Harry caminó Via Condotti abajo hasta Via Corso, incapaz de dormir, mirando los escaparates, vagando sin rumbo con los transeúntes de la noche. Antes de salir había llamado a Byron Willis para contarle su entrevista con Jacov Farel y prevenirlo sobre una posible visita del FBI, y para discutir con él algo muy personal: dónde había que enterrar a Danny.
Esta cuestión -que, en medio de la avalancha de acontecimientos, Harry no había considerado- había surgido cuando lo llamó el padre Bardoni. El joven sacerdote que le habían presentado en el piso de Danny le explicó que, por lo que sabía, el padre Daniel no había dejado testamento, y que el director de la funeraria necesitaba asesorar al responsable del funeral, en el pueblo en el que se enterrase a Danny, acerca de la llegada de sus restos.
«¿Dónde habría querido que lo enterraran?», había preguntado con tacto Byron Willis, a lo que Harry había respondido: «No lo sé…».
«¿Tenéis un terreno familiar?», había preguntado Willis.
«Sí», había dicho Harry. En Bath, Maine, su pueblo natal. Un pequeño cementerio con vista al río Kennebec.
«¿Crees que le habría gustado que lo enterraran allí?»
«Byron… No lo sé…» «Harry, te quiero y sé que estás pasándolo mal, pero esto es algo que tendrás que decidir tú mismo.»
Harry le había dado la razón, le había agradecido su interés y, luego, había salido. Había estado caminando, pensando, preocupado y avergonzado. Byron Willis era su amigo más cercano y, sin embargo, nunca le había hablado de su familia más que de pasada. Lo único que sabía Byron era que él y Danny habían crecido en un pequeño pueblo costero de Maine, que su padre había trabajado en un puerto y que a los diecisiete años Harry había recibido una beca para estudiar en Harvard.
Lo cierto era que Harry nunca hablaba de los detalles de su familia, ni a Byron, ni a sus compañeros de universidad, ni a las mujeres: a nadie. Nadie sabía nada acerca de la trágica muerte de Madeline, su hermana, ni que su padre había muerto en un accidente en el astillero apenas un año después. Ni que su madre, desorientada y confundida, se había casado de nuevo menos de diez meses después y se había mudado con sus hijos a una oscura casa victoriana con un vendedor de congelados viudo que tenía otros cinco hijos, que nunca estaba en casa, y que sólo se había casado con ella para disponer de una ama de casa y una niñera. O que, más tarde, de adolescente, Danny se había metido en un lío tras otro con la policía.
O que ambos hermanos habían hecho un pacto para salir de allí lo antes posible, marcharse para nunca volver, y que se habían prometido ayudarse mutuamente para conseguirlo. Y que, de diversas maneras, ambos lo habían hecho.
Con ello en mente, ¿cómo diablos iba Harry a aceptar la sugerencia de Byron Willis y enterrar a Danny en el terreno familiar? ¡Si no estuviera muerto lo mataría! ¡O bien se levantaría de su tumba, agarraría a Harry del cuello y lo lanzaría a la fosa en su lugar! De modo que, ¿qué debía decirle Harry al director de la funeraria cuando le preguntase adonde había que enviar los restos después de que ambos llegasen a Nueva York? En otras circunstancias habría resultado divertido. Sin embargo, no lo era. Debía pensar en una respuesta antes del día siguiente y, por el momento, no tenía la menor idea.
Media hora más tarde Harry regresó al Hassler. Acalorado y sudado por la caminata, se detuvo ante la recepción para recoger la llave de su habitación. Aún no tenía una solución. Lo único que quería era subir, meterse en la cama y sumirse en un sueño profundo y despreocupado.
– Lo espera una señora, señor Addison.
¿Señora? Las únicas personas que Harry conocía en Roma eran policías.
– ¿Está seguro?
El conserje sonrió.
– Sí, señor. Muy atractiva, con un vestido de noche verde. Lo espera en el bar del jardín.
– Gracias…
Harry se alejó. Alguien del despacho con una cliente actriz de visita en Roma debió de haberle dicho que se pusiera en contacto con él, tal vez para ayudarlo a distraerse. Era lo último que quería al final de un día como aquél. No le importaba quién fuese ni qué aspecto tuviera.
Cuando entró, ella estaba sentada sola en el bar. Por un instante la larga cabellera castaño rojiza y el vestido de noche verde esmeralda lo desorientaron. Sin embargo, conocía su rostro, la había visto cientos de veces en la televisión con su característica gorra de béisbol y su chaqueta de campaña, informando bajo el fuego de artillería de Bosnia, tras un atentado terrorista en París o desde un campo de refugiados en África. No se trataba de una actriz; era Adrianna Hall, una de las principales corresponsales en Europa de la WNN, World News Network.
En otras circunstancias Harry habría hecho cualquier cosa por conocerla. Era de su edad o un poco más joven, audaz, aventurera y, tal como había dicho el conserje, atractiva. Pero Adrianna Hall también era periodista, y lo que menos le apetecía a Harry en aquel momento era tratar con periodistas. No tenía la menor idea de cómo lo había localizado, pero debía pensar qué hacer al respecto. O tal vez no. Bastaba con dar media vuelta y desaparecer, que fue lo que hizo, echando un vistazo a su alrededor, actuando como si buscara a alguien que no se encontraba allí.
Casi había llegado al vestíbulo cuando ella le dio alcance.
– ¿Harry Addison?
Se detuvo y se volvió.
– ¿Sí…?
– Soy Adrianna Hall, de la WNN.
– Lo sé…
Ella sonrió.
– No quiere hablar conmigo…
– Eso es.
Ella volvió a sonreír. El vestido parecía demasiado formal para ella.
– Había cenado con una amiga y estaba a punto de salir del hotel cuando vi que le dejaba su llave al conserje… Me explicó que usted le dijo que iba a dar un paseo… Decidí esperarlo, con la esperanza de que no tardara mucho…
– Señora Hall, lo siento mucho pero no quiero hablar con los medios de comunicación.
– ¿No confía en nosotros? -Esta vez sonrió con los ojos, con una especie de parpadeo natural y divertido.
– Es sólo que no quiero hablar… Si no le importa, ya es tarde.
Harry empezó a volverse pero ella lo tomó del brazo.
– ¿Confiaría en mí, al menos más de lo que lo hace ahora mismo -se hallaba muy cerca y respiraba relajada-, si le dijera que sé lo de su hermano, que sé que la policía lo esperaba en el aeropuerto y que hoy se entrevistó con Jacov Farel…?
Harry se la quedó mirando.
– No se quede boquiabierto. Mi trabajo consiste en enterarme de lo que ocurre… Pero no le he dicho nada a nadie excepto a usted, y no lo haré hasta que cuente con autorización.
– Pero de todos modos quiere saber qué es lo que estoy haciendo aquí.
– Tal vez…
Harry vaciló, luego sonrió.
– Gracias, pero, como ya le he dicho, es tarde…
– ¿Y si le confesara que lo encuentro muy atractivo y por eso decidí esperarlo?
Harry procuró no sonreír. Estaba acostumbrado a esta clase de situaciones: una invitación sexual directa y convencida realizada por un hombre o una mujer, tomada en serio o en broma por la otra parte, según su estado de ánimo. En esencia, era un anzuelo lanzado con ánimo juguetón para ver qué ocurría después.
– Por un lado, diría que me siento halagado. Por otro, que es una forma algo turbia y políticamente incorrecta de obtener un reportaje. -Harry dejó la pelota en su tejado y se mantuvo firme.
– ¿Eso diría?
– Así es.
Tres ancianos salieron del bar y se detuvieron a hablar junto a ellos. Adrianna Hall los miró, luego a Harry, agachó un poco la cabeza y bajó la voz.
– Veamos si puedo explicárselo mejor, señor Harry Addison… Hay ocasiones en que, sencillamente, me gusta tirarme a extraños -dijo sin quitarle los ojos de encima.
Su piso era pequeño y acogedor. Se trataba de una de esas situaciones inesperadas, de sexo salido de la nada; un ardor repentino. Alguien enciende un fósforo y el lugar entero vuela por los aires.
Harry dejó claro desde el principio -cuando le respondió «A mí también»- que no se hablaría del tema de Danny ni de la muerte del cardenal vicario de Roma, y ella aceptó.
Tomaron un taxi, luego caminaron media manzana hablando sobre Estados Unidos, principalmente sobre política y deportes. Adrianna Hall se había criado en Chicago y se había trasladado a Suiza a los trece años; su padre había sido defensa de los Blackhawks de Chicago y, más tarde, entrenador del equipo nacional suizo.
Al final, llegaron. Se oyó un clic cuando ella cerró la puerta. Luego se volvió y se acercó a él en la oscuridad. Abrió la boca y lo besó con violencia, su lengua explorando la de él. El dorso de las manos de Harry acarició con suavidad y pericia el escote de su vestido de noche, jugueteando con sus pechos. Sintió que los pezones se endurecían al mismo tiempo que el sexo de él. La periodista le abrió los pantalones y le bajó los calzoncillos. Tomó su erección en la mano, la acarició y, luego, se subió el vestido y la frotó contra la seda de sus bragas. Lo besaba y jadeaba como si aquello fuera a durar toda la vida. Harry le bajó las bragas y le quitó el vestido por encima de su cabeza. Le abrió el sujetador y lo lanzó a la oscuridad mientras ella lo llevaba hacia el sofá, terminaba de quitarle los calzoncillos, se inclinaba hacia delante y se metía su miembro en la boca. Él echó la cabeza hacia atrás, dejándola hacer, y luego se apoyó en los codos para observarla. Pensó que nunca en su vida se había sentido tan enorme. Al fin, después de unos minutos, la tomó en brazos y recorrió la sala -se oyeron risitas en la oscuridad mientras ella le indicaba el camino- y un pequeño pasillo hasta su dormitorio. Ella lo hizo esperar, coqueteando, mientras extraía un preservativo de un cajón cercano. Maldijo, luchando con el envoltorio y, luego, se lo colocó.
– Date la vuelta -susurró él.
Ella lo dejó extasiado con una sonrisa antes de volverse hacia la cabecera. Él la montó por detrás, sintió el calor del contacto de su miembro dentro de ella, y empezó a moverse, a entrar y salir, casi sin parar.
Los gemidos de ella resonaron en la mente de Harry durante largo tiempo. Se había corrido cinco veces en dos horas. No estaba mal para un hombre de treinta y seis años. No tenía la menor idea de si ella había contado sus orgasmos. Lo que recordaba era que Adrianna no había querido que se durmiera allí. Lo había besado una vez más y le había pedido que regresara a su hotel, porque al cabo de dos horas tendría que levantarse para ir a trabajar.