VEINTISÉIS

Roma, embajada del Vaticano en Italia, Via Po, a la misma hora

En su primera aparición pública desde el asesinato del cardenal vicario de Roma, el resto de los hombres de confianza del Papa -el cardenal Umberto Palestrina, el cardenal Joseph Matadi, monseñor Fabio Capizzi y el cardenal Nicola Marsciano- departieron sin reservas con los miembros del Consejo de Ministros de la Unión Europea que se encontraban en Roma para participar en una conferencia sobre las relaciones económicas con los países en vías de desarrollo. Todos habían sido invitados a un cóctel informal organizado por el arzobispo Giovanni Bellini, nuncio apostólico en Italia.

Palestrina, secretario de Estado del Vaticano, de sesenta y dos años de edad, era quien parecía sentirse más cómodo y, a diferencia de los demás, no llevaba hábito eclesiástico sino un traje sencillo negro con cuello blanco y, sin prestar atención alguna a los miembros de la Guardia Suiza vestidos de paisano que vigilaban la estancia, pasaba de un invitado a otro, hablando vehementemente con cada uno de ellos.

La mera complexión de Palestrina, de ciento veinte kilos de peso y casi dos metros de estatura, llamaba la atención de los invitados. Sin embargo, eran otras características de su persona las que más desconcertaban: los movimientos gráciles, la sonrisa amplia, los intensos ojos grises bajo una alborotada mata de pelo blanco y la fuerza con la que estrechaba la mano y se dirigía a las personas de manera directa, casi siempre en su propio idioma.

Renovando viejos lazos de amistad, entablando nuevas relaciones y pasando de un invitado a otro, Palestrina ofrecía todo el aspecto de un político y no el del segundo hombre más poderoso de la Iglesia católica. No obstante, era en representación de dicha Iglesia y del Papa que él y los demás se encontraban allí. Su presencia, efectiva a pesar de la reciente tragedia, hablaba por sí misma, pues recordaba a todos los presentes que la Santa Sede estaba comprometida de manera total e inequívoca con el futuro de la Unión Europea.

En el otro extremo del salón, el cardenal Marsciano se alejó del representante de Dinamarca y miró el reloj.


19.50 h

Al levantar la vista, Marsciano vio llegar al banquero inversor suizo Pierre Weggen acompañado de Jiang Youmei, embajador de China en Italia, su secretario de exteriores, Zhou Yi, y Yan Yeh, presidente del Banco Popular de China. La presencia de estos hombres causó un notable revuelo entre los invitados, pues China y el Vaticano no mantenían relaciones diplomáticas oficiales desde la llegada al poder de los comunistas en 1949. Sin embargo, acababan de hacer su entrada en el salón, en compañía de Weggen, dos de los diplomáticos más destacados de China en Italia y uno de los empresarios más importantes del país.

Casi de inmediato, Palestrina cruzó la sala para recibirlos con una reverencia formal. Estrechó la mano de todos ellos, les dirigió una amplia sonrisa y trabó con ellos una charla animada como si fueran viejos amigos, hablándoles en chino, como Marsciano bien sabía.

Las cada vez más estrechas relaciones entre China y Occidente y el resurgimiento del país asiático como potencia económica apenas habían afectado a las relaciones entre Pekín y Roma. Sin embargo, a pesar de la inexistencia de relaciones diplomáticas entre ambos países, la Santa Sede, bajo la atenta dirección de Palestrina, intentaba abrir una puerta, con el objetivo inmediato de organizar una visita del Papa a la República Popular.

Se trataba de una meta con importantes repercusiones, porque si China aceptaba este gesto de apertura, se interpretaría como una señal de que Pekín no sólo estaba dispuesta a abrir sus puertas a la Iglesia, sino también a ser acogida en su seno. Palestrina sabía con certeza que China no albergaba tales propósitos para el presente, ni para el futuro próximo o lejano, así que su objetivo era ambicioso en extremo. De todos modos, los chinos habían asistido de forma oficial al cóctel.

Su presencia en la reunión se debía en gran medida a Pierre Weggen, con quien colaboraban desde hacía años y en quien tenían plena confianza, al menos toda la confianza que un oriental era capaz de depositar en un occidental. Weggen, de setenta años, alto y elegante, era un banquero inversor reconocido y respetado en todo el mundo que actuaba de intermediario entre las grandes compañías multinacionales con el objetivo de crear sociedades globales. Combinaba esta labor con la asesoría a clientes y amigos: las personas, empresas y organizaciones que, a lo largo de los años, lo habían ayudado a forjar su reputación.

La lista de clientes siempre había sido, y seguía siendo, confidencial. Entre ellos estaban el Vaticano y Nicola Marsciano, responsable de inversiones de la Santa Sede, que había pasado toda la tarde recluido en un apartamento de la Via Pinciana con Weggen y su ejército de abogados y contables que había llevado consigo desde Ginebra.

Desde hacía más de un año, Marsciano y Weggen intentaban reducir la amplia gama de inversiones del Vaticano a los sectores de la energía, el transporte, el acero, las navieras y la maquinaria pesada; sobre todo en sociedades y empresas especializadas en el desarrollo de infraestructuras básicas: la construcción y reconstrucción de carreteras, canales, plantas eléctricas y similares en los países en vías de desarrollo.

La estrategia de inversión del Vaticano constituía el punto central de la política de Palestrina para el futuro de la Santa Sede, y éste era el motivo por el que los chinos habían respondido a la invitación, para relacionarse con otros países y demostrar que China era una nación moderna que compartía la preocupación de Europa por la economía de los países en vías de desarrollo. La invitación había supuesto un acto de buena voluntad, una oportunidad para que los chinos se relacionaran de manera discreta con el resto de los países y, al mismo tiempo, para que Palestrina los mimara.

Sin embargo, el concepto de «países en vías de desarrollo», en plural, no figuraba en la agenda de Palestrina; el único país que le interesaba era China y, a excepción de unos pocos escogidos -Peter Weggen y los cuatro hombres de confianza del Papa-, nadie más conocía, ni siquiera el Santo Padre, su verdadero propósito: que el Vaticano se convirtiera en un socio anónimo, pero mayoritario e influyente, de la República Popular China.

Esa noche había dado el primer paso al estrechar la mano de los chinos. El segundo se produciría el día siguiente, cuando Marsciano presentara la nueva versión revisada del documento «Estrategias de inversión en los países en vías de desarrollo» a una comisión de cuatro cardenales encargados de ratificar las inversiones de la Iglesia.

La sesión se preveía conflictiva porque los cardenales eran de espíritu conservador, renuentes a cualquier cambio. La misión de Marsciano consistiría en convencerlos, en mostrarles las regiones en las que centraba el plan: Latinoamérica, Europa del Este y Rusia. También China aparecería en la lista, pero oculta tras el término, más general, de Asia: Japón, Singapur, Tailandia, Filipinas, China, Corea del Sur, Taiwán, India, etcétera.

No obstante, se trataba de una falacia, de una estrategia inmoral y poco ética, de una mentira ideada por Palestrina para cumplir su objetivo sin divulgar sus intenciones.

Esto era sólo el principio. Palestrina era consciente de que China, a pesar de su nueva mentalidad abierta, seguía siendo una sociedad cerrada controlada por la vieja guardia comunista de marcado talante autoritario. Aun así, el país estaba modernizándose con rapidez y, una China moderna, habitada por la cuarta parte de la población mundial y con el consiguiente poder económico, se convertiría, sin duda alguna y en poco tiempo, en la mayor potencia del mundo. La conclusión de ese razonamiento era obvia: controlar China significaba controlar el mundo. Ésta era la meta del plan de Palestrina, dominar China en el siglo venidero y restablecer la influencia de la Iglesia católica en todo el país, en cada ciudad, en cada pueblo para que cien años después naciera un nuevo Sacro Imperio Romano. El pueblo de China ya no dependería de Pekín sino de Roma, y la Santa Sede pasaría a ser la mayor superpotencia del mundo.

Era una locura, por supuesto, y para Marsciano, una prueba de la creciente demencia de Palestrina, pero nada podía hacer al respecto. El Santo Padre sentía devoción por su secretario de Estado y desconocía por completo sus intenciones. Por otro lado, debido a su precario estado de salud y a su agotadora agenda diaria, el pontífice prácticamente había delegado en Palestrina la dirección general de la Santa Sede. Por tanto, acudir al Papa equivalía a dirigirse a Palestrina, que lo negaría todo si llegara a interrogarlo el Santo Padre y enviaría a su acusador a una parroquia remota, y jamás volvería a saberse de él.

En ello residía el horror de la situación porque, con la excepción de Pierre Weggen, quien tenía plena confianza en Palestrina, el resto -Marsciano, el cardenal Matadi y monseñor Capizzi-, los otros tres hombres más influyentes de la Iglesia católica sentían pavor del secretario de Estado del Vaticano, de su corpulencia, de su ambición, de su habilidad excepcional para encontrar la debilidad de todo hombre y explotarla hasta lograr sus propósitos. Tal vez, el aspecto más temible de todos era el poder que ejercía sobre las personas cuando éstas se encontraban en su punto de mira.

Asimismo, los aterraban los hombres que trabajaban para el secretario de Estado: por un lado Jacov Farel, jefe de la policía del Vaticano y esbirro de Palestrina, por otro, el terrorista Thomas Kind, autor del asesinato del gran enemigo de Palestrina, el cardenal Parma, en presencia de todos, del Santo Padre y de Palestrina, quien había ordenado su asesinato y permaneció impasible a su lado cuando recibió el tiro mortal.

Marsciano ignoraba cómo se sentían los demás, pero estaba convencido de que nadie despreciaba más su propia debilidad y miedo que él mismo.

Echó un nuevo vistazo al reloj.


20.10 h

– Eminencia, ¿recuerda a Yan Yeh? -preguntó Pierre Weggen al acercarse en compañía del presidente del Banco Popular de China, de estatura baja, delgado y con el cabello negro entrecano.

– Claro. -Marsciano sonrió y saludó al banquero con un apretón de manos-. Bienvenido a Roma.

Habían coincidido antes, en Bangkok, donde, excepto en el momento tenso en que Palestrina planteó el futuro de la Iglesia católica en la nueva China y el banquero respondió de manera tajante que no había llegado el día para un acercamiento entre Pekín y Roma, Yan Yeh le pareció a Marsciano una persona afable, abierta e incluso ingeniosa, preocupada de verdad por el bienestar de todas las personas.

– Creo que deberíamos aprender de los italianos algo de vinicultura -comentó Yan Yeh con una sonrisa mientras levantaba la copa para brindar con Marsciano.

En ese instante Marsciano observó que el nuncio papal entraba en la sala, se dirigía a Palestrina y se lo llevaba aparte, lejos del embajador y el ministro de Asuntos Exteriores chinos. Mantuvieron una breve conversación durante la cual Palestrina posó la vista en Marsciano desde el otro lado de la estancia. Fue un gesto suave; imperceptible para cualquier otro, pero no para Marsciano, que sabía que significaba que lo habían elegido.

– Tal vez podamos llegar a un acuerdo -respondió Marsciano a Yan Yeh con una sonrisa.

– Eminencia. -El nuncio tocó la manga del cardenal.

Marsciano se volvió.

– Sí, ya lo sé… ¿Adónde quiere que vaya?

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