TREINTA Y TRES

7. 50 h

– Té caliente -señaló Hércules-. ¿Puede tragar?

– Sí… -asintió Harry.

– Sosténgala con ambas manos.

Hércules le acercó la taza y le ayudó a asirla. El vendaje que Harry llevaba en la mano izquierda no le facilitaba las cosas.

Harry bebió y se atragantó.

– Asqueroso, ¿verdad? Té gitano. Fuerte y amargo. Bébalo de todos modos. Le ayudará a sanar y a recuperar la vista.

Harry vaciló, luego apuró el té de varios tragos largos, intentando no percibir el sabor. Moviéndose de un lado a otro, Hércules lo observó con detenimiento, como un artista que estudia un objeto. Cuando Harry hubo terminado de beber, el enano le arrancó la taza de las manos.

– Usted no es usted.

– ¿Cómo?

– Usted no es el padre Daniel, sino su hermano.

Harry se apoyó en un codo y se incorporó.

– ¿Cómo lo sabe?

– En primer lugar, por la foto del pasaporte. En segundo lugar, porque la policía lo busca.

Harry se sobresaltó.

– ¿La policía?

– Lo dijeron por la radio. Le buscan por asesinato…, y no por el mismo por el que buscan a su hermano. El del cardenal vicario; ése sí que es uno grande. Pero el suyo tampoco es pequeño.

– ¿De qué está hablando?

– El policía, señor Addison. El detective Pio.

– ¿Pio está muerto?

– Hizo usted un buen trabajo.

– ¿Que yo qué…?

Empezaba a recobrar la memoria. Pio miraba por el retrovisor del Alfa Romeo. Luego tomó el arma y la colocó a su lado, en el asiento. En ese instante, Harry vio el camión delante de ellos. Oyó su propia voz gritándole a Pio «¡Cuidado!».

Y en ese momento recuperó otro fragmento. Algo que no había recordado hasta entonces. Era un sonido. Un sonido atronador. Un estruendo que se repitió con rapidez. Los disparos de una pistola.

Y a continuación recordó el rostro, por un instante. Luego desapareció, como la luz de una bombilla que iluminara algo por una fracción de segundo. Era pálido y cruel, con una ligera sonrisa. Y luego, por alguna razón, aunque no sabía por qué, recordó los ojos más azules que había visto jamás.

– No… -dijo Harry, con un hilo de voz. Aturdido, buscó la mirada de Hércules-. No lo hice yo.

– El que lo haya hecho usted o no poco importa… Lo que cuenta es que las autoridades creen que usted lo hizo. En Italia no existe la pena capital, pero la policía encontrará el modo de matarlo.

De pronto, Hércules se puso de pie. Apoyado en una muleta, miró a Harry.

– Dicen que es abogado. De California. Y que trabaja con estrellas de cine y es muy rico.

Harry se recostó. Así que era eso. Hércules quería dinero y pretendía sacárselo amenazándolo con entregarlo a la policía. Y, ¿por qué no? Hércules era un delincuente común que vivía entre la mugre bajo el metro, y Harry se hallaba a su merced.

Y al margen del motivo por el que lo había salvado, acababa de descubrir que había salvado a la gallina de los huevos de oro.

– Tengo algo de dinero, sí. Pero no puedo conseguirlo sin que la policía se entere de dónde estoy. De modo que, aun si quisiera dárselo, me resultaría imposible.

– No tiene importancia. -Hércules se inclinó hacia él y le sonrió con sarcasmo-. Usted tiene un precio.

– ¿Un precio?

– La policía ha ofrecido una recompensa por usted. Cien millones de liras. Unos sesenta mil dólares. Es un montón de pasta, señor Harry…, sobre todo para quien no tiene nada.

Después de encontrar la segunda muleta, Hércules le dio la espalda de golpe y se alejó como lo había hecho antes, balanceándose hacia la oscuridad.

– ¡Yo no lo maté! -gritó Harry.

– ¡La policía lo matará de todos modos!

La voz de Hércules resonó hasta confundirse con el traqueteo distante de un metro que pasaba por el extremo de su túnel privado. Después se oyó el sonido de la gran puerta al abrirse y cerrarse.

Luego sólo quedó el silencio.

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