Harry no sabía qué pensar. Jamás se le había ocurrido que los restos del ataúd pertenecieran a otra persona, que después del trabajo de investigación realizado por la policía, del proceso de recuperación de los efectos personales, de la identificación del cuerpo por el cardenal Marsciano y del certificado de defunción, que después de todo esto, hubieran cometido un error. Resultaba incomprensible.
El cardenal Marsciano le posó la mano en el brazo.
– Está usted cansado y afligido, señor Addison. En circunstancias como ésta el corazón y los sentimientos no nos permiten pensar con claridad.
– Eminencia -lo interrumpió Harry. Todos tenían la mirada fija en él: Marsciano, el padre Bardoni, Gasparri y el hombre del batín blanco. Era cierto, estaba cansado y afligido, pero jamás había pensado con tanta claridad-, mi hermano tenía un lunar grande bajo la tetilla izquierda. Lo llaman el tercer pecho, en medicina se denomina pezón supernumerario. Cuando era niño, Danny sacaba a mi madre de sus casillas enseñándoselo a todo el mundo. Sea quien sea la persona que se encuentra en este ataúd, no tiene un lunar bajo el pezón izquierdo y, por tanto, no es mi hermano. Es así de sencillo.
El cardenal Marsciano cerró la puerta del despacho de Gasparri y señaló un par de sillas situadas frente a la mesa del director de la funeraria.
– Prefiero estar de pie -repuso Harry.
Marsciano asintió con la cabeza y tomó asiento.
– ¿Cuántos años tiene, señor Addison?
– Treinta y seis.
– ¿Y cuántos años hace que no ve a su hermano, con camisa o sin ella? El padre Daniel no sólo era mi empleado, era un amigo, y los amigos hablan, señor Addison… Hacía años que no se veían, ¿verdad?
– Eminencia, esa persona no es mi hermano.
– Es posible extirpar un lunar, incluso el de un sacerdote. Todo el mundo lo hace; usted debería saberlo mejor que yo, dada su profesión.
– Danny no, Eminencia, Danny seguro que no. Como todos los adolescentes, Danny se sentía muy inseguro en esa época de su vida, pero una de las cosas que lo animaba era poseer algo que los demás no tenían o hacer las cosas de manera diferente al resto de las personas. A mi madre le enfurecía que se desabrochara la camisa y enseñase el lunar a todo el mundo. A Danny le gustaba creer que se trataba de una marca aristocrática, que descendía de la realeza. A menos que mi hermano haya cambiado mucho desde entonces, jamás se lo habría quitado, era una insignia de honor que lo distinguía de los demás.
– Las personas cambian, señor Addison -replicó el cardenal Marsciano con tono suave y afable-, y el padre Daniel cambió mucho desde que lo conocí.
Harry lo miró en silencio durante largo rato y, cuando por fin respondió, se mostró más tranquilo pero igual de contundente.
– ¿No es posible que se hayan equivocado en el depósito de cadáveres y que otra familia tenga el cuerpo de Danny? No resultaría tan descabellado.
– Señor Addison, ésos son los restos que yo identifiqué. Son los restos que me mostraron las autoridades italianas.
Abandonando por completo su actitud compasiva, Marsciano se mostró enérgico y autoritario.
«Veinticuatro personas viajaban en ese autocar señor Addison, y sólo ocho sobrevivieron. De los fallecidos, quince fueron identificados por sus propias familias. Sólo quedaba uno… -El lado humano de Marsciano afloró de nuevo por un instante-. Yo también albergaba la esperanza de que hubieran cometido un error, de que se tratara de otra persona y de que el padre Daniel se encontrara fuera de peligro, ajeno a todo lo ocurrido. Pero al final no tuve más remedio que enfrentarme a los hechos y a la evidencia. Su hermano viajaba con frecuencia a Asís, y más de una persona que lo conocía lo vio subir al autocar. La compañía de transportes mantuvo contacto por radio con el conductor durante todo el trayecto, y éste sólo se paró una vez en un peaje. No se detuvo en ninguna otra parte, en ningún lugar donde hubiera podido bajar un pasajero antes de que explotara la bomba. Además, encontraron sus efectos personales entre los restos del autocar, sus gafas (que yo tan bien conocía por las innumerables veces que las había olvidado en mi mesa) y su identificación del Vaticano se hallaban en el bolsillo de la chaqueta que llevaba este cadáver… No podemos cambiar la realidad, señor Addison, y, con lunar o sin él, lo crea usted o no, la verdad es que su hermano está muerto y que lo que queda de su cuerpo son los restos que usted ha visto. -Marsciano guardó silencio por un instante, y Harry observó que se le ensombrecía el rostro-. Usted -prosiguió- ya se ha entrevistado con la policía y con Jacov Farel… ¿Participó su hermano en una conspiración para matar al cardenal Parma, o incluso al Santo Padre? ¿Fue él quien efectuó los disparos? ¿Era en el fondo de su corazón un comunista que nos despreciaba a todos? Lo ignoro. Lo único que sé es que durante los años que lo conocí fue un hombre honrado y bondadoso que hacía muy bien su trabajo: controlarme a mí. -Una pequeña sonrisa asomó a sus labios y desapareció.
– Eminencia -protestó Harry-. ¿Sabe que Danny me dejó un mensaje en el contestador pocas horas antes de morir?
– Sí, me lo dijeron…
– Estaba asustado, tenía miedo de algo… ¿No sabe usted de qué?
Marsciano tardó en responder y cuando por fin habló, lo hizo sin elevar la voz:
– Señor Addison, llévese a su hermano de Italia, dele sepultura en su tierra y quiéralo durante el resto de su vida. Piense, como pienso yo, que la acusación es falsa y que algún día se demostrará su inocencia.
El padre Bardoni aminoró la velocidad del pequeño Fiat blanco, que avanzaba tras un autocar, y giró hacia Ponte Palatino, en dirección al hotel de Harry, al otro lado del Tíber. El sol del mediodía iluminaba la ciudad bulliciosa de Roma, pero Harry estaba abstraído en sus pensamientos.
«Llévese a su hermano de Italia y dele sepultura en su tierra», le había repetido Marsciano antes de subir al Mercedes gris oscuro que conducía uno de los hombres de Farel vestido con traje negro.
No era casual que Marsciano hubiese mencionado a la policía y a Jacov Farel y hubiera eludido contestar la pregunta de Harry. La caridad del cardenal quedaba patente en el modo indirecto en que respondió a Harry, dejando que éste completara por sí mismo el resto de la información: un cardenal había sido asesinado, el presunto culpable había muerto, al igual que su cómplice y dieciséis personas que viajaban con él en el autocar a Asís. Lo creyera o no, los restos del sospechoso, del sacerdote, eran oficialmente, y sin duda alguna, los de su hermano.
Con el fin de asegurarse de que había comprendido bien sus palabras, el cardenal Marsciano hizo algo más: mientras Harry descendía por la escalinata hacia el coche, se volvió hacia él y lo miró con dureza, expresándole así mucho más de lo que había dicho o dado a entender hasta el momento: la situación era peligrosa y había ciertas puertas que no debían abrirse. Lo que más convenía a Harry era aceptar lo que le ofrecían y marcharse del país del modo más rápido y discreto posible, mientras pudiese.