NOVENTA Y OCHO

El helicóptero se posó sobre el camino de entrada de Villa Lorenzi, con las cegadoras luces de aterrizaje encendidas y levantando un remolino de polvo.

Roscani se agachó para esquivar las hélices todavía en marcha y cruzó los jardines en dirección al centro de operaciones, instalado en el enorme salón de baile. Éste, con sus decoraciones y candelabros, parecía la clase de sitio donde se establecería un ejército invasor y, en cierto modo, lo era.

Cruzó la sala en medio de ruidos y preguntas y echó un vistazo al mapa gigante colgado de la pared. Al ver las pequeñas banderas italianas que señalaban los puestos de control, temió, por enésima vez, que no estuviesen llevando a cabo la búsqueda con la suficiente discreción. Eran un ejército y, por tanto, pensaban y actuaban como tal, pero también estaban sujetos a las limitaciones de una fuerza de gran tamaño, mientras que las presas eran audaces e ingeniosas guerrillas.

Roscani entró en un pequeño despacho al otro lado del salón de baile y cerró la puerta tras de sí. Lo aguardaban varias llamadas: de Tagua, de Farel y de su mujer.

Primero hablaría con su mujer, después con Taglia y, por último, con Farel. A continuación se tomaría veinte minutos de assoluta tranquilina, para pensar en silencio, repasar la información enviada por la Interpol e intentar descubrir entre esas páginas la identidad del hombre rubio.


Bellagio, hotel Florence, 20.40 h

Thomas Kind contempló su reflejo en el espejo del tocador. Había desinfectado los arañazos que le había hecho Marta. Las heridas habían cicatrizado lo suficiente como para disimularlas bajo una capa de maquillaje.

Poco antes de las cinco había regresado al hotel con dos estudiantes ingleses que lo habían recogido en la carretera. Les había explicado que se había peleado con su novia, que le había arañado la cara y se había largado. Él regresaría a Holanda esa misma noche y, por lo que a él concernía, ella podía irse al infierno. Unos quinientos metros antes de llegar al control de policía, pidió a los chicos que lo dejaran bajar del coche porque necesitaba serenarse caminando. Cuando el coche se alejó, Kind abandonó la carretera, avanzó a campo traviesa y regresó a la vía, al otro lado del puesto de control. A partir de allí lo esperaba una caminata de veinte minutos hasta Bellagio.

Cuando llegó al Florence subió a la habitación por la escalera de atrás. Llamó a recepción para avisar que abandonaría el hotel antes de tiempo y que cualquier gasto adicional debía cargarse a su tarjeta de crédito. Después se miró en el espejo y decidió que lo que necesitaba era una ducha y un cambio de aspecto. Y vaya si cambió.

Kind se acercó al espejo y se aplicó rímel y sombra de ojos. Satisfecho, dio un paso atrás y se contempló de cuerpo entero. Llevaba zapatos de tacón alto, pantalones beige y una blusa blanca debajo de una americana azul. Los pendientes de oro y el collar de perlas le daban el toque final. Cerró la maleta, se miró de nuevo en el espejo y se puso una pamela antes de echar sobre la cama las llaves de la habitación y marcharse.

Thomas José Álvarez-Ríos Kind, de Quito, Ecuador, alias Frederick Voor, de Ámsterdam, se había transformado en Julia Louise Phelps, agente inmobiliaria de San Francisco, California.

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