SESENTA Y SEIS

Como, 19.40 h

El Fiat estaba parado a un lado de la autostrada, en la ruta principal a Como. Hércules había pedido a Harry que se detuviera, y Harry lo había hecho. Y allí estaban sentados juntos por última vez mientras el suave amarillo del cielo de la tarde bañaba el coche con una luz delicada muy distinta del desfile de faros deslumbrantes que discurría en el exterior.

– Con o sin policía, Chiasso está demasiado cerca para no intentarlo… ¿Lo entiende, señor Harry?

– Lo entiendo, Hércules… Siento no haber podido hacer más…

– Entonces, buena suerte, señor Harry. -Hércules sonrió y le tendió la mano. Harry se la estrechó.

– Lo mismo digo.

Y sin más, Hércules se apeó del coche y se marchó. Harry lo observó por unos instantes mientras cruzaba la autopista en medio del tráfico. Una vez en el otro bordillo, se volvió y sonrió, luego giró sobre sus muletas y se alejó hacia el crepúsculo, caminando, si ésta era la palabra correcta, hacia Suiza.


Diez minutos más tarde, Harry aparcó el Fiat en una calle lateral cercana a la estación de tren y pasó un paño al volante y a la palanca de cambios para limpiar sus huellas dactilares. Bajó con cuidado, cerró la puerta y se encaminó a Via Borsieri y a Viale Várese, siguiendo las señales que indicaban el camino al lago y a Piazza Cavour. Avanzaba al mismo paso que la gente que lo rodeaba, intentando confundirse entre ellos, no parecer más que un sacerdote que había salido a disfrutar de la cálida tarde estival.

De vez en cuando alguien inclinaba la cabeza o le sonreía al pasar. Él devolvía el gesto, se volvía con naturalidad y miraba atrás para asegurarse de que no lo hubiesen reconocido.

Al cruzar una plaza, advirtió de pronto que la gente caminaba más despacio, la multitud se espesaba. Delante de él los viandantes se arremolinaban frente a un quiosco. Al acercarse, vio la cara de Danny en las ediciones de la tarde. Todos los periódicos llevaban prácticamente el mismo titular: «Sacerdote fuggitivo a Bellagio?».

Se volvió con rapidez y se alejó.

Torciendo por una calle y luego por otra, Harry intentaba seguir las confusas señales hacia el paseo del lago y Piazza Cavour. Tras esquivar a una pareja tomada de la mano, giró en una esquina y se detuvo. La calle que tenía delante estaba acordonada. Detrás había coches patrulla, furgonetas de los medios de comunicación y vehículos con antenas de satélite. Más lejos vislumbró la comisaría de policía.

«Dios Santo.» Harry esperó medio segundo, luego siguió andando, intentando recuperar la compostura. Llegó a un cruce de calles y enfiló la de la izquierda sin pensárselo, convencido de que toparía de nuevo con las barreras de la policía, con el quiosco o con la estación de tren. En lugar de ello, vio el lago, y el tráfico que fluía a lo largo del bulevar que lo bordeaba. Ante él había una señal que le informó de que se hallaba en la Piazza Cavour.

Recorrió media calle y llegó al bulevar. A su derecha estaba el hotel Palace, un enorme edificio de piedra caliza con un concurrido café delante. Tocaban música festiva. La gente comía y bebía, y unos camareros con delantales blancos iban y venían entre las mesas. Se trataba de gente normal, que hacía cosas cotidianas, sin saber qué cerca se hallarían de un acontecimiento de primera magnitud si uno solo de ellos reconocía al cura barbado y daba la voz de alarma. En segundos, la calle se llenaría de policías, como en una película de Hollywood. Un ajuste de cuentas del Gruppo Cardinale con el asesino de un policía, el hermano del homicida del cardenal vicario de Roma. Destellos de luces. Helicópteros.

Extras corriendo de un lado a otro con metralletas y chalecos antibalas. Un paseo con Lee Harvey Oswald en un parque de atracciones. Mirad, mirad, el chico malo recibe balas de todos lados. Reservad vuestras entradas, no os lo perdáis.

Pero nadie lo hizo. Y Harry desapareció: una persona más que paseaba por la calle. Unos momentos más tarde dobló una esquina y entró en Piazza Cavour. Frente a él se alzaba el hotel Barchetta Excelsior.

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