CIENTO DIECISÉIS

Harry observó por el espejo retrovisor el puesto de control mientras pisaba el acelerador y se alejaba del lugar. A sus espaldas veía el brillo de las lámparas de vapor de mercurio, las luces de freno de los coches que se dirigían hacia el norte y el grupo de vehículos del ejército junto a los coches blindados de los carabinieri. Era uno de los puestos de control más importantes, situado a dos horas al sur de Milán. A diferencia del control policial de Chiasso, donde los habían dejado pasar sin detener el coche, allí se habían visto obligados a parar y esperar a que los soldados armados se aproximaran, pero un oficial señaló la matrícula, miró a los sacerdotes en su interior y les indicó que pasaran con un gesto de la mano.

– Tío listo -sonrió Danny mientras se alejaban de allí.

– ¿Sólo porque le he dado las gracias?

– Sí, sólo por eso. -Danny se volvió a Elena y sonrió otra vez-. Imagínate que no le hubiera gustado y nos hubiera detenido, entonces ¿qué?

Harry miró a su hermano.

– Pues podrías haberle explicado la razón por la que nos dirigimos a Roma y quizá nos habría ofrecido un ejército de escolta.

– El ejército no puede entrar en el Vaticano, Harry… Al menos el ejército italiano.

– No, sólo tú y el padre Bardoni -replicó Harry con retintín.

– Sí, sólo el padre Bardoni y yo -asintió Danny.


Iglesia de San Crisogno, barrio de Trastevere, Roma, jueves 16 de julio, 5.30 h

Palestrina se apeó del asiento posterior del Mercedes. Uno de los hombres de negro de Farel echó un vistazo a la calle desierta y, adelantándose al cardenal, cruzó la calle hasta la puerta abierta de la iglesia del siglo XVIII. A continuación se echó a un lado y cedió el paso al secretario de Estado.

Las pisadas de Palestrina resonaron en la iglesia mientras caminaba hacia el altar. Una vez allí, se santiguó y se arrodilló a rezar junto a la única persona que había en el lugar: una mujer vestida de negro con un rosario en la mano.

– Hace mucho que no me confieso, padre -murmuró sin mirarlo-. ¿Podría confesarme con usted?

– Claro. -Palestrina se santiguó de nuevo y se puso en pie. Acto seguido, él y Thomas Kind se dirigieron a la oscura intimidad del confesionario.

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