Ya sin disfraz de rabino y transformado de nuevo en un cura, el padre Jonathan Arthur Roe de la Universidad de Georgetown recorría, en hora punta, las calles de Lugano en busca del Mercedes gris que el padre Bardoni había aparcado al otro lado de los raíles, arriba de la estación, en Via Tomaso.
Siguiendo las indicaciones de Veronique, Harry tomó el funicular hasta la Piazza della Stazione, cruzó la calle hasta la estación y entró en el edificio. Con la cabeza gacha, intentando por todos los medios rehuir la mirada de la gente, se abrió paso entre las personas que esperaban el tren, buscando un sitio por donde cruzar la vía y llegar a las escaleras que conducían a Via Tomaso.
No hacía más que pensar en el viaje a Roma y en lo que le convenía hacer con Elena. Debido a su agitado estado mental, no estaba preparado para lo que sucedió cuando dobló una esquina de la estación.
De pronto, de la multitud surgieron seis policías uniformados que caminaban decididos hacia el tren que acababa de llegar, pero no iban solos; los acompañaban tres prisioneros con cadenas y esposas. El segundo, que pasó por delante de Harry, era Hércules. Las cadenas apenas le permitían caminar con las muletas, pero aun así seguía adelante. En ese momento, sus miradas se cruzaron, pero Hércules desvió la vista de inmediato para proteger a Harry de los ojos inquisitivos de los policías, que podrían preguntarse de qué conocía al prisionero. A continuación, hicieron subir a los esposados al tren.
Harry vio de nuevo al enano un momento después, mientras un agente le sujetaba las muletas y lo ayudaba a sentarse junto a la ventana. Harry se abrió paso entre la multitud hasta la ventana. Hércules lo observó llegar, sacudió la cabeza y desvió la mirada.
Sonó la señal y el tren, con precisión suiza, abandonó la estación a la hora en punto en dirección al sur de Italia.
Harry, aturdido, dio media vuelta y siguió buscando las escaleras de Via Tomaso. En cuestión de segundos, Hércules, que había aparecido con el rostro pálido y expresión resignada, pareció revivir al divisar a Harry e intentar protegerlo. Por un breve instante, el enano había recuperado una razón para vivir.
Roscani había llegado al extremo de sostener un cigarrillo apagado entre los dedos y llevárselo a la boca de vez en cuando; pero se había prometido a sí mismo que no pasaría de allí. Por muy frustrado o ansioso que se sintiera, no lo encendería. Con un gesto ceremonioso y a fin de poner a prueba su voluntad, extrajo una caja de cerillas del bolsillo de la chaqueta, arrancó una y dejó el paquete en un cenicero. Encendió la cerilla y la acercó al resto y, en ese instante, sintió remordimientos. Dejó la cerilla y acto seguido tomó las hojas de la compañía telefónica para revisarlas una vez más. La lista de llamadas estaba ordenada por fecha y hora y figuraban tanto las recibidas como las realizadas desde el despacho de la hermana Fenti y su domicilio particular desde el día de la explosión del autocar hasta la fecha. En total, trece días.
Dos agentes que esperaban en el pasillo para prestar ayuda a Roscani vieron al ispettore descolgar el teléfono y marcar un número. Esperó un momento, dijo algo y colgó. De golpe se puso en pie y caminó por el despacho fumando un cigarrillo apagado. De repente, sonó el teléfono, Roscani lo levantó en el acto y, asintiendo con la cabeza, anotó algo en un papel, lo subrayó, respondió algo y colgó. Medio segundo después, tiró el cigarrillo a la papelera, tomó el papel y se dirigió a la puerta.
– Necesito que uno de vosotros me lleve al helipuerto -dijo al salir al pasillo.
– ¿Adónde va? -preguntó el agente que seguía a Roscani por el pasillo.
– A Lugano, Suiza.