Poco después de la una de la mañana, la limusina negra de Pierre Weggen entró en el complejo privado de Zhongnanhai, residencia de la mayoría de los gobernantes de China. Cinco minutos más tarde, el banquero suizo siguió al solemne presidente del Banco de la República Popular China, Yan Yeh, a un gran salón de la casa de Wu Xian, secretario general del Partido Comunista.
Éste se puso en pie al entrar el banquero y lo saludó con efusión antes de presentarle a la media docena de miembros del Politburó que se encontraban allí para conocer los detalles de su propuesta. Entre ellos figuraban el ministro de Obras Públicas, el de Comunicaciones y el de Asuntos Civiles. Querían conocer el plan completo, el modo de llevarlo a cabo, el coste y el tiempo necesarios para su aplicación.
– Les agradezco su hospitalidad, caballeros -comenzó diciendo Weggen en chino para expresar a continuación sus condolencias por la situación del país y en especial por la de la población de Hefei. Después pasó a explicar sus recomendaciones para la reconstrucción rápida y manifiesta del sistema de suministro de aguas del país.
Yan Yeh se llevó una silla a un lado y encendió un cigarrillo. Se sentía afligido por el horror de lo ocurrido y exhausto por los acontecimientos del día, pero albergaba la esperanza de que los hombres reunidos a esas horas de la noche se convencieran de que el plan de Weggen resultaba esencial para la seguridad y los intereses de la nación. Esperaba que fueran capaces de enterrar su orgullo y sus diferencias políticas junto con el recelo que despertaba en ellos todo cuanto procedía de Occidente y que, al final, autorizaran el proyecto y comenzaran a trabajar con la mayor prontitud posible, antes de que se produjera una nueva catástrofe.
Su esperanza también estaba ligada a una cuestión personal. En esos momentos, la población de China temía beber agua, sobre todo, la procedente de los lagos, y Yan Yeh, a pesar de su poder político, compartía ese miedo. Hacía tres días que su mujer y su hijo de diez años habían ido a visitar a la familia en la ciudad de Wuxi, situada junto a un lago. Yan Yeh había llamado a su mujer para asegurarle que la tragedia de Hefei constituía un incidente aislado, que la calidad del agua potable era objeto de rigurosos controles en todo el país y que el Gobierno estaba a punto de poner en marcha un plan de acción que, si seguían sus consejos, supondría la reconstrucción inmediata del sistema de aguas chino. En realidad, Yan Yeh había llamado a su mujer para hablar con ella, aplacar su temor y decirle que la amaba. En el fondo de su corazón, el banquero esperaba no equivocarse y que la pesadilla de Hefei fuera de verdad un incidente aislado. Sin embargo, no sabía por qué, tenía el presentimiento de que no lo era.
Palestrina observó por la ventana de su despacho a la multitud congregada en la plaza de San Pedro que disfrutaba de las últimas horas de la tarde.
El secretario de Estado se apartó de la ventana y miró en torno a sí. El busto de Alejandro lo contemplaba desde detrás del escritorio y Palestrina le dedicó una mirada casi nostálgica.
De pronto, en un cambio de humor repentino, se acercó al escritorio, descolgó el teléfono y marcó un número. Esperó mientras la centralita de Venecia recibía la llamada y la transmitía de modo automático a otra centralita de Milán que, a su vez, la transfería a un número de Hong Kong conectado directamente con Pekín.
El timbre del teléfono arrancó a Chen Yin de un profundo sueño. A la tercera llamada saltó de la cama y, desnudo en medio de la habitación situada encima de su tienda de flores, tomo el auricular.
– ¿Sí?-contestó.
– Tengo un pedido matutino para la tierra del arroz y el pescado -le dijo en chino una voz distorsionada por medios electrónicos.
– Comprendo -respondió Chen Yin antes de colgar.
Palestrina colgó el teléfono y giró despacio en la silla para admirar de nuevo la presencia marmórea de Alejandro. Palestrina había aprovechado la amistad entre Pierre Weggen y Yan Yeh, a quien había elegido después de estudiar a todos los amigos y familiares del banquero, para escoger el segundo lago, una zona fértil de clima templado y próspera industria denominada «la tierra del arroz y el pescado» situada al sur de Nanjing, a unas horas en tren del lugar donde se encontraba el envenenador Li Wen. El nombre del lago era Taihu y la ciudad, Wuxi.