Roscani oteó las pistas del aeropuerto mientras el helicóptero comenzaba el descenso. El detective había recibido al salir de Lugano un comunicado urgente y todavía le llegaba información. Castelletti y Scala hablaban por radio y tomaban notas en la parte posterior del helicóptero.
Roscani tenía en la mano los datos que había estado esperando, un fax breve pero revelador de la central de la Interpol en Lyon, Francia, que decía:
Los servicios de inteligencia franceses han determinado que Thomas José Álvarez-Ríos Kind ya no se encuentra en Jartum, Sudán, tal como se creía en un principio. Paradero actual: desconocido.
Roscani solicitó al cuartel central del Gruppo Cardinale que enviara una orden de busca y captura a todas las comisarías de Europa. También dispuso que se entregara a los medios de comunicación una fotografía reciente de Thomas Kind junto a un comunicado que lo declarara fugitivo de la justicia, buscado por el asesinato del cardenal vicario de Roma y por el atentado contra el autocar de Asís. En cuanto Roscani comenzó a sospechar de Kind, sus pensamientos se centraron en el autocar, pues la explosión llevaba el sello del terrorista que la policía y los servicios de inteligencia de todo el mundo tan bien conocían: cuando la ocasión era propicia, el terrorista utilizaba a hombres anzuelo en lugar de realizar el trabajo él mismo. La táctica consistía en matar al asesino, en dejar que llevara a cabo la tarea y deshacerse después de él de la manera más rápida posible; de este modo borraba todo indicio que apuntase a él o a quienes lo habían contratado.
Por esta razón encontraron la pistola Llama en el lugar de la explosión. Kind había mandado a un sicario a bordo del autocar para eliminar al padre Daniel y luego voló el vehículo para desembarazarse del asesino y hacer desaparecer las huellas. El problema había sido que el asesino no actuó a tiempo y la operación no salió bien. Tanto la pistola como la explosión señalaban directamente a Thomas Kind.
Con la información obtenida por Castelletti y Scala en Milán, las piezas comenzaban a encajar. Aldo Cianetti, el diseñador de moda encontrado muerto en la autostrada de Como a Milán había sido visto a bordo del último hidrodeslizador que partía de Bellagio hablando con una mujer que lucía una pamela muy grande -uno de los policías de Bellagio recordaba que la mujer tenía acento y pasaporte estadounidenses- y habían desembarcado juntos en Como.
Los detectives de Milán habían rastreado las calles contiguas al hotel Palace donde se encontró el BMW verde de Cianetti; no muy lejos del lugar se hallaba Milano Céntrale, la estación principal de Milán. Puesto que se calculaba que la muerte se había producido entre las dos y las tres de la mañana, la policía había interrogado a los vendedores de las taquillas de la estación que estaban de servicio entre las dos y las cinco de la mañana y por fin encontraron a una empleada de mediana edad que había vendido un billete a una mujer con una pamela grande antes de las cuatro de la mañana. La mujer se dirigía a Roma.
¿Mujer? No se trataba de una mujer, sino de Thomas Kind.
El helicóptero tocó el suelo con una ligera sacudida, se abrieron las puertas y los tres policías corrieron hacia el avión que los llevaría a Roma.
– Las matriculas SCV 13 son lo que pensábamos -gritó Castelletti mientras corrían-. Estos números bajos se asignan a los coches del Papa o de los cardenales de alto rango, pero no a una persona en concreto. Ahora mismo, SCV 13 está asignado a un Mercedes que no se encuentra en el Vaticano por estar en el taller.
La iglesia, el Vaticano, Roma. Las palabras taladraban la mente de Roscani. Los motores rugieron y el ispettore se sintió empujado hacia atrás en su asiento mientras el avión aceleraba por la pista. Despegaron veinte segundos más tarde, y el tren de aterrizaje se plegó en el interior del fuselaje. Lo que había comenzado como la investigación por el asesinato del cardenal vicario de Roma regresaba al punto inicial, completando un círculo.
Roscani se aflojó el cinturón, tomó el último cigarrillo del paquete arrugado, introdujo el envoltorio vacío en el bolsillo de la chaqueta y se volvió hacia la ventana. El sol se reflejaba aquí y allá en algún elemento del suelo, un lago o un edificio; al parecer el tiempo despejado dominaba en todo el país. Italia era un país antiguo, hermoso y sereno, aunque a menudo azotado por escándalos y maquinaciones en todos los ámbitos de la vida, pero ¿existía algún país en el mundo donde esto no ocurriese? Lo dudaba. Roscani era italiano, y el país que sobrevolaba era el suyo; también era policía, y su deber consistía en procurar que las leyes se cumpliesen y se hiciese justicia.
Apareció en su mente la imagen de Gianni Pio, su amigo, compañero y padrino de sus hijos, mientras lo sacaban del coche, empapado en su propia sangre, con el rostro destrozado por una bala. También vio el cuerpo acribillado del cardenal vicario de Roma y la masa incinerada del autocar de Asís. Recordó asimismo la carnicería de Thomas Kind en Pescara y Bellagio y se preguntó qué significaba la justicia.
Los crímenes se habían cometido en suelo italiano, donde tenía jurisdicción para actuar. Sin embargo, dentro de los muros del Vaticano carecía de autoridad, y una vez que los fugitivos se guarecieran tras ellos, nada podría hacer excepto entregar las pruebas al fiscal del Gruppo Cardinale, Marcello Taglia. En ese momento la justicia ya no le pertenecería, pasaría a manos de los políticos, lo que a la larga significaría el fin del asunto. Tenía grabadas en la memoria las palabras de Taglia sobre la investigación del asesinato del cardenal Parma, cuando habló de la «naturaleza delicada del asunto y de las implicaciones diplomáticas que supondría para Italia y el Vaticano».
En otras palabras, el Vaticano podía cometer un asesinato con toda impunidad.