Roscani se volvió hacia Scala y Castelletti, que iban sentados detrás de él, luego contempló al piloto del helicóptero y una vez más miró por la ventanilla. Volaban desde hacía casi tres horas, hacia el norte, á lo largo de la costa adriática, sobre las ciudades de Ancona, Rimini y Ravena, y luego tierra adentro hacia Milán y, por último, hacia el norte otra vez, sobre las altas montañas y el lago de Como, hasta el pueblo de Bellagio.
Abajo vislumbraba las diminutas estelas blancas de embarcaciones de recreo que salpicaban el azul profundo de la superficie del lago como la decoración de un pastel. A la izquierda, una docena de lujosas villas rodeadas de jardines bien arreglados punteaba la costa, y, a su derecha, las escarpadas colinas descendían hasta el lago.
Aún estaba en el apartamento incendiado de Pescara, cuando había recibido una llamada urgente de Taglia. Según el jefe del Gruppo Cardinale, la noche anterior un hombre que podía ser el padre Daniel Addison había sido transportado a una mansión del lago de Como en un hidrodeslizador de alquiler. El capitán de la embarcación había visto los mensajes públicos transmitidos por la televisión y estaba casi seguro de quién había sido su pasajero. Sin embargo, se había resistido a decir algo porque la villa era muy exclusiva y temía perder su trabajo si se equivocaba y, de un modo accidental, ponía al descubierto a alguna celebridad. Pero, luego, su mujer lo convenció de que diera aviso a las autoridades y dejara que ellas tomaran la decisión.
Una celebridad, pensó Roscani mientras el piloto giraba hacia la izquierda y descendía sobre el agua; ¿a quién diablos le importaba quién quedase al descubierto si la pista que seguían era la correcta? Cada minuto resultaba crucial.
El cuerpo encontrado entre los escombros pertenecía a Giulia Fanari, la mujer de Luca Fanari, el hombre que, según los registros, había alquilado la ambulancia a los difuntos propietarios de la empresa de ambulancias de Pescara. La señora Fanari ya estaba muerta cuando se declaró el incendio. La habían matado con un instrumento afilado, probablemente con un punzón para el hielo, clavándoselo en el cráneo en la base del cerebro. En resumidas cuentas, le habían cortado la médula del mismo modo que lo hubiera hecho un biólogo con una rana que se dispusiera a disecar. Sin embargo, no había sido a sangre fría. Por el modo en que se había realizado, Roscani dedujo que se trataba de un acto casi pasional, como si el asesino hubiese disfrutado con cada espasmo de la víctima mientras le destrozaba el cráneo de manera lenta y deliberada. Tal vez incluso había experimentado placer sexual. Como mínimo, la mera inventiva que requiere el acto indicaba que el asesino era una persona sin el menor reparo moral; un auténtico psicópata que sentía la indiferencia más absoluta hacia los sentimientos, el dolor y el bienestar de los demás, un ser auténticamente malvado desde su nacimiento. Y si este psicópata era su hipotética tercera persona, Roscani debía descartar un «ellos», porque todo apuntaba a que el asesinato había sido perpetrado por una sola persona, y que también podía olvidarse de una «ella», porque todo le decía que, quienquiera que hubiera matado a Giulia Fanari de aquel modo, había necesitado mucha fuerza, lo que significaba, casi sin ninguna duda, que se trataba de un hombre. Y si había estado en Pescara siguiendo la pista del padre Daniel y allí había descubierto adonde lo habían trasladado, se hallaba mucho más próximo que ellos de encontrarlo.
Por ello, al ver acercarse el suelo, oscurecido de pronto por una nube de polvo mientras el helicóptero se posaba al borde de un bosque espeso cercano al lago, Roscani rezó para que el hombre que había sido trasladado a la villa fuera, en efecto, el cura, y para que ellos llegaran antes que el hombre del punzón.