TRECE

Miércoles 8 de julio, 22.00 h

Harry Addison, el padre Bardoni y el director de la funeraria, el signore Gasparri, descendieron por la escalera con pasos silenciosos. Al llegar al pie de la misma, Gasparri giró a la izquierda y avanzó por un largo pasillo de color mostaza decorado con bucólicos cuadros de la campiña italiana.

Harry se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta para palpar el sobre que Gasparri le había entregado al llegar y en cuyo interior se encontraban los escasos efectos personales de Danny que se recuperaron en el lugar del siniestro: un documento de identidad del Vaticano chamuscado, un pasaporte casi intacto, unas gafas sin el cristal derecho y con el izquierdo resquebrajado, y el reloj. De los cuatro objetos, este último era el que mejor reflejaba el horror de lo ocurrido: tenía la correa quemada, el acero ennegrecido y el cristal roto. Se había parado el día 3 de julio a las 10.51 de la mañana, escasos segundos después de que explotara el Semtex y el autocar volase por los aires.

Esa mañana, Harry había tomado una decisión acerca del funeral: enterraría a Danny en un pequeño cementerio en el oeste de Los Ángeles pues allí residía y tenía su vida, y a pesar del turbulento estado emocional en el que se encontraba entonces, no pensaba mudarse a otro lugar.

Además, la idea de tener a Danny cerca lo reconfortaba, pues le permitiría visitar su tumba, cuidarla e, incluso, hablar con él. De este modo, ninguno de los dos se sentiría solo ni abandonado, e irónicamente, la proximidad física quizá los ayudaría a salvar esa distancia que había existido entre ellos durante tanto tiempo.

– Señor Addison, se lo ruego -insistió el padre Bardoni con voz suave y compasiva-, por su propio bien, deje que perdure el recuerdo del pasado.

– Ojalá pudiera, padre, pero no puedo…

Abrir el féretro y ver a su hermano había sido una idea que se le había ocurrido de improviso durante el corto viaje en coche desde el hotel hasta la funeraria. En realidad era lo último que deseaba hacer, pero sabía que se arrepentiría el resto de su vida si no lo hacía, sobre todo al hacerse mayor y pensar en el pasado.

Gasparri se detuvo ante una puerta y les indicó que entraran en una pequeña estancia poco iluminada en la que había varias hileras de sillas dispuestas frente a un sencillo altar de madera. El director de la funeraria articuló unas palabras en italiano y abandonó la estancia.

– Dice que le esperemos aquí.

Los ojos del padre Bardoni de nuevo se mostraron suplicantes detrás de las gafas de montura negra, y Harry supo que volvería a pedirle que cambiara de opinión.

– Sé que lo hace con buena intención, padre, pero no me lo pida más, por favor. -Harry lo observó hasta comprobar que le había entendido y miró en torno a sí.

Al igual que el resto del edificio, el lugar estaba viejo y deteriorado: las paredes de yeso, irregulares y agrietadas, se habían enmasillado una y otra vez y presentaban el mismo tono amarillento que el corredor. En contraste con la oscura madera del altar y de las sillas, el suelo de barro parecía casi blanco, el color se había desvanecido después de años, quizá siglos, de miríadas de personas que entraban, se sentaban y salían una detrás de otra con un mismo propósito: ver a los muertos en privado.

Harry se acomodó en una de las sillas.

Por expresa petición del Gobierno italiano, conmocionado por el asesinato del cardenal Parma, el horripilante proceso de identificar y examinar los cuerpos de las víctimas del autocar de Asís había sido realizado de manera rápida y eficaz por un equipo de profesionales más numeroso que el habitual. Una vez finalizado el trabajo, los restos se habían enviado al depósito de cadáveres -el Istituto di Medicina Legale de la Universidad de Roma- y a diferentes funerarias donde los colocaban en ataúdes para el entierro. A pesar de la investigación que lo rodeaba, Danny no había recibido un trato diferente y allí yacía, en algún lugar del edificio de Gasparri, en un féretro, con el cuerpo mutilado, preparado para ser transportado a casa y enterrado.

Harry habría podido dejar las cosas como estaban, quizá no debió insistir en abrir el ataúd sino limitarse a llevar a su hermano de vuelta a California, pero no fue capaz, y menos después de lo ocurrido. No le importaba el aspecto que ofreciera Danny, sólo quería verlo por última vez y decirle: «Siento no haber estado allí cuando me necesitabas, siento que nos dejáramos llevar por la amargura y los malentendidos. Siento que jamás lo habláramos, que ni siquiera intentáramos comprendernos el uno al otro…». Sólo deseaba decirle: «Adiós, te quiero, siempre te he querido, a pesar de todo».

– Señor Addison -el padre Bardoni se hallaba a su lado-, por su propio bien… he visto a personas fuertes y decididas como usted derrumbarse al afrontar esta horrible situación… Acepte los designios del Señor, su hermano querría que lo recordara tal como era.

En ese momento una puerta se abrió a sus espaldas, y entró en la estancia un hombre de cabello grisáceo, muy corto, de casi dos metros de estatura, bien parecido y con un aire al mismo tiempo aristocrático y compasivo. Llevaba la sotana negra y faja de cardenal, la cabeza cubierta por un solideo púrpura y una cruz de oro colgada del cuello.

– Eminencia… -el padre Bardoni hizo una pequeña reverencia.

El hombre asintió con la cabeza y miró a Harry.

– Señor Addison, soy el cardenal Marsciano y quisiera ofrecerle mi más sincero pésame.

Marsciano hablaba inglés con fluidez y seguridad. De hecho, su comportamiento, sus ojos, sus gestos: todo en él transmitía seguridad y consuelo.

– Gracias, Eminencia…

Amigo de hombres poderosos y famosos, Harry jamás se había encontrado en presencia de un cardenal, y mucho menos de alguien tan influyente. De educación católica, a pesar de lo poco religioso y devoto que se había vuelto, Harry se sintió insignificante, como si se hallara ante un jefe de Estado.

– El padre Daniel era mi secretario personal desde hacía muchos años…

– Lo sé…

– Tengo entendido que desea verlo…

– Sí.

– El padre Bardoni me llamó mientras usted se encontraba con el signore Gasparri. Pensó que quizá yo tendría mejor suerte al intentar disuadirlo. -Esbozó una breve sonrisa-. Yo lo he visto, señor Addison, la policía me pidió que identificara el cuerpo; he visto el horror de su muerte y lo que llegan a hacer algunos artefactos inventados por el hombre.

– No importa… -A pesar de la presencia imponente de Marsciano, Harry estaba decidido, se trataba de algo muy profundo y personal, algo entre Danny y él-. Espero que lo entienda.

Marsciano guardó silencio.

– Sí, lo comprendo -respondió al fin.

El padre Bardoni vaciló por unos instantes y salió de la estancia.

– Usted se le parece mucho -murmuró Marsciano-. Se lo digo como un cumplido.

– Gracias, Eminencia.

Se abrió entonces una puerta junto al altar y el padre Bardoni entró seguido de Gasparri y de un hombre corpulento con batín blanco que empujaba una camilla con un ataúd encima, tan pequeño como el de un niño. El corazón de Harry dio un vuelco: en su interior se encontraba Danny, o lo que quedaba de él. Respiró profundamente y esperó. ¿Quién podía estar preparado para algo así? Miró al padre Bardoni.

– Pídale que lo abra.

– ¿Está seguro?

– Sí.

Marsciano asintió con la cabeza. Gasparri titubeó por un segundo pero acto seguido, con un solo movimiento, se inclinó hacia delante y retiró la tapa del ataúd.

Harry permaneció inmóvil por unos instantes. A continuación, dio un paso al frente, bajó la mirada y, al ver el contenido del ataúd, dio un respingo. Los restos estaban boca arriba, faltaba casi toda la parte derecha del torso y, donde antaño estaba el rostro, ahora había un amasijo de cráneo y cabello y, en vez del ojo derecho, una cuenca dentada. El cadáver tenía ambas piernas cercenadas a la altura de la rodilla. Harry buscó los brazos, no los encontró. El hecho de que esa cosa llevara calzoncillos le confería un aspecto todavía más obsceno, como si alguien hubiera decidido proteger los genitales, existieran o no, de miradas curiosas.

– ¡Dios mío! -exclamó Harry. Sintió que el horror y la repulsión se apoderaban de él, su rostro se tornó pálido y apoyó la mano en el ataúd para no perder el equilibrio. Así permaneció unos segundos antes de caer en la cuenta de que el ruido de fondo que oía no era más que la voz de Gasparri, que hablaba en italiano.

– El signare Gasparri se disculpa por el aspecto de su hermano. Ahora quisiera tapar el ataúd y llevárselo -explicó el padre Bardoni.

Harry miró a Gasparri.

– Dígale que no, todavía no… Luchando con la repugnancia que lo embargaba, Harry contempló de nuevo el torso mutilado. Debía intentar controlar sus emociones, necesitaba pensar y decirle en silencio a Danny todo aquello que quería decirle. En ese instante, observó que el cardenal Marsciano hacía un gesto a Gasparri y que éste se acercaba a la tapa del ataúd, y fue entonces cuando se percató de algo.

– ¡No! -Gritó. Gasparri se detuvo en el acto. Harry alargó la mano y recorrió con los dedos el torso frío hasta la tetilla izquierda y, de pronto, sintió que le flojeaban las piernas.

– ¿Se encuentra usted bien, señor Addison? -le preguntó el padre Bardoni acercándose a él.

Harry dio un paso atrás y levantó la cabeza.

– No es él, no es mi hermano.

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