Li Wen entró en el edificio por la puerta principal, como de costumbre. Llevaba un maletín de piel en la mano y la tarjeta de identificación colgada de la solapa. Saludó con un ademán al adormilado oficial del ejército apostado en la entrada y a continuación abrió una segunda puerta que conducía a la sala de control, donde una operaría echaba de vez en cuando un vistazo a la pared cubierta de válvulas e indicadores de la presión, del grado de turbiedad, de la velocidad de flujo y del nivel de sustancias químicas de las aguas, mientras leía una revista.
– Buenos días -saludó Li Wen con voz autoritaria.
La revista desapareció al instante.
– ¿Todo en orden?
– Sí, señor.
Li Wen la miró con una dureza que hacía patente su descontento por la revista. Después asintió con la cabeza, abandonó la sala de control y descendió por las escaleras que conducían al área de filtración situada en el piso inferior. En esta sala de hormigón armado se producía la fase final del proceso de filtración del agua antes de que la bombeasen a la red de suministro municipal. Se trataba de una zona subterránea en la que la temperatura era muy inferior a la del exterior o la del piso superior.
A pesar de que hacía tres años se había cerrado la planta por reformas durante seis meses, todavía no había aire acondicionado, aunque se rumoreaba que lo instalarían en la depuradora nueva, que se construiría el siglo siguiente. La situación era similar en el resto de las plantas de tratamiento y filtración de agua del país, donde las instalaciones estaban anticuadas e incluso deterioradas. Aunque algunas depuradoras, como aquélla, habían sido reformadas cuando el Comité Central autorizó los fondos para ello, los fondos eran escasos y en su mayor parte se basaban en promesas de futuro.
Cierto era que en algunos lugares el futuro ya había llegado y que estaban construyéndose nuevas instalaciones gracias a proyectos conjuntos con empresas de Occidente, como era el caso de la central de agua potable chino-francesa en la ciudad de Cantón, de ciento setenta millones de dólares, o el proyecto de la presa de las Tres Gargantas en el Yangzi Jiang, el río Azul, de treinta y seis mil millones de dólares. Pero en general, las plantas de suministro y filtración de aguas de China estaban anticuadas, algunas incluso empleaban como tuberías troncos de árboles huecos.
En ciertas épocas del año, los días largos y calurosos ofrecían un caldo de cultivo ideal para las algas alimentadas por el sol y, por tanto, para sus toxinas biológicas. Cuando esto ocurría la utilidad de las depuradoras resultaba casi nula y el agua de los ríos y los lagos que bombeaban la ciudad era putrefacta.
Ésa era la razón por la cual Li Wen se encontraba allí, su labor consistía en controlar la calidad del agua procedente del lago Chao, la principal fuente de suministro de agua para el millón de habitantes de la ciudad de Hefei. El ingeniero hidrobiológico llevaba casi dieciocho años realizando el mismo trabajo y jamás había pensado que fuera posible ganar dinero suficiente para huir del país tras haber desencadenado una crisis en el seno de ese gobierno que tanto despreciaba; un gobierno que en 1957 acusó a su padre de «contrarrevolucionario» por oponerse a la corrupción y los abusos de poder del Partido Comunista, y que por ello lo internó en un campo de trabajo donde murió tres años más tarde, cuando Li Wen tenía cinco. Li creció venerando la memoria de su padre mientras cuidaba con devoción de su madre, quien jamás se recuperó de la muerte de su marido ni de la censura pública que sufrió a causa de su encarcelamiento. Li Wen se convirtió en ingeniero hidrobiológico sólo porque tenía aptitudes para la ciencia y decidió seguir el camino más fácil. A simple vista parecía un hombre afable y tranquilo que jamás mostraba pasión ni emoción algunas. Sin embargo, en su interior sentía una intensa aversión por el Gobierno del país y formaba parte de un grupo clandestino de simpatizantes de Taiwan cuyo propósito era derrocar el régimen de Pekín y restaurar el Gobierno nacionalista.
Li Wen era soltero y pasaba la mayor parte de su tiempo viajando. Su amiga más íntima era Ton Quin, una programadora informática de veinticinco años que había conocido hacía dos en una reunión clandestina de Nanjing. Fue ella quien le presentó a Chen Yin, comerciante de flores con quien entabló amistad de inmediato y que, gracias a sus contactos familiares en el Gobierno, le brindó la oportunidad de viajar por Europa y Estados Unidos con el pretexto de visitar diferentes plantas de tratamiento de agua y estudiar las técnicas allí empleadas. Chen Yin también le presentó a Thomas Kind, quien un día lo acompañó a un chalé de las afueras de Roma, donde conoció al hombre para quien trabajaba entonces, un individuo de gran estatura vestido de clérigo. Li Wen desconocía su nombre pero sabía que era muy poderoso y que tenía designios muy especiales para el futuro de la República Popular China.
A partir de ese encuentro, la vida de Li Wen cambió por completo: en el año anterior había experimentado más emociones que en toda su vida. Por fin había llegado el momento de vengar la muerte de su padre y de cobrar además una buena suma de dinero por ello. Una vez cumplida la misión abandonaría el país en dirección a Canadá, provisto de una identidad diferente y con una nueva vida por delante. Desde allí contemplaría complaciente la caída -en manos del revolucionario de Roma- de aquel Gobierno que le había robado su niñez y al que aborrecía desde lo más profundo de su ser.
Tras depositar el pesado maletín sobre un banco de madera, Li Wen echó un vistazo a la puerta de entrada para asegurarse de que estaba solo. Después, se acercó a una de las cuatro aberturas que permitían ver el agua tratada que se bombeaba a la red municipal. Ésta fluía con rapidez, pero la transparencia que presentaba en invierno había dejado paso a la turbiedad y a un penetrante hedor como consecuencia del calor y de la proliferación de las algas en el lago Chao, un problema que el Gobierno no había solucionado y del que pensaba aprovecharse Li Wen.
El ingeniero abrió el maletín y extrajo un par de guantes quirúrgicos que se puso antes de abrir el aislado compartimiento interior en el que se encontraban seis «bolitas» en lo que parecía una huevera de espuma de poliestireno.
Li Wen miró de nuevo la puerta antes de tomar el envase y acercarse a una de las aberturas. Entonces, echó al agua una «bolita» con una sonrisa triunfante. Hizo lo mismo con las demás, echándolas una a una y observándolas desaparecer en la corriente de agua turbia.
Una vez que hubo guardado el envase y los guantes en el maletín, Li Wen regresó al trabajo y tomó una muestra de agua con el fin de determinar si cumplía o no con el grado de «pureza» exigido por el Gobierno.