VEINTIOCHO

Pescara, todavía jueves 9 de julio, 22.35 h

La enfermera Elena Voso estaba sentada en el asiento plegable de una furgoneta beige. En la oscuridad distinguía el cuerpo de Michael Roark tumbado de espaldas en una camilla con la vista fija en el gota a gota que oscilaba sobre su cabeza. Frente a ella se encontraba el atractivo Marco y, delante, Luca conducía el vehículo a través de callejuelas, como si supiese con exactitud hacia dónde se dirigían, aunque nadie había hablado de ello.

Elena no estaba preparada cuando, hacía menos de una hora, la madre superiora de su convento la había llamado de Siena para comunicarle que esa noche había que trasladar al paciente que tenía a su cargo en una ambulancia privada y que ella debía continuar cuidando de él. Cuando Elena preguntó adonde lo trasladarían la respuesta fue «a otro hospital». Poco después, Luca llegó con la ambulancia. Abandonaron el hospital Santa Cecilia aprisa y en silencio, casi sin hablar, como si fueran fugitivos. Tras cruzar el río Pescara, Luca atravesó una serie de callejuelas antes de acabar en un pequeño atasco en la Viale della Riviera, una avenida paralela a la playa. La noche era calurosa, y cientos de personas paseaban por el lugar vestidos con pantalones cortos y camisetas, o estaban sentados en las pizzerías, frente al Adriático. En vista de la ruta, Elena se preguntó si se dirigían a otro hospital de la ciudad, pero Luca se alejó de la costa y atravesó la ciudad en zigzag, pasando por la estación de ferrocarriles antes de virar hacia el nordeste por la autopista de salida.

Michael Roark estuvo inquieto durante todo el trayecto: desplazaba la vista del gota a gota a Elena y a los hombres de la furgoneta para después posarla de nuevo en Elena, que infirió de todo ello que la mente de su paciente funcionaba, que desde algún lugar de su cerebro intentaba comprender que ocurría. Su estado físico era el mejor que cabía esperar; la tensión y el pulso permanecían estables y respiraba con normalidad. Las pruebas que le habían realizado antes de su llegada revelaban un corazón fuerte y un cerebro activo. Le diagnosticaron un trauma agudo y, aparte de las quemaduras y las piernas rotas, la lesión más grave que requería una vigilancia intensiva era una conmoción de la cual podía recuperarse de manera parcial o total, o no mejorar en absoluto. La labor de Elena consistía en mantener el cuerpo operativo mientras el cerebro intentaba recuperarse.

Elena sonrió a Michael Roark, que todavía la miraba y, al levantar la vista, descubrió que Marco también la observaba. Le gustaba la idea de que dos hombres la contemplasen al mismo tiempo y se le ensanchó la sonrisa, pero acto seguido desvió la mirada avergonzada de haber reaccionado de un modo tan abierto. En ese momento advirtió que las ventanas traseras estaban tapadas con cortinas oscuras:

– ¿Por qué están tapadas las ventanas? -le preguntó a Marco.

– La furgoneta es alquilada, ya venía así.

Elena titubeó.

– ¿Adónde vamos?

– Nadie me lo ha dicho.

– Luca lo sabe.

– Pues pregúnteselo a él.

Elena miró a Luca, sentado al volante, y de nuevo a Marco.

– ¿Estamos en peligro?

Marco sonrió.

– Cuántas preguntas.

– Nos han ordenado que abandonemos el hospital de improviso, en medio de la noche. Circulamos de manera que resulte imposible seguirnos, las ventanas están tapadas y… usted lleva una pistola.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– Ya le dije que era carabiniere…

– Ya no lo es.

– Pero estoy en la reserva… -Marco se dirigió a Luca-: La enfermera Elena quiere saber adónde vamos.

– Al norte.

Marco cruzó los brazos, se reclinó hacia atrás y cerró los ojos.

– Voy a dormir -le comunicó a Elena-. Será mejor que usted haga lo mismo, nos espera un largo camino.

Elena lo observó y después a Luca, cuyos rasgos se iluminaron por un instante al encender un cigarrillo. Cuando el hombre la ayudó a cargar al paciente en la ambulancia, había notado un bulto debajo de su chaqueta, con lo que confirmó lo que ya sospechaba, que él también llevaba un arma y, a pesar de que nadie lo había mencionado, también sabía que Pietro, el vigilante de las mañanas, los seguía en coche.

A su lado, Michael Roark había cerrado los ojos. Elena se preguntó si estaría soñando y, en tal caso, cómo serían sus sueños. Tal vez, al igual que ella, sólo se dejaba llevar por una carretera oscura hacia un destino desconocido en compañía de extraños armados.

Elena se preguntó una vez más por qué custodiaban al paciente esos hombres, quién era en realidad.

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