Harry observó por el espejo retrovisor el puesto de control mientras pisaba el acelerador y se alejaba del lugar. A sus espaldas veía el brillo de las lámparas de vapor de mercurio, las luces de freno de los coches que se dirigían hacia el norte y el grupo de vehículos del ejército junto a los coches blindados de los carabinieri. Era uno de los puestos de control más importantes, situado a dos horas al sur de Milán. A diferencia del control policial de Chiasso, donde los habían dejado pasar sin detener el coche, allí se habían visto obligados a parar y esperar a que los soldados armados se aproximaran, pero un oficial señaló la matrícula, miró a los sacerdotes en su interior y les indicó que pasaran con un gesto de la mano.
– Tío listo -sonrió Danny mientras se alejaban de allí.
– ¿Sólo porque le he dado las gracias?
– Sí, sólo por eso. -Danny se volvió a Elena y sonrió otra vez-. Imagínate que no le hubiera gustado y nos hubiera detenido, entonces ¿qué?
Harry miró a su hermano.
– Pues podrías haberle explicado la razón por la que nos dirigimos a Roma y quizá nos habría ofrecido un ejército de escolta.
– El ejército no puede entrar en el Vaticano, Harry… Al menos el ejército italiano.
– No, sólo tú y el padre Bardoni -replicó Harry con retintín.
– Sí, sólo el padre Bardoni y yo -asintió Danny.
Palestrina se apeó del asiento posterior del Mercedes. Uno de los hombres de negro de Farel echó un vistazo a la calle desierta y, adelantándose al cardenal, cruzó la calle hasta la puerta abierta de la iglesia del siglo XVIII. A continuación se echó a un lado y cedió el paso al secretario de Estado.
Las pisadas de Palestrina resonaron en la iglesia mientras caminaba hacia el altar. Una vez allí, se santiguó y se arrodilló a rezar junto a la única persona que había en el lugar: una mujer vestida de negro con un rosario en la mano.
– Hace mucho que no me confieso, padre -murmuró sin mirarlo-. ¿Podría confesarme con usted?
– Claro. -Palestrina se santiguó de nuevo y se puso en pie. Acto seguido, él y Thomas Kind se dirigieron a la oscura intimidad del confesionario.