicara el final del canal y la salida del lago, pero sólo había la misma oscuridad y frío húmedo, y el único sonido perceptible era el que emitían los remos.

En un gesto inconsciente, Elena se santiguó. Sabía que Dios estaba poniéndola a prueba de nuevo, pero esta vez nada tenía que ver con los hombres ni la lujuria, sino con su valor y capacidad de resistir las condiciones más duras sin abandonar al paciente que tenía a su cargo.

– Aunque pase por el valle tenebroso, ningún mal temeré… -comenzó a recitar.

– Hermana Elena… -la voz de Salvatore surgió de la nada.

Elena se sobresaltó mientras Harry permaneció inmóvil con los remos fuera del agua dejando que la corriente arrastrase el esquife.

– Salvatore -susurró Elena.

– Hermana Elena… -volvió a resonar la voz de Salvatore-. Todo va bien -dijo en italiano-; tengo el barco, quienquiera que estuviese aquí, ya se ha marchado.

De repente se oyó el sonido de los motores al arrancar. Los ojos de Elena brillaron en la oscuridad cuando se volvió a Harry para traducirle las palabras de Salvatore.

– Hermana Elena, ¿dónde está?

Harry recogió los remos y se agarró a la pared de piedra para frenar el esquife. El ruido de los motores sonaba cada vez más cercano. El barco se aproximaba por el canal.

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